2ª TRILOGIA ATLANTIDA: AZTLÁN II: Aztecas
INTRODUCCIÓN SEGUNDA
TRILOGIA DE AZTLAN
Quisiera seguir interesando a mis nietos y
a todo el que tenga la paciencia de seguir leyendo mis fantasías. Eso sí, sigo
tomando como referencia textos escritos y códices antiguos, para no alejarme de
la realidad. Ahora bien, los personajes son ficticios y también sus aventuras.
Les he hecho pasar por lugares que aún existen y con restos arqueológicos, que
pueden ser fácilmente comprobables.
He tomado como referencia la obra del
historiador Domingo Chimalpaín, los Códices Mendoza, Mendocino y Nomina así
como a Fray Bernardino de Sahagún.
Así pues, los datos son reales, lo demás es
producto de la imaginación. La acción se centra, esta vez, en la costa
occidental, junto al ahora llamado océano Pacífico, en las ciudades de
Acapulco, Puerto Vallarta (antigua Xihutla), Tomatlán, Chamela, Tecuan,
Cihuatlán, Tuxcacueso, Autlán, etc. Veremos también el desarrollo de las culturas
zapoteca, chichimeca y Azteca, además de su expansión y sus conquistas.
Los principales protagonistas son el grupo
de fugitivos, que llegan a la costa pacífica y se asientan en Puerto Vallarta,
con su jefe Paxtli y sus veintisiete compañeros. Cada historia, como en la fase
anterior, presenta nuevos personajes, para ir enlazando la trama, que
desembocará en nuevos ciclos de 52 años, con nuevos cataclismos, que suelen ser
sucesos naturales. Daremos una lista de personajes, con sus significados, para
que el lector pueda identificarlos.
Los acontecimientos se irán complicando, a
la vez que diferentes grupos de tribus y de culturas vayan viviendo en común,
para acabar engullidos por la gran nación azteca. Las libertades se van
despertando, a pesar de lo cual, algunos conseguirán dominar a otros.
Espero que os guste, que podáis aprender
algo más sobre el tema y, sobre todo, que nunca dejéis de utilizar la
imaginación.
1.- LA LLEGADA. Alrededor del año 300 a.c.
Las tres parejas de olmecas emprendieron el viaje hacia lo desconocido. Iban provistos de semillas de cacao, maíz, maleza coyote, teopatli y varios saquitos con plantas medicinales. Las mujeres llevaban su cesta de bodas, con las joyas y recuerdos de sus respectivas madres, algunas plumas y telas de lino para protegerse. Los hombres cargaban en sus mochilas herramientas, un pequeño disco-calendario y útiles de caza y pesca.
Desde el primer momento, se repartieron las tareas diarias: Iyac (Comandante) se puso al frente de la expedición y, como tal, realizaba los ritos religiosos y elegía el camino, aunque siempre con la aquiescencia de los demás. Su esposa Jalpa (Arena), ayudada por sus dos compañeras, se ocupaba de tener siempre preparadas las infusiones y de ir recolectando las plantas que conocía.
Chac (Lluvia) se ocupaba de la caza y siempre tenía algún animal pequeño o aves para el desayuno, que su esposa Papálotl (Mariposa) se apresuraba a asar en un espetón, que colocaba sobre el fuego. También solía colgar un caldero de cerámica con agua fresca para preparar una bebida caliente, antes de que su esposo saliera a cazar, mientras Ah-Mun (Vegetación) se acercaba a los arroyos y echaba la red. Casi todos los días conseguía varios peces, de modo que disfrutaban de comida abundante, que las mujeres sazonaban con especias y plantas.
La esposa de Ah-Mun, Chamilpa (Salvia) llevaba algunas vitelas, donde iba tomando nota del itinerario que seguían. Había aprendido a dibujar con su madre y sabía cómo fabricar pintura negra, con grasa animal y ocre, mezclado con carbón vegetal.
Decidieron dirigirse hacia la otra orilla del lago Catemaco y, desde allí, pasar al interior. Solían acampar tres o cuatro días en cada lugar que elegían; tras explorar los alrededores y comprobar que no había nadie, buscaban un claro en el bosque y plantaban su única tienda, no muy grande. Pero no les importaba dormir juntos, porque eran buenos amigos.
Una vez llegados al extremo de la laguna, se internaron tierra adentro. Pocos días después vieron una cabaña hecha de ramas y paja. Chac se acercó con la precaución de un cazador y comprobó que allí vivían dos parejas. Sin pensarlo mucho, se presentó ante ellos, con las palmas hacia arriba, en señal de paz. Los jóvenes salieron y le invitaron por señas a que se sentara con ellos. Consiguieron comunicarse con las pocas palabras que conocían en nahuatl.
Se trataba de zapotecas, que habían escapado de su poblado, porque no les permitían casarse, por pertenecer a la misma tribu. Pensaban alejarse lo más posible y se alegraron cuando Chac les dijo que podrían viajar con ellos. Los cuatro jóvenes acompañaron a Chac hasta su refugio. Se presentaron ante el grupo, que los acogió con alegría.
Chichiquili (Flecha) era un buen cazador y su esposa Sima (Agua) era hija de la Mujer Sabia y había recibido sus enseñanzas. Estaba embarazada y, por eso, la huida había sido más lenta, aunque suponían que nadie los iba a seguir, porque la tribu los había repudiado. Se habían saltado una norma ancestral de la tribu, no emparejarse entre ellos.
La otra pareja estaba compuesta por Tlamatín (Sabio), hijo del gran sacerdote, y Tínime (Ardilla), una muchachita morena y tímida, de largo cabello negro y ojos avispados, que contaba apenas trece años, y seguía a todas partes a su amiga Sima.
Con la alegría propia de la juventud, se pusieron en marcha hacia la región de Acayucán. Se contaron sus vivencias y se asombraban de la semejanza de costumbres, a pesar de que los zapotecas diferían algo en la religión y en los ritos. Sus tribus provenían de Oaxaca y del Istmo de Tehuantepec. Se llamaban “el pueblo del zapote”, porque creían que habían nacido de las nubes y eran hijos de los dioses. (Be´neza significaba “gente cielo”)
Eran sedentarios y agricultores y habían inventado un sistema de riego artificial. Su cultura era parecida a la de los olmecas y mayas, en arquitectura y escultura. Utilizaban jeroglíficos, que plasmaban en piel de venado, y conocían la astrología. Tenían un ciclo anual de 365 días , dividido en 17 o 18 meses de veinte días, a los que seguían cinco días nefastos.
Los olmecas los escuchaban con atención y con sonrisas. Eran tan cultos como ellos y se llevarían bien. También ellos llevaban consigo semillas de cacao, además de chile, frijol, calabaza y maíz. Todas las noches se quedaban junto a la hoguera y se contaban sus historias. Iyac contó su salida de la Sierra de las Tuxtlas y cómo su tribu había llegado hasta allí, sus construcciones su ciudad y sus refugios. Seguían en la memoria de todos los nombres de Zyanya y su ingenio y la religiosidad de Cipactli.
Se acercaban ya a la región de Acayucán, lugar de cañas, de cultura jarocha, regada por los ríos Chacalapa y Lalana, y sus afluentes Michapán, Ixhuapán y Mexcalapa, además de numerosos arroyos, que les proporcionaban abundante pesca y agua pura y límpida. Las selvas se sucedían de continuo, con un clima cálido y suave, sin demasiada humedad. Los árboles, en su mayoría, eran de hoja perenne y las ardillas saltaban alegres de uno a otro. También pudieron ver conejos, tejones y armadillos.
Entonces le llegó el momento del parto a Sima. Su esposo Chichiquili se apresuró a construir una pequeña cabaña, con ramas y hojas, para que el bebé naciera en un hogar construido por su padre. Fueron dos días angustiosos, por la palidez y el agotamiento de Sima. Y nació el bebé, un niño. Tlamatín, como sacerdote, había preparado cenizas con los restos de las hogueras, para esparcirla por la cabaña. Explicó a sus asombrados amigos que la ceniza representaba a los antepasados, a los que rendían culto, además, allí grabarían las huellas del animal, que sería el tótem del niño y que le protegería durante toda su vida. Si algún animal entraba en el hogar, ése sería el tótem- si en tres días no aparecía ninguno, los padres elegirían el nombre de algún dios protector.
Las plegarias, recitadas por Chichiquili y Tlamatín, se hicieron en las lenguas popoluca y zapoteca. Durante el primer día, ningún animal entró en la cabaña, pero al atardecer, un gavilán se posó en el techo y permaneció allí hasta la salida del sol. Tlamatín sugirió que era una señal de los dioses. Sima estuvo de acuerdo y el niño recibió el nombre de Cuixín (Gavilán), antiguo nombre también conocido por los olmecas.
El padre cogió al niño en brazos y entró con él en un arroyo cercano, para que el agua le diera vida. Después, celebraron un pequeño banquete, consistente en aves y conejos, para honrar al espíritu del gavilán y rogarle que fuera el tótem de Cuixín y lo protegiera en su vida terrenal, hasta que se reuniera con él en la otra vida.
Caminaron hasta un asentamiento abandonado, ya en Acayucán, y allí permanecieron durante un mes, para que Sima se recuperara. En las tertulias nocturnas, Tlamatín siguió hablando de su religión. Su dios supremo era Totec, creador y sol. Cozobi era el dios del maíz, base de su alimentación. Quecuya se ocupaba de los terremotos y los dioses más venerados eran Bezelao, dios de los muertos y Cozana, dios de los antepasados. Creían en la vida posterior del espíritu, cuando alguien moría. A ellos ofrecían maíz y miel junto a las urnas funerarias.
Sima hizo las delicias de las mujeres, contando algunas leyendas de la cultura jarocha, como las historias sobre los chaneques, enanos protectores del agua, que no dejaban que los pozos se secaran nunca, o la Jicarita Encantada de la laguna salda de Alchichica, donde una mujer salía de la jícara y atraía a los hombres guapos al centro del lago, donde morían. Estas leyendas provocaban sonrisas, porque nadie creía en estos seres mágicos, aunque sí creían en dioses de la Naturaleza.
Tardaron varios meses en llegar a la zona de Chilpancingo. Por suerte, todos estaban sanos y seguían tomando el viaje como una gran aventura. Poco antes de llegar, Jalpa anunció a sus compañeros que estaba embarazada. Celebraron una fiesta, como solían hacer por cualquier motivo, con las risas y los palmoteos del pequeño Cuixin.
La zona estaba poblada de selvas caducifolias, con mezquite, huizache, cazahuate, cedro, eucalipto y jacarandá. También había pinos y encinas. Eligieron para acampar un claro entre eucaliptos, en un lugar alto, porque en la zona más baja había demasiadas avispas y temían que se soliviantaran con la llegada del grupo. Plantaron sus dos tiendas, una al lado de la otra y, ya el primer día, consiguieron cazar un venado.
El clima era templado y tenían cerca varias corrientes de agua, que traían sus aguas de los ríos Papagayo, Huacapa, Ocotito, Zoyatepec y Jaleaca. Decidieron explorar toda la zona y descansar allí una temporada, antes de acercarse a la costa, que ya sentían cercana. Habia animales para proveerlos de comida, como conejos o tórtolas, y algunos venados, pero también abundaban las rapaces, como zopilotes, águilas, gavilanes y zorros, que a veces les arrebataban la comida y tenían que precaverse contra las víboras, aunque Sima sabía bien cómo combatir sus picaduras.
Todos estuvieron de acuerdo en celebrar un rito religioso al Sol y al Agua, dirigido por Tlamatín. Cuando Iyac y Chac descubrieron dos enormes grutas con manantiales, propusieron hacer allí un altar a los dos dioses, y acondicionaron unos refugios, por si necesitaban guarecerse. Llamaron a las cuevas Cacahuamilpa y Juxtlahuaca, admirados por la cantidad de túneles y salones que contenían. Allí cerca encontraron semillas de cacahuete, que recogieron, aunque no lo conocían. En la segunda cueva había demasiadas corrientes y el viento silbaba continuamente, por ello decidieron utilizar sólo la primera.
Pasaron allí el invierno y Chichiquili les contó junto al fuego nocturno, cómo sus antepasados habían conectado con los pueblos huaves, que acabaron por retirarse a la costa, junto al Golfo de Tehuantepec. Suponían que habría algún pariente suyo, porque se habían mezclado con los zapotecas y sabían que ahora vivían del maíz y del camarón.
La leyenda de sus salinas se había extendido por toda la costa, porque la sal era muy apreciada por todas las tribus, no sólo para cocinar, sino para conservar alimentos. Estaban seguros de encontrarse con ellos algún día, por lo que Sima les habló de sus costumbres y sus dioses. Yow era el Agua, Monteoc, el Rayo y el Relámapago. Teac, el dios Padre.
Chamilpa iba tomando nota de todo en sus vitelas, que iba guardando en una bolsa especial, impermeabilizada con hule. Los huaves señalaban sus asentamientos con una flecha de doble dirección: la derecha y el norte significaban el hombre. La izquierda y el sur, significaban la mujer y la lluvia. Durante el invierno, nació el hijo de Jalpa. Una niña, a la que impusieron el nombre de Yow (Agua), según el rito olmeca. No imaginaban lo útil que les resultaría este nombre, cuando llegaran a la costa occidental.
Pasado el invierno y con una buena provisión de comida, semillas y remedios, se pusieron en marcha hasta su destino final, la costa de Acapulco, lugar de carrizos. Por fin verían el mar de occidente.
El nombre de Acapulco se inspiró en la leyenda de los indios Yope: Acatl (Caña) se enamoró de la princesa Quihuitl (Lluvia), de una tribu rival. Al no poder unirse en vida, se unieron en la muerte, él convertido en carrizos y ella en nube de lluvia torrencial, que destrozó los carrizos y los cañaverales, para morir junto a su amado. Sima lloraba al contar la historia de los amantes, porque ellos también se habían visto repudiados por su tribu, a causa de su amor.
En su camino empezaron a encontrar pequeños grupos de cabañas, donde eran bien recibidos. Eran gentes sencillas y sedentarias, que sólo en contadas ocasiones se aventuraban a viajar hasta el mar. Les explicaron que seguía habiendo luchas entre huaves y zapotecas, por la ocupación de los terrenos costeros, donde la comida estaba asegurada.
Dos jóvenes se unieron a los viajeros. Se trataba de Yqualoca (Eclipse) y Zyun (Terremoto), dos hermanos que se sentían algo desplazados en su grupo. No habían conocido a sus padres y los cuidaba la anciana Mujer Sabia, desde que los encontró en una lobera. Sus rasgos eran diferentes, su nariz aguileña y su mandíbula casi cuadrada, su pelo negro y lacio y su altura llamaba la atención, pues superaban a hombres ya adultos, con sólo trece y catorce años. o esa era la edad que suponían.
Iyac los aceptó encantado en su grupo, pues eran fuertes y trabajadores y, sobre todo, alegres. La Mujer Sabia los había dejado ir con pena, aunque les dijo que descendían de una tribu a la que llamaban Colorados, por el color de su piel, y que encontrarían sus raíces algún día.
El grupo ya constaba de doce adultos y dos bebés. Al ponerse en marcha, Papálotl y Chamilpa anunciaron sus respectivos embarazos. A todos les pareció que era un buen augurio, pues se iban consolidando como una tribu. Se les ocurrió que podrían ponerse un nombre como tribu y, tras muchas deliberaciones y risas, concluyeron que se llamarían la tribu del Destino, Tonali, tomando así como protector al Destino.
Llegando ya a las playas del océano occidental, una mañana se encontraron con una escena, que los dejó asombrados y atemorizados a la vez: la pequeña Yow, que ya empezaba a dar sus primeros pasos, se acercó al mar diciendo que ella era Yow, el agua, como el mar. Varios pescadores se habían arrodillado ante ella y le presentaban ofrendas de mariscos y algunos peces pequeños. La niña reía encantada y palmoteaba al ver saltar en la arena algunos pececillos de colores.
Iyac se acercó lentamente, pero con decisión. Los pescadores la habían tomado por la hija de su diosa Yow, diosa del Agua. Tlamotín, como sacerdote, lo comprendió enseguida y decidió no desmentir esa creencia, que les podía ser de gran utilidad. También él e Iyac se arrodillaron ante la niña, que corrió a los brazos de su padre. El resto del grupo se quedó rezagado, mientras Tlamotín hablaba con los pescadores.
Éstos le dijeron que habían estado esperando la llegada de la diosa y que tenían preparado un templo para ella y una ciudad para sus seguidores. Guiaron a Iyac hacia una ciudad deshabitada, en cuya plaza central había un templo y una gran casa, rodeada de otras más pequeñas. Les dijeron que la diosa Yow había habitado el lugar hacía varias generaciones y que había prometido volver.
Así fue como la tribu Tonali se asentó en la costa de Acapulco, sin haber tenido que buscar un campamento ni construir un asentamiento. El Destino los había favorecido. Por ello hicieron un altar para Yow y otro para Tonali, dentro del recinto del templo, a los que hicieron ofrendas de tórtolas y de un venado, con cuya carne asada dieron un banquete a las familias de los pescadores, poco acostumbradas a la carne de caza.
La noticia del regreso de la diosa corrió por toda la región y empezaron a llegar mensajeros con regalos de telas, semillas, sal y algunas joyas para la pequeña Yow. Todo el grupo de la tribu Tonali se reunió, para decidir a qué actividades iban a dedicarse. Ya habían plantado las semillas que traían y se habían unido a los pescadores, que los instruían en el arte de la pesca y la recolección de marisco. Las gentes del lugar los apreciaban por su sencillez y su alegría y había buena camaradería entre todos.
Así pues, la tribu Tonali decidió dedicarse a la agricultura y a la caza, para completar la dieta de todos los habitantes de la zona. Los dos jóvenes Yqualoca y Zyun se emparejaron con dos jóvenes pescadoras, llamadas Tiat (Mar) y Maóla (Día), que eran hermanas. Así se fueron creando lazos familiares, que auguraban la prosperidad de la ciudad.
Algunas familias se fueron estableciendo en la ciudad y, con el tiempo, crearon un sistema de administración, dirigido por Iyac y Tlamatín, para que no hubiera injusticias entre ellos. Incluso construyeron una cancha en la zona más alta, para el juego de pelota, para el que los hermanos Yqualoca y Zyun parecían especialmente dotados. Fijaron unas reglas de juego, que perdurarían en el tiempo y que se irían mejorando.
La aventura de los jóvenes olmecas había tenido un final feliz. Cientos de años más tarde, la zona sería conquistada por las tribus del norte, los Colorados, que se extendían a una velocidad vertiginosa, y cuya cultura predominaría sobre todas las demás.
Enseguida los conoceremos más a
fondo.
EL DESEMBARCO. Alrededor del 700 d.c.
Cinco canoas se acercaban sigilosas a la costa. En ellas se
apiñaban hombres, mujeres y niños. Las largas y duras jornadas de huida les
habían obligado a mantener silencio y unidad; el frío, unido a la humedad del
mar, los mantenía acurrucados unos contra otros. El agotamiento iba haciendo
mella en los ánimos, máxime cuando ya habían perdido a tres niños y una mujer,
victimas de la inanición, y se habían visto obligados a echar sus cadáveres al
mar, lo cual no estaba aceptado por sus costumbres ancestrales.
Eran los únicos supervivientes de la gran masacre que había
sufrido su pueblo por parte de tribus salvajes del norte, que arrasaban,
incendiaban y mataban sin freno. Se decía que se comían el corazón de sus
víctimas, pero esto eran sólo rumores. O eso querían creer, porque nadie lo
había visto.
Los fugitivos se habían refugiado en las islas frente a la
costa Nayarit, totalmente deshabitadas. La vida en las islas era casi
imposible, por la escasez de alimentos y los enjambres de insectos, que habían
provocado la muerte de casi la mitad del grupo, incapaces de sobrevivir a las
infecciones causadas por mosquitos y escorpiones. Por eso decidieron embarcarse
de nuevo y acercarse a la costa continental, para encontrar un lugar donde
asentarse.
La desesperación casi se había apoderado de ellos, cuando
llegaron a las playas continentales. El lugar parecía desierto, pero no se
ocuparon de verificarlo, porque cayeron agotados sobre la playa. Empezaron a
despertar con los primeros rayos del sol. Desde la playa se veían grandes
extensiones de hierba y a lo lejos algunos bosquecillos de cedros, nogales y
chilte. Los niños empezaron a corretear, jugando con las olas. Llevaban
demasiado tiempo quietos y callados. Dieron gritos de alegría, cuando vieron
llegar al jefe del grupo, Paxtli (Heno) con una docena de aves ensartadas en su
lanza.
Su esposa Laumari (Madre) enseguida se puso a desplumarlas,
mientras otros hombres encendían una hoguera con las ramas ya secas que el mar
había arrojado a la playa. ¡Cómo echaban de menos sus hornos y sus fogones en
su patria natal! Había que conformarse con lo que tenían y por fin podían comer
carne fresca, después de tantas penalidades y de tener que comer pescado crudo.
Paxtli contó que había visto algunos venados entre las hierbas, correteando
despreocupados, lo que indicaba que no había seres humanos cerca.
Recogieron sus escasas pertenencias y se internaron por el
valle hasta un pequeño bosque de nogales. Allí recogieron bayas, por si les
faltaba otro tipo de comida y se asentaron en un claro entre los árboles.
Debían buscar un lugar donde guarecerse, porque no disponían de tiendas ni
mantas, sólo sus raídas chaquetas de piel. Hicieron un círculo con las canoas y
en el centro formaron un suelo mullido con ramas y hojas, para que, por lo
menos los niños, pudieran dormir.
La hija de Paxtli y Laumari ya tenía diez años y se ocupó de
los niños más pequeños. Era una niña formal y alegre. Se llamaba Haoka (Niebla)
y sabía como hacer reír a los niños con sus chistes y gestos. Pero también
sabía cómo hacerlos callar, cuando se barruntaba algún peligro.
El sacerdote Tlacot (Sacerdote) rezó unas plegarias al sol y
durante la cena, a base de bayas y verduras, decidieron entre todos que llamarían
a aquel lugar Xihutla (lugar donde crece la hierba) (actual Puerto Vallarta).
Los hombres empezaron a explorar el lugar y descubrieron desde lo alto de una
meseta que el mar formaba un pequeño golfo, donde podrían amarrar sus canoas,
sin que estuvieran a la vista, mientras ellos construían sus refugios,
apoyándose en las rocas, que ofrecían amplias oquedades, donde corrían algunos
manantiales. Desde allí podrían salir a cazar o bajar al mar a recoger
cangrejos, lapas y ostras, que había en abundancia.
El grupo estaba formado por veintiocho personas: ocho niños,
siete mujeres y trece hombres. Habían perdido tres mujeres y dos niños en el
camino y su primera tarea, después de elegir el lugar donde se asentarían, de
momento, fue construir una kiwa en lo alto
de la meseta, como monumento funerario. Como no tenían los restos de sus
compañeros muertos, colocaron cuencos de cerámica con flores secas y un fuego
que se mantendría encendido, para que los espíritus de los muertos supieran
dónde dirigirse, para proteger a los suyos.
Encargaron del cuidado del fuego al pequeño Itzam (Lagarto),
de nueve años, huérfano al que el sacerdote Tlacot había adoptado y al que
enseñaba los ritos y las costumbres ancestrales, haciéndole recitar todos los
días las palabras sagradas.
Poco a poco fueron construyendo sus kiwas, siete en total,
aprovechando las cuevas. Cada kiwa tenía una entrada, como un pasillo, a lo
largo de la cual colgaban las plantas que recogían y los cuencos de cerámica
que iban haciendo las mujeres. También se colgaban las pieles de los animales
que iban cazando. La piel más grande servía de cortina de entrada al pasillo.
El interior era de forma circular y en su centro se mantenía el fuego de cada
hogar, sobre el que había una abertura para la salida del humo. Esta abertura
era lo suficientemente grande, para que pudieran salir por allí, con ayuda de
una escala de cuerda.
Las mujeres eran muy hábiles trenzando cuerdas hechas con
lianas y con lino, cuyas semillas ya habían germinado. La tarea principal de
las mujeres era hacer canastas con cañas entrelazadas, que recogían en las
orillas del río Ameca, que recorría el valle. Tanto las canastas como la
apertura superior de la kiwa eran impermeabilizadas con resina de los árboles
de chilte.
El clima de Xihutla era húmero y templado y pronto se
acostumbraron a él numeraron las kiwas con el distintivo de cada familia. En la
primera vivían Paxtli, el jefe, su esposa Laumari, su hija Haoka y un hermano
de Laumari, más joven que ella, Centeotl (Maíz), que era el padrino de la niña,
según la costumbre familiar.
La segunda kiwa estaba ocupada por dos hermanos cazadores,
jóvenes y fuertes, que se encargaban de proveer al grupo a diario con carne
fresca y, a veces, pescado del río Ameca. Eran Mixcoatl (Cazador) y Tlatli
(Halcón). Ambos se habían acostumbrado a vivir solos y se preparaban su propio
desayuno y su comida, porque la cena solían hacerla en común con los demás.
Para ello habían acondicionado una cueva en lo alto de la meseta, donde
celebraban sus reuniones y desde donde se veía todo el panorama. Pudiendo, por
tanto, vigilar por su alguien se acercaba.
Desde la meseta iban formando terrazas de cultivo, donde ya
crecía maíz, lino, calabaza y cacao, en espera de otras plantas. Además, las
plantas autóctonas les proporcionaban guarnición para los guisos. Y eran los
niños los encargados de cuidar las plantaciones, su única obligación, además de
aprender todo lo que les enseñaban a diario, después de cenar, porque las
tradiciones y la historia de su pueblo no podían perderse.
La tercera kiwa fue para Tocortín (Sembrador) y su esposa
Tlanixte (Luz), con los que vivían sus dos hijos Tepeyolotl (Montaña) y Tonatiu
(Sol). Tocortín era quien había traído algunas semillas y había descubierto
otras plantas nutritivas como el chile, el jitomate o el quelite, así como
árboles frutales, como la ciruela, la papaya o el plátano. Él dirigía a los
niños en el cuidado de las nuevas plantaciones.
La cuarta Kiwa, en el centro, se destinó a la curandera
Coatlicue, que había adoptado a la pequeña Cuicani (Cantora) de ocho años,
huérfana, y a la que enseñaba sus artes medicinales. Todos los días salían
ambas al amanecer a recoger hojas y tallos de zacatechichi, para el sueño,
salvia, calmante y antiinflamatorio, peyote, analgésico, daga, para catarros y
picaduras, y otras. Después de recogerlas, las colgaban en el pasillo de
entrada y, una vez secas, las machacaban y guardaban en pequeños cuencos de
cerámica, bien señalizados con diferentes colores.
Coatlicue era muy querida por todos, porque su vida estaba
dedicada a ayudar a los demás. Pasaba noches enteras cuidando a los enfermos,
ayudaba en los partos y se ocupaba de preparar los cadáveres para la vida
posterior. Era buena amiga del sacerdote Tlacot, con el que compartía su saber
medicinal. También los dos niños Itzam y Cuicani se habían hecho muy amigos,
jugaban juntos y, a veces, Cuicani acompañaba a Itzam a vigilar el fuego en la
kiwa sagrada.
La quinta kiwa era bastante más amplia y hasta tenía dos
habitáculos separados, porque albergaba a más personas. De todas formas, cada
familia había hecho su kiwa a su gusto. Allí vivía la matriarca de la tribu,
Tene (Madre), cuya voz se escuchaba en las reuniones, antes que la de ningún
otro, porque todos reconocían su experiencia y sabiduría. Su hija Kipa (Mujer)
y su esposo Huexotzina (Sauce), la pequeña Mizquitín (Espejo de cristal) y los
dos niños gemelos, Jaleb (Iguana) y Xowyotzin (Joven). Se consideraba un favor
de los dioses el nacimiento de gemelos, sobre todo si eran niños. Por ello, la
familia era muy considerada. Incluso algunos decían que se habían salvado
gracias a los gemelos.
La sexta kiwa estaba habitada por dos parejas y el
hechicero, hermano de las dos mujeres. Era la única familia en la que se habían
salvado tres hermanos: Naualli, que seguía las enseñanzas de su padre muerto,
que era también hechicero, y protegía la herencia matriarcal de sus hermanas
Iqualoca (Eclipse) e Itztetl (Roca). Ambas se habían casado en la isla a la que
habían huido, con los jóvenes Zyun (Terremoto) y Tonali (Destino) y ambas
esperaban un bebé para las mismas fechas. Como decía la costumbre, Naualli
sería el padrino y protector de los bebés, por encima de la autoridad del
padre, e incluso les daría nombre, cuando nacieran.
La séptima kiwa era la última, situada junto a la kiwa
sagrada, para cerrar el círculo protector sobre la tribu. Allí vivían el
sacerdote Tlacot y su ayudante Itzam. Sólo tres jóvenes del grupo no habían
querido construirse una kiwa. A pesar de las recomendaciones de Paxtli y
Tlacot, acomodaron una amplia cueva con manantial propio y que se comunicaba
por una galería con el recinto donde todos se reunían a cenar y a tomar
decisiones.
Se comprometieron a tener siempre encendido el fuego para la
cena e incluso cavaron en un lateral un horno para asar bajo tierra los grandes
trozos de pescado aderezados con chile y tomate. Así volvían a tener parte de
su vida perdida, que poco a poco irían recuperando. Los tres jóvenes amaban la
libertad y, de momento, no estaban dispuestos a someterse a ninguna de las
mujeres, hasta que no encontraran la suya propia. Eran Beezye (Jaguar), Tevarí
(Abuelo Fuego) y Wakul (Cielo).
Beezye
era ágil y bueno para la caza por lo que solían unirse a Centeotl y Tlatli en
la caza, sobre todo, cuando se alejaban del grupo de kiwas durante más de un
día. Tevarí se ocupaba de tener siempre leña cortada y mantener el hogar a
punto. Solía cocinar un nuevo tubérculo que había descubierto Tocortín, la
patata, nutritivo y que a todos gustaba como complemento en la comida del
mediodía. Solía decir que le gustaba el fuego, porque era su protector y por
eso llevaba su nombre.
En cuanto a Wakul era más tranquilo y dedicaba su tiempo a
hacer grabados en la roca y a observar el cielo y las estrellas. Lo primero que
grabó fue el nombre de la tribu de Xihutla con jeroglíficos rodeados de matas
de hierba, que coloreó con jugo de la propia hierba de al lado, por petición de
Beezye, grabó un jaguar, que parecía proteger la propia cueva, y lo pintó con
colores negro y ocre. Era tan real, que aparentaba estar en movimiento.
Una noche después de cenar, mientras Naualli enseñaba a los
niños, todos los demás pidieron a Wakul que les contara lo que observaba en el
cielo y él estuvo encantado. Llevaban allí tres estaciones y se acercaba la
estación fría. Wakul había observado dónde caía el sol y lo había relacionado
con el clima. Había pintado diferentes rayas sobre la roca, para señalar el
paso de los días. Era casi como un calendario solar y ya tenía preparado el último
cuarto, para señalar la estación fría.
Todos estaban admirados ante la capacidad de observación del
joven, de apenas dieciocho años, desde entonces, Wakul se dedicó con más
interés aún a su tarea, sobre todo cuando los gemelos Jaleb y Xowyotzin demostraron
su fascinación y su habilidad para el grabado y cuando Wakul les prometió
tenerlos como aprendices.
Era la primera estación fría que pasaban en su nuevo hogar y
todos se afanaron en almacenar recursos, porque no sabían si podrían salir a
cazar, pescar, o si sus plantaciones resistirían el frío. Ese primer año les
serviría de experiencia para el futuro. Recogieron todas las bayas que pudieron
y las guardaron en dos grandes cerámicas, que confeccionaron entre todos.
Ya habían comprobado que las frutas, como plátano, papaya y
ciruela, podían mantenerse bastante tiempo, si se cocían y envasaban al vacío.
Y eso hicieron. Con la carne y el pescado decidieron ponerlo en salazón, pues
disponían de abundante sal en su playa. Luego lo guardaron todo en una de las
cuevas, por su frescor y su poca exposición al sol. Todo estaba preparado.
Pero el frío no fue tan intenso como esperaban, la nieve fue
escasa y la lluvia, aunque torrencial, no destrozó sus plantaciones. Pudieron
salir de vez en cuando y la vida siguió con un ritmo casi habitual.
Cuando ya las lluvias empezaban a remitir, un día se acercó
al grupo de niños que jugaban una pareja de guajalotes de un reluciente color
negro. A los niños les hicieron gracia y, cuando volvían a casa para comer, los
dos guajalotes los siguieron, como si formaran parte del grupo. Al verlos, la
matriarca Tene impidió que nadie los espantara. Ella los conocía y sabía lo
provechosos que podrían ser para los suyos. Los dejaron acercarse a sus
plantaciones y que comieran algunos granos de maíz. La idea era mantenerlos con
ellos y que se reprodujeran. Serían una fuente alimenticia importante y segura.
Efectivamente, enseguida empezaron a nacer polluelos y la
familia de guajalotes decidió instalarse en la kiwa sagrada. Les pareció que
era una señal de los dioses y les dejaron poner allí su nido.
La vida siguió y la tribu de Xihutla se fue acostumbrando a
su hogar, que les parecía un paraíso natural. Nacieron tres bebés, tres niñas.
Las dos primeras, primas entre sí, nacieron con sólo unos días de diferencia.
Fueron atendidas por Coatlicue y se les impusieron los nombres de Cántico
(Hogar), a la hija de Iqualoca, y Tonantzin (Ley), a la hija de Itztetl. Era
importante que nacieran niñas, para que la tribu no se extinguiera y para que
se perpetuaran las leyes matriarcales. Un mes más tarde, nació otra niña, hija
de Tlanixte, sana, hermosa y morena, como las otras dos niñas. Su nombre fue
Teoxohuitl (Turquesa), porque, inexplicablemente para todos, tenía los ojos
color turquesa. Tlacot dijo que ya había habido otros precedentes en los
antepasados de su pueblo.
Hicieron una ceremonia de nacimiento para las tres niñas.
Era importante para que su vida fuera feliz y fructífera. Nada más nacer, el
padre enterraba la placenta en un hoyo
profundo junto a la kiwa. El cordón umbilical era enterrado junto al fuego del
hogar. (Si hubiera sido niño, se lo debían entregar a un guerrero). En la
ceremonia religiosa, el padre cogía en brazos al bebé, que acababa de ser
bañado con su madre en el temascal, un baño de vapor, que casi todas las kiwas
tenían junto a la entrada. Con el bebé en brazos, decía el día y la hora
exactos del nacimiento, dato que el sacerdote apuntaba en el templo de los
antepasados, grabándolo en la roca. Después de las oraciones, se celebraba un
banquete para toda la tribu.
La
alegría era desbordante. El pequeño Itzam subió a la kiwa sagrada, para vigilar
el fuego y entonces le pareció ver una sombra en el bosque cercano. Itzam bajó
corriendo, para alertar a los suyos y los hombres cogieron sus armas de caza y
subieron a la kiwa, aprovechando la oscuridad. Todos iban en silencio, para no
alertar al forastero. Estaba junto a una pequeña hoguera, con un abrigo de piel
largo y el pelo atado con una cinta roja. No parecía haber oído a los
cazadores, mientras lo rodeaban. Se levantó, extendiendo las manos, en señal de
paz y señaló hacia un pequeño claro, donde se podía ver un bulto tapado con una
manta. Debajo de la manta había una mujer con un bebé en brazos.
El
hombre se identificó como Yacatecutli (Comerciante), era de edad madura y de
una delgadez extrema. La joven, totalmente extenuada, era su hija Metztli
(Luna) y su bebé, un varón, se llama Tiat (Mar). Llevaban bastantes días sin
comer y confesó que había cogido dos patatas del huerto más cercano, para
asarlas y comer algo él y su hija. Paxtli sonrió ante la honradez del hombre y
los invitó a compartir su cena y su kiwa. Tuvieron que ayudar a la joven
Metztli, porque la debilidad apenas le permitía caminar. También ella llevaba
el pelo atado con una cinta roja, igual que su bebé.
Llegaron
al lugar del banquete, donde todos estaban expectantes y a la vez temerosos.
Con pocas palabras, Paxtli explicó la situación a su gente. Cuando hubieran
comido y descansado, ya habría tiempo para preguntas y explicaciones. La joven
comió un poco de carne y se quedó dormida, acurrucada junto al fuego. El bebé
fue amamantado por Tlanixte y también se quedó dormido. Lo colocaron en una
piel junto a su madre.
El
hombre no parecía tener sueño. Comió con más ganas que su hija y Cuicani le
preparó una infusión de zacatechichi, para que tuviera un sueño tranquilo. Aún
así, pasó todavía un buen rato, durante el cual empezó a contar su historia. Al
fin lo venció el cansancio y se tumbó junto a su hija y su nieto, mientras los
demás abandonaban el lugar en silencio.
LOS VISITANTES
El relato de Yacatecutli interesaba a todos, por ello empezó
hablando de su oficio y de sus orígenes en las veladas diarias, tras la cena.
Tanto él como su hija recuperaban su energía a ojos vistas. Metztli ya podía
amamantar a su bebé y se reunía con las otras madres, porque el hecho de la
lactancia era considerado casi como un ritual.
Era comerciante y había recorrido gran parte de la costa
central del océano occidental. Su tierra de origen era Aztlán, tierra de garzas
o lugar de la blancura, color de las plumas de la garza. Las leyendas decían
que su gente había nacido en los intestinos de la tierra, a través de siete
cuevas en Chicomostoc, en las tierras coloradas del norte.
Uno de los niños le preguntó si era por eso por lo que llevaban
una cinta roja en el pelo. Metztli, sonriendo, se quitó la suya y se la regaló
a Mizquitín, la hija de Kipa, que se la puso, después de pedir permiso a su
madre. Los dos visitantes habían sido convencidos para que se quedaran a vivir
en Xihutla y habían aceptado. Hasta que se construyeran su propia kiwa, vivían
en la kiwa de la curandera Coatlicue. La pequeña Cuicani estaba encantada con
el bebé Tiat y solía cantar para que se durmiera.
Los habitantes de Aztlán habían bajado hasta la desembocadura
del río Mezquital, en Mexcaltitán, por orden del dios Huitzilopochtli, para que
buscaran mejores tierras. Los guiaba el dios Mixtli, dios de los muertos, quizá
una personificación del jefe Tenoch. Habían pasado por Sinaloa, región
desértica habitada por chichimecas. Allí vivieron, respetando la Naturaleza y
sufriendo los desbordamientos de varios ríos y, poco tiempo después, siguieron
su viaje hacia el sur, obedeciendo la orden del dios. No eran bien aceptados
por otros grupos tribales, porque sus costumbres resultaban bárbaras, ya que
solían comer carne cruda, obligados por la necesidad.
Todos escuchaban la historia de los aztlanes con interés y,
a veces, con miedo. Así que Yacatecutli empezó a narrar sus aventuras como
comerciante, dejando para otra ocasión la historia de su pueblo. Solía recorrer
toda la costa, pero también el interior. Llevaba siempre con él a su hija,
porque la madre había muerto en el parto. De modo que ambos conocían varias
lenguas y sus variantes. Las mercancías consistían en telas, adornos y joyas. Y
las cambiaban por pieles y comida, aunque eran bien recibidos en todas partes y
nunca les faltaba una comida caliente.
Habló de su paso por Mazatlán, lugar de grandes playas de
arena blanca y clima cálido. La “tierra junto a los venados” vivía del mar y
sus principales habitantes, los Totorames, se ocupaban de la pesca, incluso en
alta mar, con redes, y tenían su territorio entre los ríos Piaxtla y el de las
Cañas. Por la bondad de su clima, no se habían planteado el curtido de las
pieles, a pesar de que a veces cazaban animales terrestres. Siempre en lucha
con la tribu de los Xiximes, los Totorames se asentaron en la ciudad de
Chiametlám, dedicándose a la recogida de camarones, almejas y ostiones y, sobre
todo, de sal. Yacatecutli había cambiado muchas veces sus pieles por bolsas de
sal, que empezaba a ser muy apreciada. También compró mantas finas de algodón
con dibujos de vivos colores. Una de ellas era la que llevaba su hija Metztli.
La matriarca de Xihutla, Tene, recordaba algunas de las
historias que contaba el azteca, por haberlas oído a sus padres. Pidió a
Yacatecutli que les enseñara la mejor forma de conseguir sal pura de la que él
traía dos saquitos. Él accedió encantado, deseando aportar algo a aquella tribu
que los había acogido, cuando se hallaban en condiciones extremas. Había temido
por la vida de su hija y de su nieto, que eran sus verdaderos tesoros.
Enseguida se organizó una partida para trasladarse a la
playa. En ella participaron casi todos, excepto las madres de los bebés
lactantes, los cazadores y el grabador. Yacatecutli pidió que llevaran los
cuencos más grandes que tuvieran. Y empezó el proceso. Llenaron todos los
cuencos disponibles con agua del mar. Los niños se lo pasaron en grandes,
llevando cuencos pequeños para rellenar los grandes y hacían competiciones para
conseguir más que los demás. Tevari les había prometido un premio especial para
el ganador.
Gracias al sol y al viento, el agua se evaporó en dos días y
empezaron a aparecer los cristales de sal. Lo siguiente sería llevarlos cerca
de un manantial de agua pura, así que volvieron al asentamiento con la sal en
los cuencos pequeños. El mejor manantial era el de la cueva donde vivían los
tres jóvenes, así que colocaron los cuencos de sal en la entrada y volvieron a
llenar los grandes con agua limpia y clara. El proceso se repitió dejando que
el sol y el viento evaporaran el agua. los cristales de sal se veían ahora más
brillantes y reflejaban la luz del día con colores vivos.
Aún debía repetirse el proceso por tercera vez, para
eliminar las últimas impurezas. Esta vez colocaron la sal en algunos de los
cestos empleados para la recolección de plantas y bayas y volvieron a echar
agua clara y limpia. Cuando se evaporó, los cristales eran más finos y casi transparentes.
Entonces Tacatecutli y su hija los machacaron hasta que quedó un polvo fino y
blanquísimo.
Las mujeres estaban emocionadas al recibir su saquito de sal
para su propia kiwa. Les parecía un tesoro, aunque Yacatecutli se reía a
carcajadas, diciendo que en cualquier momento podrían repetir la experiencia y
conseguir toda la sal purificada que quisieran. Él mismo pensaba volver a
comerciar con sus raciones de sal. Así se lo planteó a su hija, pero ella no
parecía animada a volver a sus viajes y pronto descubrió el porqué.
Durante el tiempo que los demás habían estado en la playa,
Metztli y Wakul habían pasado muchas horas juntos. Wakul le explicaba cómo se
inspiraba para hacer sus grabados y cómo conseguía los colores. Metztli le
escuchaba ensimismada y más aún cuando le mostraba las estrellas y luego lo
reflejaba en la roca. Incluso le había dibujado una estrella en la cinta roja
del pelo del pequeño Tiat. Todos se dieron cuenta de que había surgido algo
entre ellos y Wakul lo confirmó, aunque Metztli tenía vergüenza de reconocerlo.
Yacatecutli pidió a Tlacot que bendijera la unión de Wakul y
Metztli y realizara los rituales de boda. La novia quería realizar el ritual
azteca y su padre dijo que pediría permiso a la comunidad de Xihutla. Así pues,
se reunieron todos tras la cena en la cueva de Wakul y plantearon el tema.
Aunque nadie había preguntado, le pareció oportuno contar cómo había concebido
Meetztli a Tiat. Al salir de Chiametlán, en lo que sería su último viaje
comercial, se dirigieron a Anchén (Pueblo Viejo) en Izquinapa. La gente vivía
en chozas de barro, que renovaban anualmente, incluso cambiando de lugar, para
evitar la lucha constante con los Xiximes. No se preocupaban demasiado por la
comida, porque muchos de ellos tenían patos y jabalís en los arroyos y bosques
cercanos. Además, disfrutaban de dos cosechas al año, porque la madre tierra
era generosa. Explotaban sus minas de oro, con el único propósito de cambiarlo
por bienes más necesarios, como pieles o semillas de nuevas plantas. Apreciaban
también el raro ámbar, procedente de las regiones heladas del norte, y del que
Yacatecutli conservaba un collar y unos pendientes.
Una noche el poblado fue atacado por un grupo de Tepehuanes,
que quemaron las chozas y mataron a casi todos. Metztli y otras dos jóvenes
fueron raptadas, con la intención de venderlas. Yacatecutli había salido al
monte a buscar plantas y cuando volvió, se encontró sólo con la desolación y
sin rastro de su hija. Salió tras las huellas de los asesinos y vio varios cadáveres
en el bosque: una pareja de pumas había vengado a los pacíficos Totorames,
dejando su rastro de muerte. Enloquecido se puso a buscar a su hija y entonces
oyó un leve quejido. Encontró a las tres chicas entre unos árboles. Las habían
violado, golpeado y luego abandonado a su suerte, al ver llegar a los pumas.
Una de ellas había muerto, Metztli y la otra estaban ensangrentadas por la
paliza que habían recibido, pero vivas.
Dando gracias a los dioses, Yacatecutli las curó y les
preparó una infusión de plantas tranquilizantes y sedantes. A pesar de sus
cuidados, la otra joven murió, porque tenía un fuerte golpe en la cabeza. Con
su hija en brazos, Yacatecutli tomó el camino de Tepic, un poblado interior,
sedentario, que vivía de sus cultivos en terrazas desde tiempo ancestral y que
no sabían nada de lo sucedido en la costa. Metztli pudo descansar y recuperarse
y descubrió que estaba embarazada. Las gentes de Tepic los convencieron para
que se quedaran hasta que naciera el bebé. Después volvieron a ponerse en
camino hasta que encontraron a la tribu de Xihutla.
Cuando acabó su relato, Wakul se puso en pie y prometió ser
el padre del pequeño Tiat y un digno esposo para Metztli. La emoción embargaba
a todos y entonces, Kipa, como mujer práctica, dijo que era hora de hacer los
preparativos para la boda. Las costumbres aztecas exigían que fueran los padres
del novio los que pidieran a la novia. Como Wakul no tenía padres, se
ofrecieron a cumplir esa misión Tocortín y Tlanixte y Wakul pasó a vivir a su
kiwa con sus nuevos padres y sus tres nuevos hermanos. Le gustó la vida
familiar, más que la que había llevado hasta ahora. Tuvo que escuchar los
consejos de Tacortín, sobre cómo tratar a una esposa aunque no estuviera de
acuerdo en algunos puntos. Por su parte Metztli siguió viviendo con la
curandera Coatlicue, mientras su padre construía, ayudado por todos, una kiwa
para la nueva pareja.
El siguiente paso era llevar en procesión a la novia,
acompañada por todas las mujeres, hasta la casa del novio, donde éste, con los
demás hombres, la recibía con incienso y hachas encendidas. Como no cabían
todos en la kiwa, Tlanixte y Tocortín pusieron su fuego del hogar junto a las
plantaciones y allí empezó la ceremonia. El sacerdote Tlacot y su ayudante
Itzam colocaron una estera nueva, fabricada por la novia, frente al fuego del
hogar. Allí se sentaron los novios, mientras todos los demás, también sentados,
formaban un círculo a su alrededor. Los novios llevaban una cinta roja en el
pelo y Tlacot ató ambas cintas juntas. Los novios dieron siete vueltas
alrededor del fuego. Al terminar cada vuelta se intercambiaban un regalo, para
su casa común.
Por último, se celebró el banquete, que Tevari había
preparado en la cueva donde cabían todos. Como fiesta especial, se preparó una
buena cantidad de zumo de maguey para todos, y a los novios se les ofreció
entre risas una bebida de rosa de brujas, un afrodisíaco.
El sacerdote Tlacot guió a los novios hacia su nuevo hogar y
les hizo esperar en la entrada. Era su cometido preparar los lechos para ellos,
uno para el novio, cubierto de plumas y otro para la novia, en cuyo centro
colocó una piedra preciosa, una turquesa. Los invitó a entrar y les dijo lo que
ya sabían: debían pasar cuatro días aislados y en ayunas. Pasados los cuatro
días, les darían un banquete, durante el cual, los nuevos esposos ofrecerían
sus regalos a todos los invitados. Wakul
había preparado pequeñas cerámicas grabadas por él con jeroglíficos, para los
hombres. Metztli había preparado cintas rojas con diferentes dibujos para las
mujeres.
Viendo a su hija feliz, a Yacatecutli le volvió el gusanillo
de los viajes y la aventura y se preparó para partir de nuevo. Esta vez iría
solo. Y se sorprendió cuando vio llegar con sus mochilas preparadas al
hechicero Naualli y al joven Tevarí, pidiéndole que los dejara acompañarle. Una
profunda sensación de amistad y de gratitud le recorrió el estómago y, haciendo
esfuerzos para retener las lágrimas, les dijo que sí. Se alegraba de tener
compañía, porque ya se sentía algo mayor. Así que salieron para una nueva
aventura.
Beezye se quedaba solo en la cueva de las reuniones. No dijo
nada, pero echaba de menos a sus dos amigos y sus compañeros de caza Centeotl y
Tlatli se dieron cuenta enseguida. Le invitaron a vivir con ellos en su kiwa y
Beezye aceptó rápidamente. Sospechaba que no tardaría mucho en abandonarlos
Ceteotl, porque se había enamorado de Mizquitín, la hija de Kipa y al atardecer
todos podían ver a la pareja pasear por las plantaciones charlando
animadamente.
Las plantaciones se habían extendido casi hasta la playa y
en la parte más alejada, habían construido una cabaña de barro, al aire libre.
La usaban cuando bajaban a la playa a recoger marisco o a preparar sal. Allí
almacenaban grandes cuencos de cerámica para la primera fase del preparado, así
no tenían que subir y bajar con ellos, como la primera vez, cuando Yacatecutli
les enseñó el proceso.
En uno de sus paseos Centeotl y Mizquitín llegaron hasta la
cabaña y se encontraron una sorpresa. Se oía el débil llanto de un bebé.
Entraron con sigilo, porque esperaban ver a alguien más, pero no había nadie:
el bebé estaba solo, envuelto en una mantita fina. Recorrieron los alrededores
y no apareció nadie. Así que cogieron al bebé y fueron directamente a la kiwa
de la curandera Coatlicue, que avisó al sacerdote Tlacot y al jefe Paxtli.
Enseguida organizaron una amplia batida de inspección por todos sus terrenos,
sin encontrar rastro alguno.
Lo que estaba claro para Paxtli era que eran vulnerables,
pues ya por segunda vez alguien entraba en sus tierras y no se enteraban. Era
necesario construir un muro protector y designar un turno de guardia. No
estaban acostumbrados a tantas precauciones, porque eran gente pacífica y
habían vivido plácidamente desde el desembarco que puso fin a su odisea. Las
guardias fueron de dos hombres, para que uno de ellos avisara a los demás en
casos de emergencia. La primera guardia la hicieron Paxtli y Tlatli, que tenía
vista de halcón, como su nombre indicaba.
Los demás, hombres y mujeres, empezaron a construir el muro,
rodeando todas las kiwas, incluyendo la kiwa sagrada. Seguían preguntándose
quién sería el bebé y cómo había llegado hasta ellos. De momento lo cuidaban
Coatlicue y Cuicani, hasta que decidieran asignarlo a una familia y darle un
nombre.
Ajenos
a todas las novedades, los tres viajeros caminaban hacia el sur, siguiendo la
costa, en lo posible, y acampando al aire libre. Llevaban en sus mochilas
varios saquitos de sal, granos de cacao, que aún servían como moneda de cambio,
mantas finas y unos cuantos trocitos de oro, que Yacatecutli había repartido entre
los tres. Los había recogido en Tepic, cuyos habitantes se los habían regalado
con motivo del nacimiento de su nieto Tiat. Ahora podrían serles útiles para el
comercio en las tierras del sur.
Su
intención era llegar hasta la región de Colima, donde había oído decir que
vivía un grupo de olmecas, descendientes de los primeros que habían llegado a
Chilpancingo y a Acapulco. Tenía curiosidad por saber algo de su cultura, que
muchos relacionaban con la azteca, sobre todo con la de los primeros pobladores
de Aztitlán. Se decía que provenían del otro océano y que habían fundado una
magnífica ciudad en la sierra de las Tuxtlas. Pero todas estas historias se
perdían en la noche de los tiempos.
Naualli escuchaba con atención. Tenía como un sexto sentido
para captar detalles, que a otros les pasaban desapercibidos y solía sacar
conclusiones acertadas. Por eso le llamaban hechicero, porque con su lógica
aplastante, adivinaba casi siempre lo que iba a suceder y las intenciones de
los demás. Él solía sonreír, pensando que no tenía ningún don especial, sólo el
de la observación.
Mientras tanto, en Xihutla, se celebraba la boda de Centeotl
y Mizquitín, según el rito azteca, por deseo de la novia. A la vez se impuso
nombre al bebé encontrado, al que la pareja había adoptado, porque ellos lo
habían encontrado. Lo llamaron Kaluh (Extranjero), con la idea de cambiarle el
nombre, cuando consiguieran averiguar su origen. Se habían construido varias
kiwas monte arriba, de modo que la kiwa sagrada quedaba ya casi en el centro
del poblado. La de Ceteotl y Mezquitín estaba kmuy cerca de la de sus padres y
era mucho más amplia. Ahora las construcciones se ampliaban hacia el interior
de la roca y se las dotaba de varias estancias.
4.- NUEVOS CONTACTOS
Hasta el momento, el viaje había sido tranquilo. No habían
encontrado a casi nadie, sólo ocasionalmente a algún campesino, con el que
compartían su comida. Se aproximaban a una zona de cerros y montañas de poca
altura. Hacía calor y el cielo no presentaba señales de lluvia. Por tanto,
acamparon junto a un arroyo, que recibía sus aguas del río Tomatlán. A lo lejos
se veían pequeños bosquecillos de pinos, robles y encinas. Yacatecutli pensaba
explorar la zona y, si era posible, hablar con la gente, porque le llamaba la
atención cualquier término lingüístico relacionado con Atitlán, como el nombre
de Tomatlán.
Estaban recogiendo los restos de la comida, cuando vieron
acercarse tímidamente a un hombre. Por signos les pidió algo de comida y Tevari
le sirvió en un cuenco un poco de carne con verduras, aún caliente. Comía con
tanta hambre, que no habló ninguno hasta que acabó. Y pidió más. Tevari volvió
a servirle, añadiendo esta vez una patata. Cuando acabó de comer dio las
gracias con una reverencia y explicó quién era. Se llamaba Kakal y era
campesino. No tenía nada ni dónde ir. Todos sus cultivos y los de sus vecinos
habían sido asolados por una plaga de langosta. Cuando empezaban a recuperarse,
aparecieron dos jaguares y la gente huyó a las montañas. Se había quedado solo
y sin familia.
De camino a Tecuan, iban curtiendo y preparando las pieles
que habían adquirido. Hasta pasar la zona, tenían que acampar fuera de los
bosques y en terreno bajo, porque las cimas estaban pobladas por jaguares. De
ahí venía el nombre de Tecuan = fiera. De noche se quedaba de guardia uno de
los cuatro y rodeaban su campamento con hogueras, porque más de una vez habían
visto los ojos brillantes de las fieras, observándolos desde la oscuridad.
Así llegaron a Cihuatlán = lugar de mujeres hermosas. La
ciudad estaba situada en las márgenes del río Marabasco. Yacatecutli tenía gran
interés: otro nombre relacionado con Aztlán. Recibió su nombre por la
diferencia estadística entre hombres y mujeres: sólo un 4% de hombres.
Lo primero que les llamó la atención fueron los petroglifos
y los adornos con figuras de monos de barro, adornados con perlas y oro, y con
collares de cuentas metálicas. La ciudad tenía excelentes construcciones de
ladrillo y estuco, de poca altura. Destacaba entre ellos una especie de
palacio, en el centro de la ciudad, de gran amplitud, sobre el que se
reflejaban los rayos del sol, dando a la decoración tonos rojos y dorados.
Había parterres con verdolagas, palmeras y mangos, a cuya
sombra se reunían algunos corrillos de personas charlando animadamente. A lo
largo de una avenida, habían colocado tenderetes, donde se vendían y compraban
todo tipo de mercancías desde comida recién cocinada hasta joyas de oro,
colgantes de perlas o collares de cuentas metálicas.
Recorrieron el mercado. Tevari, oliendo y a veces probando
guisos desconocidos para él y, por supuesto, preguntando la receta y los
ingredientes, de los que compraba algunos, para preparar luego sus platos.
Mientras, los demás vendían todas las pieles que llevaban a cambio de joyas.
Kakal hablaba con unos y otros, acumulando información sobre los caminos del
sur y sus gentes.
El encuentro fue tan fortuito como inesperado. Un hombre de
gran estatura se abalanzó sobre Kakal y lo abrazó efusivamente. Las lágrimas
corrían por las mejillas de ambos y se atropellaban las palabras con todas las
preguntas que ambos se hacían. Detrás de ellos esperaba una mujer joven muy
delgada. Cuando la vio, Kakal seguía llorando: era su hermana pequeña, a la que
creía muerta. Se apartaron del gentío y se sentaron a la asombra de un encino.
Enseguida se acercaron Yacatecutli y Naualli. Kakal los presentó. Se trataba de
su hermana Xilonen (Maíz) y su cuñado Hanuha (Luna). Mientras Tevari se
acercaba con cuencos de comida para todos, Xilonen contaba cómo habían escapado
de la plaga y se mantenían vivos gracias a la fortaleza de Hanuha, que la había
llevado en brazos casi todo el viaje. Pretendían viajar al sur. Kakal miró
suplicante a Yacatecutli, que sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Los
aceptarían en el grupo, porque ya consideraban a Kakal como de la familia.
Yacatacutli
recordaba los tiempos en que viajaba solo con su hija y se alegraba de que su
grupo fuera más numeroso, porque cada uno tenía una habilidad útil para todos;
por ejemplo, Xilonen sabía tallar el oro y las piedras preciosas,
convirtiéndolos en verdaderas obras de arte, que multiplicaban su valor. Hanuha
hacía pequeñas figuras de madera de cedro, representando animales, flores o
personas. Formaban ya un grupo compacto y bien avenido. Por las noches, Hanuha
contaba historias y leyendas. Yacatecutli y Naualli absorbían toda la
información y preguntaban por costumbres, tribus, pueblos y características
geográficas. Una noche, Naualli preguntó por la leyenda de las amazonas. Hanuha
contó la historia encantado.
Las
amazonas provenían del sur, de la zona llamada Amazonia, que se extendía por
toda la cuenca del río Amazonas, que desembocaba en el océano oriental.
Dominaban todo el territorio, hasta que se vieron obligadas a emigrar hacia el
norte, cuando los tiempos del matriarcado tocaban a su fin. Hacía más de tres
mil años y se fue estableciendo el patriarcado. Se establecieron en Cihuatlán,
donde construyeron una ciudad. Ésas eran las casas que habían contemplado y el
edificio que les pareció un palacio, era la residencia de su reina. Adoraban a la
Diosa Madre, que les concedía la fertilidad y le habían construido un templo,
que llamaron Cerrito de la Cal, porque se asentaba sobre minas de hierro y
sílice.
Lo
más curioso eran sus costumbres de apareamiento. Sólo aceptaban hombres,
preferiblemente extranjeros, una vez al año y durante un mes. Su única
obligación era fertilizar a las amazonas. Una vez cumplida su misión, eran
expulsados de la ciudad y se les prohibía volver. A veces se trataba de
prisioneros, que cogían en sus expediciones de guerra, sobre todo si eran
valientes. Se quedaban con los jóvenes fuertes y mataban a los demás, aunque
respetaban a las mujeres y niñas. La primera en elegir compañero era la reina y
luego las sacerdotisas.
Los
bebés que nacían eran separados por sexo. A las niñas se les daba una exquisita
educación, guerrera y religiosa, apenas empezaban a andar y hablar y se
especializaban, según sus gustos y aptitudes, en las actividades de la tribu,
como la caza y el arte de la escritura y la pintura, así como en la talla de
conchas, corales, oro, cobre o níquel.
Los
niños eran examinados con detenimiento. Los que parecían débiles eran
eliminados sin contemplaciones. Los más fuertes eran seleccionados por su
belleza y perfección física y pasaban a ser sirvientes de las familias. A la
mayoría se les rompía una cadera o un hombro, para que fueran conscientes de su
inferioridad con respecto a las mujeres. De todas formas, tenían un status
superior al de los prisioneros de guerra, que eran utilizados para la función
reproductora y expulsados o condenados a las minas de hierro, cobre o níquel.
Las
niñas eran de todas. Nadie reclamaba a una niña como hija propia. Cuando una
mujer ya no era fértil, se la consideraba anciana y se dedicaba sólo a la
enseñanza de las pequeñas y a preparar la comida comunitaria. La sociedad
matriarcal de las amazonas estaba muy jerarquizada y sólo se subía de nivel
jerárquico, cuando se habían hecho suficientes méritos. Se decía que cada
guerrera era capaz de enfrentarse a diez enemigos y vencerlos.
Todos
estaban admirados de las historias de Hanuha y se quedaron aún más asombrados,
cuando contó que las amazonas sólo tenían un pecho. El otro lo atrofiaban desde
niñas, para que no les estorbara al manejar el arco. De ahí provenía su nombre:
a + mazon = sin pecho, algo que habían tomado de la cultura prehelénica,
catorce siglos anterior a la civilización, a partir de las famosas amazonas,
que habían luchado en la guerra de Troya y habían sido vencidas por Aquiles. Su
última reina había sido Pentesilea y de ella había tomado su nombre la reina de
las amazonas en Cihuatlán. También habían puesto su nombre al río Amazonas y a
toda la cuenca amazónica.
Hanuha
terminó su relato, del que iba tomando nota Naualli. Aún estaban en la ciudad
de Cihuatlán, donde Yacatecutli había hecho amigos y había logrado vender casi
toda la sal que llevaban, además de las joyas talladas por Xilonen. Ella se
había fijado en la rara decoración de algunas paredes, donde se veían círculos
concéntricos. Habló de ello con Naualli, que llegó a la conclusión de que eran
una evolución de la espiral que utilizaban los olmecas de la época preclásica,
para representar el infinito.
Casi
treinta días más tarde de su llegada a Cihuatlán, decidieron reiniciar su
viaje, esta vez hacia Tuxcacuesco, en la sierra de Amula. Rápidamente se dieron
cuenta de que la región estaba en guerra, pues por todas partes se veían
guerreros entrenando. Kakal se ofreció a entrar en el poblado y recavar
noticias. Sólo encontró mujeres, niños y ancianos, pues los hombres sólo se
dedicaban a la guerra. Por supuesto, no pudieron hacer ninguna venta. En el
poblado vivían otomíes, toltecas y mexicas, aunque los mexicas eran
considerados algo inferiores. Yacatecutli, en cambio, veía claros rasgos
aztecas en estos mexicas, que se plegaban a las costumbres de otomíes y
toltecas.
No
se atrevieron a ir a Autlán y fueron hacia el interior. Yacatecutli se quedó
con las ganas de ver el famoso acueducto que llevaba el agua del arroyo
Ayutita, y la forma de teñir el lino con las cochinillas, abundantes en la
región y que vivían sobre nopales, pinos y encinas.
Ya
se veían las primeras palmeras, viva señal de que Colima estaba cerca. Los ríos
Cihuatlán, Armería, Coahuayana y Salado regaban la región favoreciendo la
agricultura, y a lo lejos destacaba la cordillera costera y los volcanes Fuego
y Nevado. El Fuego estaba en constante actividad, por lo que no había
asentamientos humanos. Colima era un lugar en manos del dios padre, el volcán,
al que consideraban dios del fuego. Por eso su cerámica era roja, para honrar
al dios, aunque en realidad era porque se utilizaban los residuos ferruginosos
que se estancaban en las aguas de los arroyos que salpicaban la región.
Todas
las tribus conocían al viejo dios del fuego con el nombre de Huehueteotl.
Colima resplandecía bajo los rayos del sol. Varias pirámides escalonadas daban
paso a grandes avenidas, que confluían en amplias plazas, rodeadas de edificios
de una o dos plantas, hechos de ladrillo y estuco. Sobre una colina se podía
ver una cancha para el juego de pelota.
Eran
demasiadas novedades, que tendrían que ir asimilando paulatinamente, la primera
novedad fue que no tuvieron que acampar en las afueras, porque había varias
casas que alquilaban estancias para viajeros y mercaderes. Desde el amanecer,
las avenidas se llenaban de tenderetes, donde podían adquirir comida y en los
que Hanuha vendía fácilmente sus figurillas de madera e incluso recibía
encargos. Pensaban quedarse dos meses y luego regresar a Xihutla. Yacatecutli
echaba de menos a su hija y todos querían volver a casa con sus amigos y
familias.
Iban
haciendo amigos, a los que invitaban a visitar Xihutla, aunque sabían que sería
difícil que alguien quisiera abandonar el confort de su ciudad. Diferente era
la situación de dos parejas jóvenes de mexicas. No conseguían trabajo y sus
recursos se habían agotado. Naualli los había conocido en el mercado, donde
realizaban tareas de limpieza, a cambio de comida sobrante, que a veces estaba
en mal estado. Naualli los invitó una noche a cenar y a quedarse a dormir,
porque no tenían un lugar para descansar. A veces los agredían, les arrojaban
basuras o azuzaban a los perros contra ellos. A ellos mismos los llamaban
chichimecas = perros, aunque nunca hablaban de su tribu ni de unas costumbres ya
olvidadas.
La
leyenda de la búsqueda de un nopal sobre el que luchaban un águila y una
serpiente ni siquiera la conocían. Fue Naualli quien se la contó. Las dos
parejas eran Teotl (Limpieza) con su esposa Xauqui (Campana) y Tapora (Lobo
marino), con su esposa Tinimencha (Ardilla). No quisieron contar nada sobre su
vida anterior, ni de dónde procedían, pero sí hablaron de sus oficios antes de
llegar a Colima. Teotl y Tapora eran talladores de piedra y demostraron sus
conocimientos, cuando todo el grupo visitó las tumbas de tiro.
Eran
tumbas excavadas en la roca a partir de un pozo de hasta veinte metros de
profundidad. Desde el pozo se hacían galerías conectadas entre sí con varias
cámaras para uno o varios cadáveres y sus ofrendas. La sección de estas galerías
podían ser circular o rectangular,
dependiendo de la categoría del muerto. Sobre la tumba se colocaban estatuillas
de hombres y mujeres, realizando alguna actividad cotidiana, como la caza, la
música o la agricultura. Tanto Teotl como Tapora eran especialistas en este
tipo de figuras.
Explicaron
que esta cultura se llamaba Capacha y que ellos también habían realizado alguna
escultura del dios de la muerte y de los animales que acompañaban al difunto a
través de los nueve torrentes hasta el mundo de los muertos. El animal
compañero solía ser un perro, aunque había ocasiones que se trataba de un loro,
un pato o una víbora.
Yacatecutli
estaba convencido de que estos artesanos debían ir con ello a Xihutla, donde
serían muy útiles. Y más cuando se enteró de las habilidades de Xauqui y
Tinimencha. Ambas eran amigas antes de casarse y eran expertas en el teñido del
lino y el algodón. Conseguían unos rojos y azules tan vivos y exclusivos, que
se los quitaban de las manos en los puestos de venta. Porque ya los cuatro
habían dejado sus trabajos de limpieza y trabajaban para Yacatecutli.
Por
su parte, Nauatli había tomado buena nota de la estructura social de Colima,
una sociedad libre, igualitaria y familiar. Y Xilonen estaba aprendiendo a
fabricar ornamentos con conchas y plumas, que cosían a las telas de Xauqui y
Tinimencha
La
estancia en Colima llegaba a su fin y el grupo, formado ahora por diez
personas, se preparó para el regreso. Realmente el regreso era sólo para tres;
para los demás era un viaje a lo desconocido, buscando un mundo mejor. Iban
cargados de joyas, telas y oro, y, en especial, de ideas y proyectos. Salieron
al amanecer de un día de comienzos de la estación cálida, casi un año después
de haber dejado Xihutla. Si todo iba bien, calculaban unos ocho meses para el
viaje de vuelta.
Viajaron
alternativamente por la costa y el interior, evitando las zonas devastadas por
las plagas, la sequía o las guerras, que se iban generalizando entre tribus,
para apoderarse de territorios y de prisioneros.
Al
fin, vieron en lontananza los muros de protección de Xihutla y elevándose al
cielo sus queridas montañas. Yacatecutli, Nauallo y Tevari echaron a correr.
Cuando los vio llegar Tatli, que estaba de guardia, avisó a los demás con
grandes gritos y todos salieron en tropel de sus kiwas y quehaceres. También
subieron corriendo los que estaban en las plantaciones, con Tocortín a la
cabeza.
5.- XIHUTLA. HISTORIA DE XAUQUI
Yacatecutli sólo veía a su hija Meztli, que se acercaba y le
abrazaba. No parecía haber nadie más, hasta que notó que el pequeño Tiat le
tiraba de la chaqueta y le llamaba por su nombre. ¡Cómo se parecía a él!. a su
lado estaba Wakul su yerno. Apareció enseguida la familia de Naualli, a quien
sus hermanas notaron muy cambiado y cuyos sobrinos se abalanzaron sobre él como
terremotos.Fue Tevari el encargado de presentar al resto del grupo y elogiar las habilidades de cada uno. De momento se alojarían en la kiwa reservada para huéspedes, hasta que cada una de las tres familias eligiera un lugar y se construyera su propio alojamiento. Tlacot los recibió como jefe religioso y les anunció que organizaría una ceremonia para su integración en la tribu. Kakal y sus compañeros no podían creerse la suerte que habían tenido al encontrarse y unirse al grupo de Yacatecutli.
Paxtli y Tocortín hablaron con Tevari, para organizar entre los tres una gran cena de recepción. Todos estaban deseando conocer las aventuras de los viajeros y sus historias particulares.
Xauqui se fijó especialmente en una pareja con un niño de unos dos años, eran Centeotl y Mizquitín, que estaba embarazada, con el pequeño Kaluh. Le llamó la atención la mirada del niño y notó algo especial en el estómago, pero pensó que sería por todas las emociones que estaban viviendo desde su llegada.
La cena fue opípara, basada en carne, pescado y verduras. Los postres hicieron las delicias de todos, y especialmente de los niños. Consistían en pasteles con frutas y miel, una novedad para los viajeros, que se enteraron entonces de que poseían dos colmenas. Los relatos se sucedían casi sin interrupción, entre las preguntas de los oyentes, hasta que llegó la hora de repartir regalos. Había tallas y herramientas para los hombres, que iban entregando Hanuha, Teotl y Tapora. Joyas para todos, que mostraba Xilonen, sonriendo ante las exclamaciones de admiración de cada uno que iba recibiendo su regalo. Y para las mujeres, Xauqui y Tinimencha repartieron finas mantas y chales de vivos colores, algunas adornadas con conchas y plumas.
Entonces la sorprendida fue Mizquitín, cuando le dieron su regalo, un chal de algodón de color azul intenso, con un sol dibujado en el centro. Le parecía igual que la fina mantita en la que estaba envuelto Kaluh, cuando lo recogieron en la cabaña de la playa. Tenía que comprobarlo antes de decir nada, así que alegó que estaba muy cansada y se retiró a su kiwa. Xauqui la siguió con la mirada y supo que su corazonada había sido acertada. Pero no se atrevió a seguirla, porque aún no tenían confianza.
Meztli sí fue tras Mizquitín, porque los dos niños Tiat y Kaluh eran muy amigos y muchas veces querían dormir juntos. Acostaron a los niños y Mizquitín mostró a su amiga la mantita de Kaluh: era casi igual al chal que le habían regalado. Eso quería decir que había alguna relación entre Kaluh y sus nuevos convecinos. Las dos mujeres decidieron averiguar por su cuenta lo que intuían que era el origen de Kaluh.
La fiesta duró casi toda la noche. También Xauqui había decidido resolver sus dudas, pero no sabía cómo. Casi al amanecer, el nuevo grupo ya se había instalado en la kiwa de invitados, que tenía tres dependencias. Tlacot había preparado la ceremonia de adopción de los siete nuevos miembros de la tribu, para el mediodía, cuando el sol estaba en su cénit. La ceremonia de adopción era igual que la del nacimiento de un bebé, aunque en este caso era toda la tribu la que los adoptaba como hijos. Ayudaban a Tlacot su joven ayudante Itzam y Wakul, por su conocimiento de las estrellas.
Debían acercarse uno por uno y, tras decir su fecha y hora de nacimiento, se les revelaba su Tonalamati, o cuenta del destino, reflejada en un códice, del que todas las tribus aztecas tenían una copia, aunque fuera abreviada, que se guardaba en la kiwa sagrada. Se hablaba de su carácter y su personalidad, según marcaban las estrellas. Se les asignaba un color, un astro y un fenómeno natural. Todo ello se plasmaba en un trozo de cuarzo, que sería el amuleto vital. Al terminar cada adopción, se hacía sonar una caracola.
El primero en pasar fue Kakal, al que se asignó el color amarillo, por su energía y brillantez. Era un hombre curioso e intelectual. Tenía un signo de tierra y su astro era el sol. Kakal estaba asombrado, porque habían calcado su personalidad.
Habían pensado seguir el orden en el que se habían incorporado al grupo de Yacatecutli, por ello, la siguiente fue Xilonen, que recibió el blanco, por su carácter bondadoso, la nieve y el metal, por sus habilidades como orfebre. Su esposo Hanuha recibió el color malva, que significaba poder, ambición y creatividad. Su elemento, la madera y su astro, la luna.
En cuarto lugar pasó Teotl, que fue considerado verde, salud, armonía y silencio. Y le dijeron que era algo celoso. Teotl lo reconoció. Le correspondía la lluvia y la vegetación. Cuando le tocó el turno a Xauqui, estaba un poco nerviosa. Sabía que Meztli y Mizquitín la observaban con interés y no sabía qué adivinaría aquel sabio sacerdote. Le asignó el color rojo, que significaba el amor, la adrenalina, la independencia. Su elemento era el fuego y su astro el sol. Mizquitín se dio cuenta de que eran los mismos atributos de su hijo Kaluh y miró a Meztli. Xauqui también vio esa mirada y decidió hablar con ellas en cuanto acabara la ceremonia.
Se adelantó entonces Tapora, al que le correspondió el color marrón, por su seguridad, su carácter protector y su vocación para la enseñanza: era maestro tallador y le correspondían el agua y la luna. Por último fue el momento de Tinimencha, a la que correspondía el color azul. Era confiada y comunicativa y, sobre todo, muy constante. Su astro era la luna y su elemento la tierra.
Esta vez fueron lo nuevos miembros de la comunidad los que se encargaron de ofrecer una cena frugal, con frutas y verduras, como exigía la tradición, tras estos ritos. Y antes de ponerse el sol, debían estar ya durmiendo, como los bebés. Pero Xauqui no podía dormir. Sólo pensaba en el momento de hablar con Mizquitín. Encontró la ocasión cuando, a la mañana siguiente, Tocortín les mostró las plantaciones. Bajaron hasta la playa y vieron la cabaña donde guardaban las ánforas para hacer la sal y las canoas amarradas junto a la cabaña. Los gemelos Jaleb y Xowyotzin explicaron que allí había encontrado su hermana Mizquitín a su bebé Kaluh, abandonado y envuelto en una mantita.
En cuanto subieron al poblado, Xauqui habló con Yacatecutli y le expuso sus sospechas. No tuvo más remedio que contarle su historia. Había nacido en Etzatlán en una de las tribus tahue. Desde pequeña había aprendido a tratar el algodón y a teñirlo, así como a confeccionar mantas. Su ciudad estaba a orillas de los ríos Piaxtla y Mocorito. Los tahue eran pacíficos y sólo practicaban la guerra defensiva, en las muchas ocasiones en que eran atacados por los tarascos. Utilizaban lanzas con puntas de sílex y escudos de piel de lagarto. Usaban tumbas de tiro y su cultura era bastante avanzada con respecto a otros pueblos.
Su idioma, el tahue, era un derivado del nahuatl. Estaban muy orgullosos de ser descendientes de Aztlán. Su padre había perecido en una escaramuza contra los tarascos y se quedaron ella y su madre solas; fueron esclavizadas y obligadas a trabajar a destajo, fabricando telas de algodón y tiñéndolas para sus captores, sin ningún beneficio para ellas. En cuanto Xauqui cumplió los quince años, la entregaron como segunda esposa a un cacique tarasco y su trabajo se multiplicó, estando a las órdenes de la primera esposa, que tenía celos de ella y le hacía la vida imposible.
Su madre murió de pena y agotamiento. Xauqui estaba sola y embarazada y decidió huir. La persiguieron y la capturaron ya cerca de la costa. Acababa de dar a luz y tenía a su bebé envuelto en su propio chal. Le quitaron el niño y a ella la abandonaron en la selva. No supo nada más de su hijo y pensó que había muerto, o que se lo habían llevado de vuelta a su padre el cacique, a Etzatlán,. Porque los tarascos apreciaban más a los niños que a las niñas.
Por eso se quedó estupefacta cuando vio a Kaluh, porque sus ojos y su expresión se parecían a los del padre de Xauqui y tuvo la corazonada de que podría ser su hijo. No contó cómo había conocido a Teotl, Tapora y Tinimencha. Yacatecutli pensó que ya sabrían el resto de la historia, cuando a Teotl le pareciera oportuno.
Nauatlli había escuchado el final de la historia y se quedó pensativo. Sabía cómo Mizquitín había encontrado a Kaluh, pero no se explicaba cómo había llegado hasta su cabaña de la playa. Mizquitín y Centeotl no sabían cómo actuar, porque ya estaban seguros de que Kaluh era el hijo de Xauqui. Paxtli convocó a los notables de la tribu: Tlacot, Tocortín, Coatlicue, Tene y Naualli, para buscar una solución.
Después de contemplar las diversas posibilidades, llamaron a las dos parejas implicadas. En breves palabras, Xauqui dijo que ella sólo quería saber que su hijo estaba vivo y feliz. De ninguna forma quería quitárselo a Mizquitín, que le parecía una buena madre para el niño. Se oyeron suspiros de alivio, porque el tema se había zanjado de la mejor forma posible y las dos madres se abrazaron emocionadas.
Los nuevos ciudadanos iban acostumbrándose a la vida cotidiana de Xihutla, mientras construían sus viviendas. Naualli y Yacatecutli se planteaban poner en práctica todo lo que habían aprendido y la idea de construir una cancha para el juego de pelota atrajo a todos los jóvenes. Se eligió el lugar sobre una montaña cercana y Tlacot lo bendijo. Había que planear la estructura bajo la dirección de Wakul, teniendo en cuenta la posición de los astros y se animó a los jóvenes a formar equipos y aprender a jugar.
Los equipos podían ser de dos o cuatro jugadores. Así que los jovencitos se agruparon en equipos de cuatro, aunque eran seis chicos. Eran Tepeyolotl, Tonatiu, Jaleb, Xowyotzin, Tonantzin e Itzam. Las cuatro niñas formaron otro equipo. Eran Teoxihuitl, Cuicani, Cántico y Haoka. Lo primero que hicieron fue fabricarse pelotas de hule y practicar. El juego consistía en mantener la pelota siempre en juego, sin dejarla caer al suelo, golpeándola con la cadera, el codo o la rodilla derechos.
Tardaron bastantes días hasta conseguir un juego medianamente aceptable, entre risas y, a veces, golpes que no esperaban, porque las pelotas de hule eran muy duras. Xauqui y Tinimencha se pusieron a tejer faldones de algodón, para que se protegieran durante el juego, de colores azul o rojo, para distinguir los equipos. Como no resultaba suficiente protección. Kakal les fabricó cinturones, coderas y rodilleras, que amortiguaran los golpes. Eran de algodón, recubierto de hule, que proporcionaba mayor refuerzo. Y Wakul les hizo grabados, al gusto de cada uno.
La cancha de juego era una pista larga y estrecha con dos muros laterales algo inclinados, que cubrieron con cal. Pero tenían que pensar algo diferente, porque el sol reverberaba y podía deslumbrar a los jugadores. Ahora el juego era inocente, pero en ocasiones posteriores quizá se jugara algo importante. Wakul hizo un esquema de cómo caerían los rayos del sol en cada época y aconsejó que uno de los muros fuera más alto que el otro. Tlacot había revisado sus viejos códices y, el día anterior a la inauguración de la cancha, quiso que todos conocieran el significado del juego y las leyendas ancestrales que lo avalaban.
El juego se llamaba Hachtli. La pelota significaba el sol y por ello no debía caer al suelo, porque traería mala suerte. Cada partido era un ritual religioso, en el que Huitzilopochtli vencía a su hermana la luna, para dar lugar al amanecer- por ello, los partidos se jugaban generalmente por la tarde. La tradición tenía más de mil años, era de origen olmeca y se utilizaba para resolver conflictos de tierras, tributos o comercio, sin recurrir a la guerra.
Las leyendas se referían a Xibalbá, el inframundo, donde los gemelos del Popol Vuh, Hunahpy y Ixbalanqué vencieron al dios de la muerte, que había decapitado a su padre, y sustituyeron la cabeza por una calabaza. Desde entonces se colocaron calabazas como decoración en los muros. Los gemelos habrían derrotado a la muerte. De ahí saldría la costumbre posterior de decapitar a los perdedores, que solían ser prisioneros de guerra, aunque los decapitados eran a veces los vencedores, que consideraban un honor el ofrecerse al sol.
Posteriormente, Huemac, dios de los terremotos, de la mitología azteca, fue un gobernante mítico del pueblo tolteca, quizá una representación de Quetzalcoatl. Huemac había fundado la ciudad tolteca de Tollan y la había destruido, antes de que cayera en manos chichimecas. Fue Huitzilopochtli quien mató a la mayoría de los habitantes de Tollan. Se había disfrazado de hechicero y había conseguido casarse con la hija de Huemac, que no sospechó nada. Así y todo, reconoció que la matanza era culpa suya y se ofreció como víctima, entregando su corazón.
Todos escuchaban el relato del sacerdote casi horrorizados. Entonces pidió la palabra Tene y exigió bajo juramento a Tlacot y a Paxtli el compromiso de no ofrecer corazones o cabezas al dios. Ella había visto de niña alguna ceremonia parecida y le había parecido horripilante. Enseguida se unieron a la propuesta todas las mujeres, porque les parecía absurdo perder a sus hijos por un simple juego, que se suponía que era para distracción y para ejercitarse. Tlacot y Paxtli juraron que nunca se permitiría la muerte ni el sacrificio de ningún jugador.
Yacatecutli empezaba a pensar si había sido buena idea recomendar el juego, aunque pronto dedicó sus reflexiones a plantear una organización administrativa, con la colaboración de Naualli, que había tomado notas de los lugares por los que habían viajado. Se crearían varios departamentos bajo la dirección del más capaz en cada tema y se construiría un edificio para las reuniones y para guardar los archivos. Era la primera vez que se planteaban construir un edificio y, por unanimidad, se decidió construirlo en la pendiente de la montaña, al lado de las plantaciones. Así serviría también de almacén.
Por consejo de Wakul, estaría orientado al este, en medio de un pequeño bosque, de cuya madera se servirían y cuyos árboles lo ocultarían de miradas indiscretas. Tendría dos pisos, uno de ello subterráneo, que se usaría como almacén y como archivo, comunicado interiormente con el otro piso, alzado sobre el terreno.
Inmediatamente empezaron a cortar troncos, que servirían de soporte a las galerías que se fueran excavando. Y se organizaron los departamentos.
- de agricultura, al cuidado de Tocortín
- de caza, a las órdenes de Beezye y Tevari
- de pesca, bajo el mando de Tlatli y Tevari
- de construcción, bajo la supervisión de Teotl y Tapora.
- de talladores, a las órdenes de Hanuha
- de economía y comercio, bajo la supervisión de Yacatecutli y Kakal
- de
orfebrería y minerales, dirigido por Xilonen e Iqualoca.
- de tejidos, organizado por Itzteetl, Xauqui y Tinimencha
- de tejidos, organizado por Itzteetl, Xauqui y Tinimencha
-
de sal, a las órdenes de Metztli y Laumari
- y por último, el administrativo, que
controlaba a todos los demás, dirigido por Paxtli y Naualli.
Haoka se unió al departamento de la sal con Tonatiu. Teoxihuitl y su hermano Tepeyolotl se decantaron por la agricultura, bajo la tutela de su padre. Los gemelos Jaleb y Xowyotzin optaron por la caza. Centeotl por la pesca. Tonali y Zyun, por la construcción. Kipa y su hija Mizquitín, por la orfebrería. Huexotzina, el esposo de Kipa, se unió a Hanuha para tallar la madera, con los inseparables Cuicani e Itzam.
También se iban formando parejas e iban naciendo bebés, a los que cuidaban y educaban con esmero, porque representaban su futuro.
6.- NUEVAS
EXPERIENCIAS Y CULTIVOS
Se habían concluido las construcciones para los
departamentos. Cada gremio tenía ya su propio espacio y se establecieron
reuniones semanales y una mensual de cada jefe con Paxtli y Naualli.
También las kiwas iban ensanchándose, excavando túneles que permitían a cada familia tener
hasta cinco habitaciones. Teotl y Tepora habían hecho un plano de cada
vivienda, de forma que todos sabían
hacia dónde dirigir su excavación. Todas las viviendas tenían acceso a
un túnel general, con salida a la playa. Les gustaba reunirse allí, cuando el
tiempo era demasiado frío y no tenían necesidad de salir al exterior. Eran como
una gran familia.
En la parte más interior de la compleja ciudad subterránea
construyeron la escuela que tanto añoraban, de la que se ocupaban Cuicani e
Itzam. Allí reunían a todos los niños, para aprender y jugar. Todas las nuevas
construcciones estaban bien apuntaladas por gruesos troncos, por consejo de
Teotl.
En una de las reuniones mensuales, Teotl pidió que estuviera
presente por lo menos un miembro de cada familia, porque Xauqui quería contar
su historia, desde que fue abandonada en el bosque, cuando le robaron a su
bebé. En cuanto todos estuvieron reunidos, Xauqui empezó su relato.
Cuando despertó en un lugar desconocido, tuvo que hacer un
gran esfuerzo para recordar quién era y lo que había pasado. Estaba aterida,
ensangrentada y desfallecida. Sin su bebé no quería seguir viviendo. Encontró
refugio en un árbol hueco y se acurrucó, pensando en qué haría con su vida. No
sabía si estaba libre o la volverían a esclavizar y no sabía si dejarse morir.
Pero algo en su interior le decía que su bebé estaba vivo y ella tenía que
encontrarlo.
Por la mañana, buscó frutos secos y algunas raíces y se puso
en marcha, aunque no tenía ninguna orientación. Decidió seguir el curso de un
riachuelo; así tendría agua, por lo menos. Acostumbrada a tejer algodón, reunió
hojas grandes y juncias que iba tejiendo en trenzas. Tardó varios días de
trabajo continuado, pero el trabajo la ayudaba a no pensar demasiado. Al fin
consiguió hacerse una camisa larga, forrada con corteza de árbol, para que no
dejara pasar el frío. Mientras completaba su equipo con perneras y botas con
los mismos materiales, pernoctaba en huecos de árboles y en pequeñas oquedades,
teniendo la precaución de hacer buenas hogueras por las noches, para calentarse
y para ahuyentar a las fieras.
Siguió caminando durante varios meses, evitando acercarse a
los grupos de población, porque aún temía a los tarascos. Si seguía así,
pensaba, jamás encontraría a su hijo, así que pensó que tendría que atreverse a
hablar con alguien. Un día encontró a un hombre solo, que estaba asando un
conejo sobre unas brasas. A pesar de sus pasos sigilosos, el hombre la oyó y se
volvió con una sonrisa franca, invitándola a sentarse con él ante el fuego y a
compartir su comida. Hacía mucho tiempo que no comía nada caliente, por lo que,
con algo de recelo, se acercó al hombre, que la observaba con curiosidad y le
dio un trozo de carne, que ella comió con ansiedad.
Fue él quien empezó a hablar, intentando infundirle
confianza y seguridad. Le contó que había perdido a sus padres y hermanos,
cuando su pueblo fue arrasado, mientras él estaba cazando. Desde entonces
viajaba hacia el sur, sin un destino determinado, esperando encontrar alguna
tribu pacífica donde asentarse. Si no lo conseguía, se construiría su propia
casa en algún lugar, que le pareciera habitable y seguro. Su nombre era Teotl.
Antes de que ella dijera nada, Teotl le preguntó cómo se había hecho la ropa
que llevaba, porque le parecía muy ingeniosa. Era una demostración de su
espíritu de lucha por la supervivencia.
Algo más tranquila y mientras bebían un cuenco de cacao
caliente, Xauqui comenzó a explicar que su oficio era tejedora de algodón y
que, al no tener nada, porque huía de la guerra, se había fabricado una ropa
básica, para no morir de frío. No mencionó que era una esclava huida de los
tarascos, ni que había perdido a su hijo. Teotl le sugirió que viajara con él. Y
así ambos tendrían más posibilidades de supervivencia, dado que ella poseía
gran habilidad e ingenio y él era cazador. Ella aceptó, porque le parecía un
hombre honrado.
Con el transcurrir de los días, fueron haciéndose
confidencias, como que Teotl había perdido también a su esposa y a su hija
pequeña. Xauqui acabó contándole su drama. Se sentían bien juntos.
Confeccionaron varias prendas de piel, de los animales que cazaba Teotl, para
ellos y para vender algunas, a cambio de comida y semillas. Habían conseguido
ahorrar algún dinero y se permitían comprar frutas, tortas o pasteles, cuando
se acercaban a algún mercado. Fue así como conocieron a Tapora y Tinimencha.
Vendían batatas y pasteles. Al ver que compraban bastantes batatas, Tapora les dijo cómo plantarlas. Teotl le dijo que
iban de viaje y no pensaban, de momento, plantar nada. Tapora y Tinimencha se
miraron y, cuando la otra pareja se iba, les dijeron que ellos también buscaban
un lugar conde asentarse.
Esa noche cenaron juntos y, hablando sobre la receta de los
pasteles, fueron descubriendo que tenían muchas más afinidades e intereses en
común. Por la mañana ya habían decidido viajar juntos. Y unas semanas después
se encontraron con Kakal, Yacatecutli, Naualli y Tevari.
Al concluir su historia, Xauqui estaba llorando emocionada y
con ella otros muchos de la asamblea. Ahora sólo faltaba averiguar cómo había
aparecido Kaluh en la cabaña de la playa, aunque la mayoría pensaban que era
casi imposible.
Beezye,
el cazador, llevaba ya tiempo interesado en las colmenas y había conseguido
doblar el número de abejas y su producción. Itztetl había confeccionado varios
trajes con goma de hule, tan finos que pesaban muy poco y un caso casi
transparente, para poder ver y a la vez evitar las picaduras de los insectos.
Los guantes eran de piel recubiertos de hule. Los cuatro cazadores. Beezye,
Tevari, Jaleb y Xowyotzin, pasaban gran parte de su tiempo atendiendo las
colmenas y recolectando la miel en vasijas de cerámica, que sellaban con una
tapa de hule.
Todas
las familias estaban bien abastecidas de miel y, tanta era la reserva de tarros
en el almacén general, que Yacatecutli y Kakal empezaban a sentir ya el
gusanillo del comercio. Se lo comentaron a Beezye, a quien le pareció una idea
estupenda y dijo que le gustaría formar parte de la nueva aventura comercial.
El consejo, dirigido por Paxtli, dio su permiso y, como siempre, Naualli
también quiso formar parte del grupo. El problema era el transporte, al que
Tapora encontró pronto solución. Construyeron un cajón con gruesos troncos de
roble, que unieron con goma de acozotl,
que, al secarse, formaba un todo compacto. Además, lo rodearon con varias capas
de hule y Tinimencha lo forró con una gruesa manta de algodón. También los
tarros de miel irían protegidos con tela de algodón.
Hanuha
ya había fabricado cinco enormes ruedas de madera. Colocaron el cajón sobre los
asientos de las cuatro ruedas, y la quinta de repuesto dentro de la nueva
carreta. Llevaban más de cincuenta tarros de miel y un tarro de grasa, que
Naualli añadió, para engrasar los ejes de las ruedas de vez en cuando. Xauqui
añadió a la carreta varias mantas, que podrían vender o utilizar, si las
necesitaban. Xilonen les entregó varias piezas de orfebrería y algunas tallas
de jade y cuarzo, para su venta. Beezye tapó toda la carga con varias pieles
curtidas y se prepararon los cuatro para la marcha.
Iniciaban
una nueva aventura, esta vez hacia el norte, porque Yacatecutli seguía con su
interés por Aztlán. Quería llegar hasta los mismos orígenes de las míticas
tribus aztecas, de las que él mismo descendía. La carreta funcionaba bien,
teniendo en cuenta que atravesaban terrenos irregulares y algunos arroyos.
Tenía cuatro gruesos troncos en los extremos, dos delanteros y dos traseros,
para tirar o empujar, según requiriera la ocasión. Los maderos estaban forrados
de piel, de forma que fuera agradable y fácil de manejar.
Llegaron
a territorio huichol, contentos porque no habían encontrado señales de guerra,
como sucedía en el sur. Encontraban algunos campesinos en el camino, afables y
amistosos, de gran estatura y rasgos característicos de los aztlanes. La mejor
sorpresa para Naualli fue encontrar a un chamán. Lo reconoció enseguida por el
traje ritual, blanco y con un sol bordado en rojo, con rayos amarillos. Estaba
rezando al sol de mediodía. Naualli se acercó, respetando las oraciones del
chamán, pero éste notó una presencia tras él y se volvió, sonriendo, al ver el
chaleco de hechicero de Naualli. Se saludaron elevando los brazos al sol, como
era habitual entre sacerdotes. Luego se dieron un efusivo abrazo. Naualli se
presentó a sí mismo y luego a sus compañeros, e invitó al chamán a acercarse a
su fuego y compartir un cuenco de cacao.
El
chamán se presentó como Tau, el hijo del sol, de religión animista, cuyo dios
principal era Tau, que permitía que el alma sobreviviera al cuerpo y se
reuniera con él. Contó cómo, cada mañana, al salir el sol, invocaba su nombre y
su protección, señalando los cinco puntos cardinales y derramando agua en cada
uno de ellos. Al mediodía elevaba una plegaria, para que la caza, la pesca y
las cosechas fueran fructíferas. Al ocaso daba gracias al sol y pedía un nuevo
día.
Comieron
juntos y Yacatecutli se atrevió a preguntar por las características de la
región y las ciudades, si las había. Teu sonrió, como siempre, y habló de Tepic
(piedra maciza), donde él vivía. Había sido fundada por huicholes, que se
habían ido mezclando con totorames, procedentes del norte, para construir una
ciudad, que él consideraba monumental, con casas de piedra y un gran templo del
sol. Sus recursos eran abundantes y su clima templado. Tenían un rey o Cora,
que administraba el territorio con justicia. Era querido por los ciudadanos,
porque se preocupaba de que nadie pasara estrecheces, así como del bienestar de
viudas y huérfanos. Los ciudadanos lo llamaban Nayarit, hijo de dios, nombre
que se extendió a toda la región.
Todos
le escuchaban asombrados y Tau los invitó a ir con él a la ciudad de Tepic,
situada a poca distancia del campamento del grupo de los xihutla. Aceptaron
ilusionados por descubrir una nueva cultura y una forma de administración, que
podría mejorar la de su propia ciudad. Llegaron antes de la puesta del sol. Tau
los presentó ante el Cora, que les hizo todo tipo de preguntas sobre su origen,
los motivos de su viaje y su cultura y religión. Satisfecho con las respuestas
de sus invitados, francas y sin reservas, convocó a los miembros de su consejo
y mandó preparar una cena de bienvenida.
Algo
que intrigaba al Cora era la carreta y su contenido. Esta vez fue Beezye quien
describió la construcción de la carreta y Kakal el que enumeró sus mercancías.
El Cora alabó la calidad de la miel y admiró la belleza y factura de las joyas.
Programó para el día siguiente una visita al mercado, a los campos de cultivos,
y, si daba tiempo, el puerto pesquero y las playas. Durmieron en una amplia
sala, calentada por un buen fuego, y acompañados por el chamán Tau, que no
quería perderse las explicaciones de Naualli sobre las utilidades de las
plantas medicinales que traía consigo. Ambos tenían una edad aproximada y una
amplia cultura, además de un gran afán por adquirir nuevos conocimientos.
Por
la mañana, el Cora en persona se presentó a buscarlos y le animó a llevar con
ellos su carreta de mercancías. El mercado estaba en el centro de la ciudad, en
una avenida, a cuyos lados estaban colocados los tenderetes, protegidos por
lonas para resguardarse del sol o de la lluvia, aunque las lluvias nunca eran
torrenciales. Ya había bastantes personas observando los productos y haciendo
sus compras. El Cora se paró en el centro del mercado y la gente se arremolinó
a su alrededor. Habló de los extranjeros y la calidad de su miel, que él había
probado la noche anterior, y de la belleza de su orfebrería. En Tepic se cultivaba
la caña de azúcar, pero no tenían colmenas, por lo que, en un abrir y cerrar de
ojos, Kakal consiguió vender todos los tarros de miel y la mayoría de las joyas
de oro y de jade y cuarzo. Lo que no interesó fueron las mantas, porque en la
zona había excelentes tejedoras, que adornaban sus telas con bordados
geométricos.
Ellos
adquirieron semillas de sorgo, tabaco, arroz, sandía y cacahuete, así como
salmón ahumado, róbalo y lisa en salazón y algunos limones y granos de café,
que no conocían. Naualli se fijó en un tenderete donde vendían instrumentos
musicales y, después de escuchar con detenimiento la forma de tocarlos, se
decidió a comprar un raberi, especie de violín de cuatro cuerdas, y una caja de
resonancia de madera de pino, y un kanari, como una guitarra de seis cuerdas,
también de madera de pino. El Cora los llevó a un tenderete donde vendían
frutas y verduras y allí tomaron un almuerzo a base de mango, aguacate y
plátano y una bebida de café, explicándoles cómo se hacía, a partir de los granos,
que ya llevaban en su carreta.
Recorrieron
después los campos de cultivo, donde les regalaron mazorcas de maíz, pepinos y
cebollas. En algunas zonas se conseguían hasta dos cosechas, debido a la bondad
del clima y a los numerosos arroyos, alimentados por los ríos Ameca, Grande,
Mezquital, Acaponeta, Cañas y los dos Esteros. Arropando los cultivos, se
podían ver bosques de coníferas, pinos y encinos, en los que Beezye enseguida
adivinó la presencia de buena caza, y así se lo confirmó el Cora, sobre todo, el
venado blanco, muy apreciado por su carne y por su piel.
Llegada
la ahora del mediodía, el chamán Tau realizó sus plegarias y se dispusieron a
comer. Tau y Naualli seguían hablando de sus cosas y tomando notas, mientras el
Cora hablaba con Yacatecutli y Kakal sobre administración y comercio. Al día
siguiente, a media mañana, se acercaron al puerto pesquero, en el que ya los
pescadores recogían sus redes, llenas de camarones, huachinangos, róbalos y
lisas. Por la tarde, los llevaron a una de las tres grandes lagunas de agua
dulce. En ella se podían ver patos, garzas y pelícanos, y les explicaron la
utilidad de tener agua dulce, continuamente alimentada por los neveros de las
sierras, sobre todo la Sierra Madre Occidental. Eran las lagunas de Mexcaltitán,
el Pescadero y Tepetiltic.
Pasaron
varias semanas, conociendo a la población y, sobre todo, aprendiendo de aquella
cultura huichola, que proporcionaba paz
y estabilidad a sus ciudadanos. Y se dispusieron a retomar su viaje hacia la
región de Sinaloa (la tierra de los venados) y, si era posible, llegar hasta su
capital Mazatlán. El camino era más escarpado, por lo que se acercaron más a la
costa. Ahora el peso de la carreta era mucho menor, pero había que manejarla.
El día anterior a su partida, Tau, que no había dejado de acompañarlos en todo
momento, se presentó con dos jóvenes hermanas, que pedían permiso para
acompañarlos a Mazatlán. Se trataba de Ixtoc (diosa de la sal) de 22 años, y
Teteoinan (madre de los dioses), de 20 años. Eran huérfanas y tenían un tío
materno en Mazatlán, con el que querían reunirse y vivir con él.
Aseguraban
que no serían una carga para ellos, puesto que eran fuertes y bien dispuestas
para el trabajo. La mayor, Ixtoc, era ayudante del chamán, y conocía las
plantas de la región y su utilidad. A Naualli se le iluminaron los ojos, porque
además de aprender, la joven le parecía realmente guapa y segura de sí misma.
La pequeña Teteoinan conocía varios dialectos del nahuatl y se comunicaba con
los animales con una facilidad asombrosa. Esta vez fue Beezye el que parecía
mirar con admiración a la joven, que pidió que la llamaran Tet. Kakal y
Yacatecutli asintieron enseguida, sonriendo al ver el entusiasmo de sus
compañeros.
Las
chicas llevaban como único equipaje los cestos de boda de sus abuelas,
tradición que los xiximes y huicholes habían copiado de los olmecas. El viaje
resultaba agradable, animado por la charla de los cuatro jóvenes, que
intercambiaban sus conocimientos y su historia. Empezaron a verse hermosas
playas de arena, donde, a veces, acampaban y recogían camarones y otros
pequeños mariscos y moluscos, que hacían deliciosas sus cenas. Además, Ixtoc
era una gran cocinera, por lo que enseguida le hablaron de Tevari y sus
novedosos guisos.
Después
de varias semanas, tuvieron que acercarse a la Sierra Madre, porque las playas
ya daban paso a grandes acantilados, de paredes verticales y numerosas cuevas,
donde en alguna ocasión decidieron refugiarse del agua y del frío. Yacatecutli
solía subir por las noches a alguna cumbre cercana, para otear el horizonte.
Ahora le llamaba más la atención el hecho de conocer nuevas gentes, que el
comercio, que hasta ahora había sido su vida.
Una
noche divisó lo que parecía una pequeña aldea, pero su alegría se truncó,
cuando advirtió que estaba en llamas. En la lejanía se veían otras varias
columnas de humo. Supuso que habría guerra y bajó corriendo a avisar a sus
compañeros. Sólo tuvo tiempo de gritar para que vieran el humo y las llamas,
porque resbaló y cayó varios metros, quedando al pie de la montaña sin sentido.
Todos corrieron a ver qué le había pasado y, mientras Naualli e Ixtoc
detectaban el alcance de las fracturas, Beezye subió con Tet a la montaña.
Ambos eran expertos en ver de noche y se acercaron algo más a la aldea en llamas.
Kakal llevó a Yacatecutli a la cueva donde habían pernoctado y Naualli
diagnosticó una rotura de fémur y un fuerte golpe en la cabeza.
7.- LA GENERACIÓN DE LOS JÓVENES
Viajaban de vuelta a Xihutla. Todo había cambiado por
completo para todos ellos. Yacatecutli no despertaba de su coma y Naualli temía
una fractura craneal. Escayolaron la pierna con goma de ocozotl e inmovilizaron
su cabeza lo mejor que pudieron, colocándolo en la carreta y acomodándolo entre
mantas y pieles. Todos callaban consternados y tristes, hasta que una noche
Beezye, que había aconsejado la vuelta a casa inmediata, contó lo que habían
averiguado él y Tet en las aldeas destruidas.
Al acercarse a una de las aldeas, encontraron un grupo de
ancianos, mujeres y niños que huían del fuego. Sus chozas eran de lodo y habían
ardido con facilidad, incendiadas por los xiximes y acaxes, que atacaban con
frecuencia los poblados, para robar las cosechas. Esta vez, el jefe de la tribu
se había enfrentado con los ladrones y la mayoría de los guerreros habían
resultado muertos. Los pocos supervivientes tenían que huir hacia el mar,
porque los tepehuanes (dueños de carros) habían decidido conquistar a las
tribus vecinas y expandirse hasta la ciudad de Amololoa (tierra de víboras),
que había pertenecido a sus antepasados.
El grupo de fugitivos huía también de la guerra, que se
estaba extendiendo hacia el sur. Los totorames eran morenos y de baja estatura,
aunque de complexión fuerte. Y los tepehuanes eran altos y fuertes, la mayoría
descendientes de los míticos aztlanes. Su dios era Ubumari (hijo del sol y la
tierra) y hermano del arco iris y el maíz. Eran muy temidos por los totorames, por
su crueldad y su aspecto.
Después de escuchar a Beezye, el grupo de Xihutla, dirigido
ahora por Kakal, se dio cuenta de que tenían que acelerar la marcha y llegar
cuanto antes a Xihutla. Por las noches ni siquiera montaban campamento. Dormían
pocas horas y tenían siempre a uno de guardia, para evitar ataques imprevistos.
La vida seguía su ritmo cuando llegaron a Xihutla. Enseguida
acudieron el viejo sacerdote Tlacot y la curandera Coatlicue, para tratar con
Naualli los posibles medios de curación para Yacatecutli. Todos temían lo peor.
Efectivamente, a los pocos días, Yacatecutli moría. No había podido llegar a
Aztlán, la tierra de sus antepasados. Su hija Metztli y su nieto Tiat no
encontraban consuelo para su gran pérdida. Tlacot preparó los ritos funerarios.
Por deseo expreso de Metztli y su esposo Wakul, se celebraría el rito azteca.
Cogieron una de las barcas en las que habían llegado a
Xihutla, la que había dirigido Paxtli, y colocaron el cadáver sentado, con un
plato de comida y un cuenco de pulque. El dios Mictlantecuchtli, rey del noveno
Mictlán (mundo subterráneo) lo recibiría a su llegada y quemaría su alma, para
darle la paz eterna. Como no disponían de un perro rojo ni amarillo, como
decían los códices sagrados, Hanuha talló en madera un perro rojo y lo
colocaron a sus pies. Wakul grabó en él un ojo del sol y un rollo de papiro,
que significaban su buena vista y su facilidad para hablar. Por último Xilonen
colocó en su boca un trozo de jade tallado y Metztli ató su pelo con una cinta
roja.
Aunque no había sido un guerrero, su deseo era ser
incinerado. Por ello, colocaron la barca en la playa, a la puesta del sol, y
prendieron la pira funeraria en silencio. Kakal pidió a Metxtli que le
permitiera recoger las cenizas del que había sido su gran amigo y protector y
echarlas al mar. Se guardaron siete días de luto, en los que la familia y
amigos más cercanos comieron solamente verduras sin sal y bebieron sólo agua,
sin mezcla de infusiones o cacao.
Era el primer habitante de Xihutla que pasaba a formar parte
de las estrellas. Wakul grabó una roca con su nombre y la colocó en el templo,
junto al fuego sagrado.
Pasaron varias semanas hasta que todo volvió a la
normalidad. La alegría se iba abriendo paso en los corazones de los ciudadanos,
sobre todo, cuando se anunciaron tres embarazos. De Mizquitín, de Xilonen y de
Xauqui. Todos se alegraron, sobre todo por Xauqui, cuyo espíritu anhelaba ser
madre los bebés nacieron con pocos días de diferencia. La nueva generación
renovaría las expectativas de la ciudad, que había ampliado sus murallas hacia
el interior.
Mizquitín y Centeotl tuvieron una niña, a la que llamaron
Iyákata (pirámide). Xilonen y Hanuha también tuvieron una niña, y le pusieron
de nombre Texcatl (espejo), por el color claro de sus ojos. El último en nacer
fue el hijo de Xauqui y Teotl. Lo llamaron Yacatecutli, en recuerdo de su buen
amigo, fallecido un año antes. Los tres bebés recibieron en la ceremonia de
nacimiento su color, su signo protector astral y su signo vital. Esta vez
también se les asignó un animal protector como tótem, por sugerencia de
Naualli, que lo había aprendido en su viaje al norte. Comprendía que había que
sensibilizarse con la naturaleza y había que respetar el espíritu de todos los
seres vivos, animales y plantas, como parte de un todo cósmico. Wakul estaba de
acuerdo y así se lo explicaron a los demás.
Seguían manteniendo sus abejas y cuidando a varias familias de guajalotes, de los que
aprovechaban la carne y las plumas, como parte del ciclo biológico natural.
También aprendieron a cocinar los huevos. Y habían empezado a criar cabras, por
la carne y la leche. El primero en acercarse a las plantaciones de Tocortín fue
un cabrito y a él lo siguieron su madre y algunos cabritillos más. Tocortín hizo
una especie de corral con techumbre y los animales se sentían a resguardo de
las lluvias y de las fieras. Pronto se convirtieron en un verdadero rebaño, que
obedecían a Tonatiu. El joven se había ocupado de ellas desde el principio y
solía sacarlas a pastar a los montes cercanos, recogiéndolas al atardecer.
Le ayudaba a ordeñarlas Cántico, la mejor amiga de Tonatiu
desde que eran niños, y dejaban los cuencos de leche en la puerta del corral,
donde iba a buscarlos todo el que lo necesitara. El trabajo, en todos sus
aspectos, era comunitario y también los beneficios. Si alguna familia no podía
ir a por la leche, Cántico se encargaba de llevársela y la recompensaban con
pasteles de miel, que le encantaban.
Como muchos días sobraba leche, Ixtoc sugirió añadir una
planta llamada cardo, cuyo jugo hacía fermentar la leche para fabricar queso.
Las flores de cardo debían recogerse cuando los pistilos alcanzaban un color
azul intenso, al principio del verano. Se dejaba secar la flor a la sombra y se
arrancaban los pistilos, que debían guardarse en un saquito de algodón. Con un
puñado de ellos machacados y mezclados con agua, se podía conseguir que la
leche de toda una semana fermentara.
Tevari estaba encantado con la nueva experiencia de fabricar
queso, como lo llamó Ixtoc. Ayudado por su amiga Teoxihuitl, consiguieron
fabricar algunos quesos, que gustaron a todo el mundo. Ixtoc también recomendó
que se guardaran en la parte más fría de cada casa. El queso, mezclado con miel
era una delicia para los postres. Kakal pensaba cómo le habría gustado a su
amigo Yacatecutli no sólo comer queso, sino salir a comerciar con él. Kakal
tenía ahora una nueva ilusión y un nuevo
entretenimiento, su sobrina Texcatl.
Los que empezaban a sentirse muy cansados eran Tlacot y Coatlicue,
que deseaban dejar sus funciones de sacerdote y curandera y pasárselas a sus
protegidos Itzam y Cuicani. El día que los dos jóvenes pidieron permiso para
casarse, sus dos mentores aprovecharon para celebrar ambas ceremonias a la vez.
Todos esperaban este matrimonio, porque los dos se habían sentido muy unidos
desde niños, por sus circunstancias familiares. La pareja se estrenó en sus
funciones sagradas celebrando las bodas de otras cuatro parejas:
-
Naualli e Ixtoc, que pasaron a ocuparse de
los enfermos y heridos
-
Beezye y Tet, a quienes se encargó la
dirección de las guardias nocturnas y la organización de la vigilancia.
-
Tonatiu y Cántico, que seguían con sus
rebaños y los productos derivados.
-
Tevari y Teoxihuitl, que hacían las
delicias de todos con sus exquisitos guisados y los quesos.
Las
bodas se celebraron en la playa, que se llenó de risas y aromas. Las cuatro
novias iban vestidas de azul y con el pelo adornado con las más vistosas plumas
de los guajalotes. Sentadas sobre sus cestos de boda, donde guardaban la
herencia de sus madres, esperaron la llegada de los cuatro esposos, vestidos de
color rojo. Ellos llevaban en la mano su regalo de bodas, consistente en una
joya de oro y jade, preparadas por Iqualoca y Kipa. Se trataba de brazaletes,
donde se representaban el sol, la luna y algunas estrellas. Colocaron los
brazaletes en el brazo izquierdo de sus esposas. Era una costumbre que Naualli
había aprendido en Tepic y que su esposa Ixtoc le había explicado. La mujer
sostendría con su brazo derecho a sus hijos y con las joyas de su brazo
izquierdo traería prosperidad a su casa.
A
punto de terminar el banquete. Oyeron a lo lejos el balido de las cabras. Cada
vez aumentaba el ruido, que ahora parecía desesperado. Tonatiu y Cántico sabían
que algo las había asustado y quisieron salir a calmarlas, pero Beezye decidió
enseguida que iría una partida de cazadores, pensando que alguna fiera podría
estar amenazando a animales y humanos. No era nada de eso. Eran dos hombres,
vestidos de harapos, que habían entrado en el redil y habían matado a un
cabrito, que habían asado en una fogata y se lo estaban comiendo
tranquilamente.
La
furia de Beezye era tan grande que no pudo reprimirse y golpeó a ambos ladrones
con su carcaj. Mientras Tonatiu trataba de calmar a sus queridos animales, los
demás llevaron a empujones a los dos hombres hasta la playa, después de
asegurarse de que no había más merodeadores. Los mantuvieron bien atados y
amordazados, hasta que pensaran qué hacer con ellos y cómo hacerles hablar.
Algunos proponían echarlos al mar atados, por
haberles estropeado la fiesta de las bodas, mientras otros decían que debían
llevarlos al bosque y dejarlos atados a un árbol, esperando su destino final.
Pero las voces de Tlacot y Coatlicue llamaron a la calma. A ellos se unió
enseguida Naualli: ¿Dónde estaba su hospitalidad y su respeto por la vida?.
Aunque los dos ladrones no habían respetado nada, tenían que dejar que se
explicaran y, sobre todo, saber si había más ladrones y cómo habían conseguido
llegar hasta Xihutla.
Volvieron
a la ciudad. El consejo se reunió en la antigua cueva, donde habían vivido al
principio los cazadores y allí llevaron a los prisioneros, para que no
conocieran la ciudad subterránea. Los demás volvieron a sus kiwas con los
niños. Nadie podía dormir, porque estaban intrigados y también algo asustados,
por la posibilidad de perder la vida tranquila de la que habían disfrutado
hasta ahora.
Los
dos ladrones parecían bastante asustados ante la fiera mirada de Beezye y la
detenida observación de que los hacía objeto Naualli. Hablaban una jerga
desconocida para casi todos. Sólo Naualli y Kakal conseguían captar algunas
palabras. Venían del interior, del este, de Irapuato, concretamente, de la
región del Bajío, una especie de meseta a casi dos mil metros de altura, al pie
del cerro de Arandas. La tribu era de tarascos y su nombre antiguo era
Jiricuato (lugar de casas o habitaciones bajas) también (cerro que emerge de
las llanuras). Era un asentamiento chichimeca, que había sido dominado por los
tarascos. La región estaba bañada por el río Silao y estaba expuesta a grandes
temporales.
Ese
año habían perdido las cosechas y, como era costumbre entre los tarascos, se
habían dedicado a robar y dominar los territorios vecinos. Naualli mandó llamar
a Xauqui, que había vivido esclava de los tarascos durante varios años y
conocía bien su lengua. Por ella supieron que su jefe había muerto y estaban
desorganizados, aunque pronto nombrarían otro jefe y seguirían con sus razias.
Al saber el nombre del jefe muerto, Xauqui dio un respiro de alivio: se trataba
del padre de Kaluh. Ya nadie se acordaría de aquel hijo de una esclava, al que
habían abandonado en una playa.
Por una parte, Kaluh estaba a salvo, pero todos estaban en
peligro, porque la guerra se extendería y, tarde o temprano, llegaría a
Xihutla. Sus razonamientos les llevaban a pensar que los enemigos podrían
llegar por las montañas o por mar, porque Paxtli estaba casi seguro de que a
Kaluh lo habían traído por mar, cuando lo dejaron en la cabaña de la playa.
Habría que tomar alguna determinación para defenderse. Actualmente se sentían
bastante seguros con los muros de protección de sus kiwas y su ciudad
subterránea, como sus almacenes. Pero sus cultivos y sus animales estaban más
expuestos.
Fue Hanuha, el tallador de madera, quien propuso construir
barcas, por si tenían que huir por mar, y más carretas, por si decidían marchar
por tierra. Paxtli y los más mayores no querían abandonar Xihutla, que tantos
esfuerzos había costado, y que consideraban su patria. Los más jóvenes
propusieron que deberían dividirse y fundar nuevas ciudades, para extender sus
conocimientos, su raza y su cultura pacifista. En esto estuvieron todos de
acuerdo, así que se pusieron manos a la obra, para construir las barcas y las
carretas.
Celebraron muchas asambleas hasta llegar a acuerdos sobre
quién se quedaría y quien se iría y hacia dónde. También se tomó una decisión
sobre el destino de los dos prisioneros: se irían con el grupo que viajara
tierra adentro, para aprovechar su conocimiento del terreno y del idioma
tarasco. Nadie se fiaba de ellos y seguían considerándolos peligrosos y
taimados. Ni siquiera habían dicho sus nombres, aunque a nadie le interesaban.
Trabajaban en la construcción, bajo la atenta supervisión de Teotl y Tapora. Se
alojaban en la cabaña de la playa y nunca les habían dejado ver la ciudad
subterránea ni la sede de los gremios. Simplemente por prevención.
Construyeron veinte barcas y diez carretas, con las mismas
características que las que ya poseían. Y llegó el momento de las despedidas y
las nuevas aventuras. Prometieron visitarse siempre que pudieran, aunque
ninguno estaba convencido de tal posibilidad, y añadir el nombre de Xihutla a
las ciudades que pensaban fundar. Paxtli admiraba el entusiasmo de la nueva
generación de jóvenes y sus ganas de nuevas experiencias. Él había tenido que
viajar por necesidad de supervivencia y ahora se sentía cansado.
Con Paxtli se quedaron su esposa Laumari, el sacerdote
Tlacot, el agricultor Tocortín con su esposa Tlanixte. La curandera Coatlicue,
a la que ya le costaba andar, porque la artrosis se había extendido a todas sus
articulaciones. La anciana matriarca Tene, ya casi ciega, que permanecía en su
kiwa y sólo salía, cuando sus hijos la llevaban a la playa, a disfrutar de la
brisa y sentir la arena bajo sus pies. Con ella se quedó su hija Kipa con su
esposo Huexotzina.
Kakal no sabía qué hacer y, por fin, decidió quedarse para
morir junto a su gran amigo Yacatecutli. También se quedaron los más ancianos
de cada familiar, sabiendo que, sin jóvenes ni niños, la ciudad de Xihutla
sería su tumba. Tene auguraba que Xihutla llegaría a estar sepultada por la
selva, que iría ganado terreno a los humanos. No sabía que sus augurios
llegarían a ser una realidad y que, muchos siglos después, los arqueólogos la
descubrirían y mostrarían al mundo los logros y maravillas de aquella
civilización perdida.
En cuanto a los dos grupos de viajeros, cada cual optó por
sus preferencias. Llenaron barcas y carretas con provisiones, agua dulce,
mantas, pieles y miel. Los artesanos llevaban bolsas con sus herramientas y los
curanderos con las plantas que consideraban más necesarias. Tlacot organizó un
rito de despedida, para que los dioses los protegieran. Las familias se
separaban por primera vez.
Por mar irían Metztli y Wakul, con su hijo Tiat. Metztli se
proponía llegar a Aztlán, en memoria de su padre. Pensaban que yendo por mar, evitarían las luchas entre
tribus. Con ellos se embarcaron Mizquitín y Centeotl, con sus hijos Kaluh e Iyákata.
Tonatiu y Cántico. Naualli e Ixtoc, con su hermana Tet y Beezye, su esposo. Los
inseparables Teotl y Xauqui, con su hijo Yacatecutli, y Tapora y Tinimencha.
Sólo había un soltero, Tepeyolotl, que llevaba en su bolsa gran variedad de
semillas, que le había preparado su padre Tacortín. También llevaron una pareja
de guajalotes y una pareja de cabras, por los huevos, las plumas, la carne y la
leche.
Como jefe de la
expedición, eligieron a Naualli.
Al día siguiente de la salida de las barcas, iniciaron su
viaje el grupo que se dirigiría al interior. Bajo la dirección de Itzam, como
sacerdote, iban: su esposa Cuicani. Los cazadores Tlatli y Mixwatl. Los gemelos
Jaleb y Xowyotzin. La joven Haoka. Y las tres parejas formadas por Itztel y
Tonali, con su hija Tonantzin, Iqualoca y Zyum, y Xilonen y Hanuha. En el grupo
iban cinco solteros. La joven Haoka se sentía atraída por Jaleb, pero él, como
los otros cuatro chicos, hacía bromas con cómo encontrarían esposa. Haoka pensó
que ella también encontraría un esposo y se unió a la carreta de Cuicani, que
era su mejor amiga desde niñas.
8.- AZTLÁN
Según las cuentas de Naualli, llevaban casi un año de viaje.
Las veinte barcas resistían en bastante buen estado, a pesar de los embates de
las olas y las tormentas que habían sufrido. Siempre cercanos a la costa,
habían superado la región de Sinaloa y navegaban por un golfo, suponían que el
California, que parecía proteger las tierras cercanas de huracanes y
temporales. El mar estaba mucho más calmado. Las provisiones hacía tiempo que
se habían agotado, a pesar de que las combinaban con los peces que casi todos
los días conseguían pescar. Por las noches varaban las canoas en una playa,
para asar la comida. Pero preferían dormir en las barcas, porque se sentían más
seguros y podían luchar mejor contra el frío y la lluvia, que, a veces, era ya
nieve. Cuando las lluvias se hicieron más persistentes, se
fabricaron unas techumbres para cada barca, que cubrían con las pieles. Pero
pronto las pieles no acababan de secarse al sol y el frío del invierno les
obligaba a ponérselas, porque las mantas no eran suficientes. Wakul aseguraba
que el frío se haría más intenso, cuanto más al norte se dirigieran. Cada noche
observaba las estrellas y daba su interpretación sobre el tiempo que tendrían
al día siguiente.
A desde el principio del viaje, se habían agrupado en diez barcas, llevando las otras diez a remolque con la carga. Pronto decidieron emparejarlas de dos en dos, lo que les daba más estabilidad y fuerza frente a las olas. Teotl y Tapora las habían unido con fuertes lianas y goma de hule. Así y todo, algunas se habían soltado y habían tenido que ser reparadas en infinidad de ocasiones.
Se acercaban al trópico de Cáncer y la costa estaba bordeada de sierras, que les servían para aprovechar la vegetación y la fauna. La selva era, en general, caducifolia y espinosa. Encontraron yutes, cuya fibra usaron para reforzar el suelo y la techumbre de las barcas, así como para hacerse arpilleras y forrar sus deterioradas ropas. Xauqui tenía buena experiencia con este tipo de tejido y enseñó a las otras chicas, cuando las pieles estaban ya tan estropeadas que las dejaron sobre los techados de las barcas, porque ya no podían usarlas, por su humedad y su dureza. Algunas se habían fracturado.
También encontraron madera de torote, tepehuaje, coníferas y encinas, con la que iban renovando los maderos más gastados de sus barcas. No dejaban el trabajo ni un momento, pero estaban contentos. También se aprovechaban de los abundantes matorrales costeros, como el lomboy, el zacate, el mangle o el ocotillo, comestible, como explicó Ixtoc a Naualli, cada día más admirado por la sabiduría de su esposa sobre todo tipo de plantas.
Cerca de Mazatlán habían tenido que detenerse varias semanas, porque Cántico estaba a punto de dar a luz. Metztli había querido ver de cerca la tierra soñada por su padre y, debido al precario estado de Chantico, habían decidido hacer un alto en su singladura. Desembarcaron en una franja de tierra de formación volcánica. Era una pequeña isla, frente a la cual se extendía una playa de arena fina, que parecía no tener fin. En la isleta había diversas oquedades, en una de las cuales instalaron a Chantico y a su esposo Tonatiu, que estaba tan asustado como ella. Con ellos se quedaron Naualli e Ixtoc, para ayudar en el nacimiento del bebé.
Entre tanto, los demás llevaron a tierra las barcas y las colocaron en círculo, tanto para formar una barrera de defensa, como para reunirse alrededor de una fogata central y determinar sus siguientes movimientos. Un día más tarde, nacía el bebé de Chantico, un niño, de pelo moreno y tez clara, como su madre, y unos brillantes y curiosos ojos marrones, como su padre. Para celebrar el nacimiento, hicieron una pequeña fiesta con queso y tortas de los frutos del mangle, machacados y mezclados con miel, de la que aún conservaban varias vasijas.
Le pusieron por nombre Amilotl (Pez Blanco), porque habían visto varios delfines saltar cerca de la costa. Sus características astrales fueron la luna llena, porque nació con una hermosa luna llena; su color, el blanco y su elemento vital, el agua, como animal protector, le asignaron el delfín, para que le diera su inteligencia y su afabilidad.
Acabada la celebración, Beezye y Tet propusieron ir a la franja costera, desde la que se distinguían bosques de coníferas y encinos. Esperaban conseguir algunos animales, para carne y pieles y así renovar su dieta alimenticia y su ya escasa reserva de pieles. Con ellos fueron Centeotl, también buen cazador, y Metztli y Wakul, que querían explorar aquella tierra soñada por Yacatecutli. Dejaron a Tiat con Mizquitín, que prefería quedarse, porque su hija Iyácata era demasiado pequeña para participar en una cacería. Tiat se quedó encantado con su amigo Kaluh.
Tapora y Teotl observaron las ramas de los mangles, cuya madera non parecía estropearse con el agua salada. Ixtoc había recomendado usar sus frutos como harina para hacer tortas y opinaba que la madera era fuerte. ¿Por qué no probar esa madera en las barcas? Así que Tapora empezó a cortar las ramas más fuertes y gruesas y propuso construir nuevas barcas, para sustituir las más estropeadas. Tenían tiempo suficiente, hasta que volvieran los que se habían internado en tierra firme. Tapora y Teeotl hicieron una barca de tamaño mucho mayor que las suyas, más resistente y con mayor calado. Naualli opinaba que, al no tener ya tanta carga, podrían ir todos en dos o tres barcas. Ya se habían comido los guajalotes, pero aún tenían las cabras y dos cabritillos, que habían nacido durante la travesía.
Cuando volvieron los cazadores, ya tenían tres barcas bien aparejadas. Las habían probado y les parecieron resistentes y satisfactorias. Los cazadores venían con una gran carga y muchas cosas que contar. Habían llegado a la ciudad de Mazatlán, habitada por Tepehuanes (dueños de cerros), cuya lengua era casi ininteligible. Tuvieron que comunicarse por señas, aunque Wakul enseguida consiguió aprender algunas palabras básicas, con raíz nahuatl. No había señales de guerra, por lo menos en la costa. La ciudad les pareció primitiva y mal defendida, siempre comparando con Xihutla.
Las casas eran en su mayoría de barro, pocas de madera o piedra, situadas en grupos sobre pequeños cerros. Las gentes eran afables, pero silenciosas. Vivían sobre todo del pescado, de mar y de río. Sólo en grandes ocasiones o fiestas, cazaban y comían venado, que era su animal sagrado, como lo era el jaguar. Nadie esperaba invasiones o guerras procedentes del norte. Les parecieron demasiado confiados.
Por todo ello, se alegraron de poder seguir el viaje planeado, en cuanto Chantico estuvo recuperada de su difícil parto. Se repartieron en las tres nuevas naves, dotadas de remos nuevos, de techumbres ligeras, pero fuertes, y un suelo bien protegido. Por primera vez habían calafateado la base de las naves que estaba en contacto con el agua. Era un gran progreso para la navegación y estaban orgullosos de ello.
Salieron de la isleta que les había servido de refugio y descanso, bien aprovisionados de agua dulce, carne de venado y mucho trabajo por delante, para curtir las pieles que habían conseguido los cazadores. Cada nave llevaba a remolque una de las barcas antiguas, bien amarradas, porque en ellas iban las pieles y las cabras. Hasta que resistieran. Entonces emplearían la madera como mejor les pareciera. Habían aprendido a pescar peces más grandes y a secarlos o ahumarlos, como reserva. Los más pequeños disfrutaban al ver algunos delfines saltando a su alrededor, como su fuera una corte de bienvenida. Vieron también alguna ballena, pero procuraban esquivarlas, porque no conocían sus beneficios y además los atemorizaban.
Siempre junto a la líne a costera, seguían viendo manglares y selvas, coníferas y encinas. Rara vez veían algún pescador, de forma que consideraban que las grandes planicies costeras estarían deshabitadas por alguna razón concreta. Hicieron un alto en la desembocadura de dos ríos, que se juntaban en uno. El Humaya y el Tamazula. El clima era cada vez más frío y húmedo y necesitaban coger agua dulce. Los bosques estaban algo más alejados de las playas y vararon sus naves. Enseguida organizó Beezye una partida de caza, que volvió a las pocas horas sin nada. Sólo habían encontrado alimañas, sobre todo culebras y víboras. Si querían adentrarse en la selva, tendrían que protegerse mejor.
Xauqui se reía con ganas, mientras los cazadores explicaban su breve experiencia. En los meses que había vivido sola, hasta encontrar a Teotl, había aprendido a distinguir algunas culebras comestibles y a librarse de las víboras. Aseguraba que su carne era buena, con un sabor parecido a la carne de los guajalotes. Se habían comido hacía tiempo los dos guajalotes que llevaban, porque eran insoportables en la travesía. No hacían más que gritar e intentar volar fuera de la nave. En cambio, las cabras se habían comportado, más por miedo, que por otra razón.
Xauqui se ofreció a partir con los cazadores, para reconocer las serpientes que podrían servir. Además, sabía que con la piel se podían hacer guantes, calzado o bolsas resistentes. Hicieron un refugio con la madera de las tres barcas viejas, que ya iban a desechar, y lo cubrieron con las pieles antiguas, ya resecas y acartonadas. Se habían hecho ropa nueva con las pieles de venado, que resultaban suaves y moldeables, además de calientes. Aprovecharon la cantidad de caracoles marinos y tortugas que encontraron en la playa, para hacer un buen guiso.
Con las conchas de los bígaros Tinimencha y Chantico empezaron a hacer collares y pulseras, que venderían en el lugar que adoptaran como destino definitivo. Con los caparazones de las tortugas, hicieron cuencos, para sustituir los de cerámica que se habían roto en su mayoría.
Una noche, cuando estaban asando los trozos de culebras que habían traído los cazadores, Tet descubrió los ojos brillantes de dos ocelotes, atraídos por el olor de la comida. Ampliaron el fuego de la hoguera, pero ya los ocelotes habían capturado a dos de las cabras y herido a la tercera. Ya sólo les quedaban tres cabritillos, que al final se comieron, porque ya no tenían posibilidad de reproducción y no proporcionaban leche. Sentían haber perdido uno de sus manjares preferidos, el queso, aunque todavía tenían algunas reservas.
Poco antes de embarcarse de nuevo, los cazadores encontraron algunas chozas aisladas de tribus colhuas y yoremes. Eran campesinos y pescadores, hospitalarios y afables, que les hablaron de su ciudad principal, Huey Colhuacán, fundada por aztecas, unos cien años antes. EL nombre de Colhuacán significaba “cerros torcidos” y “ciudad de culebras”. La ciudad tenía un jefe, al que llamaban Tlatoani y tenía casas de piedra. Pero estaba más al interior y no interesó a los viajeros.
Como siempre, Naualli tomó nota de sus costumbres y ritos. Los yoremes (los que respetan) eran de origen azteca, que habían erigido la ciudad de Colhuacán en su peregrinaje, para cumplir la voluntad de su dios Huitzilopochtli, hasta que encontraran una serpiente devorada por un águila sobre un nopal. Habían conseguido una triple alianza con las tribus vecinas. Por eso no había señales de guerra, de momento. Aunque el dios de los aztecas era un guerrero. El hermano gemelo y el lado oscuro del bondadoso Quetzalcóatl.
Cuando por fin se embarcaron, Ixtoc y Tat anunciaron que estaban embarazadas. Ambas iban en la misma nave y aseguraron que se encontraban bien y no necesitarían hacer otra parada larga. La región de Quilá (río verde) estaba cubierta de vegetación en las orillas. Era un terreno llano regado por el río Humaya. En las pocas incursiones que hicieron a tierra, encontraron grupos de agricultores y cazadores, grandes familias con un jefe y preparados para la guerra defensiva. En las extensiones de cultivo había hortalizas y leguminosas, cuyas semillas compraron. En Quilá encontraron por casualidad una laguna de agua dulce, a la que llamaron Laguna Escondida.
Avanzaron hasta la tierra de los Mochis (tortuga de tierra), en territorio Guasave. Allí desembarcaron durante unos días, para celebrar el nacimiento de los dos bebés, dos niñas, que habían nacido en las naves. Por primera vez Naualli era el oficiante de la ceremonia de su propia hija, a la que llamaron Chicome (diosa del maíz) y le atribuyeron el sol, el fuego y el color rojo. Como animal protector, el ocelote, por sus brillantes ojos negros.
En cuanto a la hija de Beezye y Tet, recibió el nombre de Itzpapálotl (mariposa, estrella), que abreviarían en Itzpa. Le asignaron el aire, las estrellas y el color blanco. Sus padres eran cazadores, por lo que la protegería el jaguar como tótem.
La región era un valle de verdolagas (tortugas de tierra), regado por el río Fuerte. Sólo se distinguían dos cerros: el Cerro de la Memoria y la Loma Dorada. Algunos campesinos se habían acercado a contemplar la fiesta que estaban celebrando. Mientras compartían con ellos unos pasteles y una bebida, les contaron que el Cerro de la Memoria llevaba ese nombre, porque allí enterraban a sus muertos en grandes ollas, con sus objetos preferidos que, generalmente, eran armas, en el caso de los hombres, o pequeños cuchillos, en el caso de las mujeres. Los niños eran enterrados con sus madres.
A lo lejos, la Sierra de Barobampo. A pesar de estar más al norte, el clima parecía más cálido, aunque seguía siendo muy húmedo. Allí pudieron cazar algunos jabalíes, cuya carne les parecía de sabor fuerte, pero exquisita. Cuando llegaran a su destino, se proponían criar estos animales. Y su destino era el origen de Aztlán. Lo habían decidido desde el principio de su viaje. Naualli llevaba consigo el códice sagrado, que señalaba el lugar como una isla paradisíaca, en medido de un lago salado, con montañas al fondo.
El lago era el Metztliapán (lago de la luna). La isla era rica en aves, vegetación y pescado, con fuentes junto a sauces, sabinas y alisos. En Aztlán no habría enfermedad ni muerte, porque estaba protegida por los dioses. La leyenda también decía que los aztlanes habían nacido de las entrañas de la tierra colorada (Chicomostoc). Todos creían plenamente en la leyenda, como algo real.
La costa se iba viendo más verde y empezaron a distinguir grandes palmerales. El paraíso debía estar cerca, porque ya se escuchaba el canto de preciosos pájaros, cuyos llamativos colores brillaban al sol. Se prepararon para el desembarco definitivo. Se adornaron con los collares y pulseras que habían hecho con las conchas de bígaros y con algunas de las joyas de oro y jade que traían desde Xihutla. Naualli se puso su traje de ceremonia, con un sol bordado en rojo y los rayos amarillos.
Mientras arrastraban las naves hacia la playa, se dieron cuenta de que un grupo de jóvenes los observaba. Metztli tuvo que reprimir un grito de alegría, al ver que llevaban una cinta roja atando su pelo y una pluma de color amarillo, prendida en la cinta y cayendo sobre las largas melenas. Sus ropas eran unas finas mantas de colores variados. A Metztli le parecía estar viendo a su padre, cuando ella era una niña. La emoción la embargó y se echó a llorar.
También los jóvenes isleños los miraban con curiosidad: sus rasgos físicos eran parecidos a los de ellos: ojos grandes bajo pobladas cejas, nariz aguileña y mentón cuadrado. Paulatinamente se iban acercando más personas, entre ellos un hombre, cuyo atuendo indicaba su condición de hombre sagrado. Era el chamán, que se inclinó ante Naualli. La túnica que llevaba Naualli representaba al sol y aquellas gentes adoraban al sol. Hablaban nahuatl, con ligeras variaciones y se entendieron bien. No eran muchos.
Era una gran familia, sin jefes, donde se respetaba a los mayores. Parecían felices. Vivían en cabañas y tenían una gran casa de piedra, donde comían todos juntos. Hechas las presentaciones, les ofrecieron alojarse en la casa comunal, hasta que tuvieran sus propias cabañas. Daban por hecho que se quedarían allí.
Mientras comían papas con calabaza y aves asadas, Naualli ofreció la miel que llevaban y algunos quesos. Los aztlanes criaban ovejas y enseguida Ixtoc explicó cómo hacer queso. La charla se animo hasta el ocaso, cuando los niños empezaban a quedarse dormidos. El chamán se admiró de algunos nombres de sus invitados, como el de Tonatiu, que era uno de los nombres con que ellos llamaban al sol. Naualli pidió que los admitieran para quedarse definitivamente, porque era la meta de su viaje. Y el chamán contó su leyenda, cómo su dios les había ordenado viajar hacia el sur, hasta encontrar un lugar parecido, con lagunas y vegetación abundante y nopales. Pero eso tardaría aún muchos años en realizarse, porque el dios sol aún no había dado la señal.
Se adaptaron con facilidad. Veían Xihutla como un tiempo lejano, aunque echaban de menos a sus mayores y el orden que reinaba en su vieja patria. Podrían enseñarles muchas cosas prácticas y quizá ayudarles en la organización de su futuro viaje, si se dejaban enseñar y si llegaban a hacerlo. Tepeyolotl plantó las semillas de cacao y tomate, que traía, como si fuera un tesoro. Mientras lo hacía, se le acercó una joven, interesada en los cultivos. La realidad era que la joven Octli (maguey) estaba más interesada en él, que en los cultivos.
También interesaron mucho al chamán los conocimientos astrales de Wakul, sus dibujos y sus grabados. Los niños aprenderían a grabar los petroglifos, para dejar una huella de la existencia de aquel lugar paradisíaco.
9.- POTOSÍ
SIGNIFICADO DE LOS NOMBRES PROPIOS
Acámbaro = Lugar de Magueyes
A desde el principio del viaje, se habían agrupado en diez barcas, llevando las otras diez a remolque con la carga. Pronto decidieron emparejarlas de dos en dos, lo que les daba más estabilidad y fuerza frente a las olas. Teotl y Tapora las habían unido con fuertes lianas y goma de hule. Así y todo, algunas se habían soltado y habían tenido que ser reparadas en infinidad de ocasiones.
Se acercaban al trópico de Cáncer y la costa estaba bordeada de sierras, que les servían para aprovechar la vegetación y la fauna. La selva era, en general, caducifolia y espinosa. Encontraron yutes, cuya fibra usaron para reforzar el suelo y la techumbre de las barcas, así como para hacerse arpilleras y forrar sus deterioradas ropas. Xauqui tenía buena experiencia con este tipo de tejido y enseñó a las otras chicas, cuando las pieles estaban ya tan estropeadas que las dejaron sobre los techados de las barcas, porque ya no podían usarlas, por su humedad y su dureza. Algunas se habían fracturado.
También encontraron madera de torote, tepehuaje, coníferas y encinas, con la que iban renovando los maderos más gastados de sus barcas. No dejaban el trabajo ni un momento, pero estaban contentos. También se aprovechaban de los abundantes matorrales costeros, como el lomboy, el zacate, el mangle o el ocotillo, comestible, como explicó Ixtoc a Naualli, cada día más admirado por la sabiduría de su esposa sobre todo tipo de plantas.
Cerca de Mazatlán habían tenido que detenerse varias semanas, porque Cántico estaba a punto de dar a luz. Metztli había querido ver de cerca la tierra soñada por su padre y, debido al precario estado de Chantico, habían decidido hacer un alto en su singladura. Desembarcaron en una franja de tierra de formación volcánica. Era una pequeña isla, frente a la cual se extendía una playa de arena fina, que parecía no tener fin. En la isleta había diversas oquedades, en una de las cuales instalaron a Chantico y a su esposo Tonatiu, que estaba tan asustado como ella. Con ellos se quedaron Naualli e Ixtoc, para ayudar en el nacimiento del bebé.
Entre tanto, los demás llevaron a tierra las barcas y las colocaron en círculo, tanto para formar una barrera de defensa, como para reunirse alrededor de una fogata central y determinar sus siguientes movimientos. Un día más tarde, nacía el bebé de Chantico, un niño, de pelo moreno y tez clara, como su madre, y unos brillantes y curiosos ojos marrones, como su padre. Para celebrar el nacimiento, hicieron una pequeña fiesta con queso y tortas de los frutos del mangle, machacados y mezclados con miel, de la que aún conservaban varias vasijas.
Le pusieron por nombre Amilotl (Pez Blanco), porque habían visto varios delfines saltar cerca de la costa. Sus características astrales fueron la luna llena, porque nació con una hermosa luna llena; su color, el blanco y su elemento vital, el agua, como animal protector, le asignaron el delfín, para que le diera su inteligencia y su afabilidad.
Acabada la celebración, Beezye y Tet propusieron ir a la franja costera, desde la que se distinguían bosques de coníferas y encinos. Esperaban conseguir algunos animales, para carne y pieles y así renovar su dieta alimenticia y su ya escasa reserva de pieles. Con ellos fueron Centeotl, también buen cazador, y Metztli y Wakul, que querían explorar aquella tierra soñada por Yacatecutli. Dejaron a Tiat con Mizquitín, que prefería quedarse, porque su hija Iyácata era demasiado pequeña para participar en una cacería. Tiat se quedó encantado con su amigo Kaluh.
Tapora y Teotl observaron las ramas de los mangles, cuya madera non parecía estropearse con el agua salada. Ixtoc había recomendado usar sus frutos como harina para hacer tortas y opinaba que la madera era fuerte. ¿Por qué no probar esa madera en las barcas? Así que Tapora empezó a cortar las ramas más fuertes y gruesas y propuso construir nuevas barcas, para sustituir las más estropeadas. Tenían tiempo suficiente, hasta que volvieran los que se habían internado en tierra firme. Tapora y Teeotl hicieron una barca de tamaño mucho mayor que las suyas, más resistente y con mayor calado. Naualli opinaba que, al no tener ya tanta carga, podrían ir todos en dos o tres barcas. Ya se habían comido los guajalotes, pero aún tenían las cabras y dos cabritillos, que habían nacido durante la travesía.
Cuando volvieron los cazadores, ya tenían tres barcas bien aparejadas. Las habían probado y les parecieron resistentes y satisfactorias. Los cazadores venían con una gran carga y muchas cosas que contar. Habían llegado a la ciudad de Mazatlán, habitada por Tepehuanes (dueños de cerros), cuya lengua era casi ininteligible. Tuvieron que comunicarse por señas, aunque Wakul enseguida consiguió aprender algunas palabras básicas, con raíz nahuatl. No había señales de guerra, por lo menos en la costa. La ciudad les pareció primitiva y mal defendida, siempre comparando con Xihutla.
Las casas eran en su mayoría de barro, pocas de madera o piedra, situadas en grupos sobre pequeños cerros. Las gentes eran afables, pero silenciosas. Vivían sobre todo del pescado, de mar y de río. Sólo en grandes ocasiones o fiestas, cazaban y comían venado, que era su animal sagrado, como lo era el jaguar. Nadie esperaba invasiones o guerras procedentes del norte. Les parecieron demasiado confiados.
Por todo ello, se alegraron de poder seguir el viaje planeado, en cuanto Chantico estuvo recuperada de su difícil parto. Se repartieron en las tres nuevas naves, dotadas de remos nuevos, de techumbres ligeras, pero fuertes, y un suelo bien protegido. Por primera vez habían calafateado la base de las naves que estaba en contacto con el agua. Era un gran progreso para la navegación y estaban orgullosos de ello.
Salieron de la isleta que les había servido de refugio y descanso, bien aprovisionados de agua dulce, carne de venado y mucho trabajo por delante, para curtir las pieles que habían conseguido los cazadores. Cada nave llevaba a remolque una de las barcas antiguas, bien amarradas, porque en ellas iban las pieles y las cabras. Hasta que resistieran. Entonces emplearían la madera como mejor les pareciera. Habían aprendido a pescar peces más grandes y a secarlos o ahumarlos, como reserva. Los más pequeños disfrutaban al ver algunos delfines saltando a su alrededor, como su fuera una corte de bienvenida. Vieron también alguna ballena, pero procuraban esquivarlas, porque no conocían sus beneficios y además los atemorizaban.
Siempre junto a la líne a costera, seguían viendo manglares y selvas, coníferas y encinas. Rara vez veían algún pescador, de forma que consideraban que las grandes planicies costeras estarían deshabitadas por alguna razón concreta. Hicieron un alto en la desembocadura de dos ríos, que se juntaban en uno. El Humaya y el Tamazula. El clima era cada vez más frío y húmedo y necesitaban coger agua dulce. Los bosques estaban algo más alejados de las playas y vararon sus naves. Enseguida organizó Beezye una partida de caza, que volvió a las pocas horas sin nada. Sólo habían encontrado alimañas, sobre todo culebras y víboras. Si querían adentrarse en la selva, tendrían que protegerse mejor.
Xauqui se reía con ganas, mientras los cazadores explicaban su breve experiencia. En los meses que había vivido sola, hasta encontrar a Teotl, había aprendido a distinguir algunas culebras comestibles y a librarse de las víboras. Aseguraba que su carne era buena, con un sabor parecido a la carne de los guajalotes. Se habían comido hacía tiempo los dos guajalotes que llevaban, porque eran insoportables en la travesía. No hacían más que gritar e intentar volar fuera de la nave. En cambio, las cabras se habían comportado, más por miedo, que por otra razón.
Xauqui se ofreció a partir con los cazadores, para reconocer las serpientes que podrían servir. Además, sabía que con la piel se podían hacer guantes, calzado o bolsas resistentes. Hicieron un refugio con la madera de las tres barcas viejas, que ya iban a desechar, y lo cubrieron con las pieles antiguas, ya resecas y acartonadas. Se habían hecho ropa nueva con las pieles de venado, que resultaban suaves y moldeables, además de calientes. Aprovecharon la cantidad de caracoles marinos y tortugas que encontraron en la playa, para hacer un buen guiso.
Con las conchas de los bígaros Tinimencha y Chantico empezaron a hacer collares y pulseras, que venderían en el lugar que adoptaran como destino definitivo. Con los caparazones de las tortugas, hicieron cuencos, para sustituir los de cerámica que se habían roto en su mayoría.
Una noche, cuando estaban asando los trozos de culebras que habían traído los cazadores, Tet descubrió los ojos brillantes de dos ocelotes, atraídos por el olor de la comida. Ampliaron el fuego de la hoguera, pero ya los ocelotes habían capturado a dos de las cabras y herido a la tercera. Ya sólo les quedaban tres cabritillos, que al final se comieron, porque ya no tenían posibilidad de reproducción y no proporcionaban leche. Sentían haber perdido uno de sus manjares preferidos, el queso, aunque todavía tenían algunas reservas.
Poco antes de embarcarse de nuevo, los cazadores encontraron algunas chozas aisladas de tribus colhuas y yoremes. Eran campesinos y pescadores, hospitalarios y afables, que les hablaron de su ciudad principal, Huey Colhuacán, fundada por aztecas, unos cien años antes. EL nombre de Colhuacán significaba “cerros torcidos” y “ciudad de culebras”. La ciudad tenía un jefe, al que llamaban Tlatoani y tenía casas de piedra. Pero estaba más al interior y no interesó a los viajeros.
Como siempre, Naualli tomó nota de sus costumbres y ritos. Los yoremes (los que respetan) eran de origen azteca, que habían erigido la ciudad de Colhuacán en su peregrinaje, para cumplir la voluntad de su dios Huitzilopochtli, hasta que encontraran una serpiente devorada por un águila sobre un nopal. Habían conseguido una triple alianza con las tribus vecinas. Por eso no había señales de guerra, de momento. Aunque el dios de los aztecas era un guerrero. El hermano gemelo y el lado oscuro del bondadoso Quetzalcóatl.
Cuando por fin se embarcaron, Ixtoc y Tat anunciaron que estaban embarazadas. Ambas iban en la misma nave y aseguraron que se encontraban bien y no necesitarían hacer otra parada larga. La región de Quilá (río verde) estaba cubierta de vegetación en las orillas. Era un terreno llano regado por el río Humaya. En las pocas incursiones que hicieron a tierra, encontraron grupos de agricultores y cazadores, grandes familias con un jefe y preparados para la guerra defensiva. En las extensiones de cultivo había hortalizas y leguminosas, cuyas semillas compraron. En Quilá encontraron por casualidad una laguna de agua dulce, a la que llamaron Laguna Escondida.
Avanzaron hasta la tierra de los Mochis (tortuga de tierra), en territorio Guasave. Allí desembarcaron durante unos días, para celebrar el nacimiento de los dos bebés, dos niñas, que habían nacido en las naves. Por primera vez Naualli era el oficiante de la ceremonia de su propia hija, a la que llamaron Chicome (diosa del maíz) y le atribuyeron el sol, el fuego y el color rojo. Como animal protector, el ocelote, por sus brillantes ojos negros.
En cuanto a la hija de Beezye y Tet, recibió el nombre de Itzpapálotl (mariposa, estrella), que abreviarían en Itzpa. Le asignaron el aire, las estrellas y el color blanco. Sus padres eran cazadores, por lo que la protegería el jaguar como tótem.
La región era un valle de verdolagas (tortugas de tierra), regado por el río Fuerte. Sólo se distinguían dos cerros: el Cerro de la Memoria y la Loma Dorada. Algunos campesinos se habían acercado a contemplar la fiesta que estaban celebrando. Mientras compartían con ellos unos pasteles y una bebida, les contaron que el Cerro de la Memoria llevaba ese nombre, porque allí enterraban a sus muertos en grandes ollas, con sus objetos preferidos que, generalmente, eran armas, en el caso de los hombres, o pequeños cuchillos, en el caso de las mujeres. Los niños eran enterrados con sus madres.
A lo lejos, la Sierra de Barobampo. A pesar de estar más al norte, el clima parecía más cálido, aunque seguía siendo muy húmedo. Allí pudieron cazar algunos jabalíes, cuya carne les parecía de sabor fuerte, pero exquisita. Cuando llegaran a su destino, se proponían criar estos animales. Y su destino era el origen de Aztlán. Lo habían decidido desde el principio de su viaje. Naualli llevaba consigo el códice sagrado, que señalaba el lugar como una isla paradisíaca, en medido de un lago salado, con montañas al fondo.
El lago era el Metztliapán (lago de la luna). La isla era rica en aves, vegetación y pescado, con fuentes junto a sauces, sabinas y alisos. En Aztlán no habría enfermedad ni muerte, porque estaba protegida por los dioses. La leyenda también decía que los aztlanes habían nacido de las entrañas de la tierra colorada (Chicomostoc). Todos creían plenamente en la leyenda, como algo real.
La costa se iba viendo más verde y empezaron a distinguir grandes palmerales. El paraíso debía estar cerca, porque ya se escuchaba el canto de preciosos pájaros, cuyos llamativos colores brillaban al sol. Se prepararon para el desembarco definitivo. Se adornaron con los collares y pulseras que habían hecho con las conchas de bígaros y con algunas de las joyas de oro y jade que traían desde Xihutla. Naualli se puso su traje de ceremonia, con un sol bordado en rojo y los rayos amarillos.
Mientras arrastraban las naves hacia la playa, se dieron cuenta de que un grupo de jóvenes los observaba. Metztli tuvo que reprimir un grito de alegría, al ver que llevaban una cinta roja atando su pelo y una pluma de color amarillo, prendida en la cinta y cayendo sobre las largas melenas. Sus ropas eran unas finas mantas de colores variados. A Metztli le parecía estar viendo a su padre, cuando ella era una niña. La emoción la embargó y se echó a llorar.
También los jóvenes isleños los miraban con curiosidad: sus rasgos físicos eran parecidos a los de ellos: ojos grandes bajo pobladas cejas, nariz aguileña y mentón cuadrado. Paulatinamente se iban acercando más personas, entre ellos un hombre, cuyo atuendo indicaba su condición de hombre sagrado. Era el chamán, que se inclinó ante Naualli. La túnica que llevaba Naualli representaba al sol y aquellas gentes adoraban al sol. Hablaban nahuatl, con ligeras variaciones y se entendieron bien. No eran muchos.
Era una gran familia, sin jefes, donde se respetaba a los mayores. Parecían felices. Vivían en cabañas y tenían una gran casa de piedra, donde comían todos juntos. Hechas las presentaciones, les ofrecieron alojarse en la casa comunal, hasta que tuvieran sus propias cabañas. Daban por hecho que se quedarían allí.
Mientras comían papas con calabaza y aves asadas, Naualli ofreció la miel que llevaban y algunos quesos. Los aztlanes criaban ovejas y enseguida Ixtoc explicó cómo hacer queso. La charla se animo hasta el ocaso, cuando los niños empezaban a quedarse dormidos. El chamán se admiró de algunos nombres de sus invitados, como el de Tonatiu, que era uno de los nombres con que ellos llamaban al sol. Naualli pidió que los admitieran para quedarse definitivamente, porque era la meta de su viaje. Y el chamán contó su leyenda, cómo su dios les había ordenado viajar hacia el sur, hasta encontrar un lugar parecido, con lagunas y vegetación abundante y nopales. Pero eso tardaría aún muchos años en realizarse, porque el dios sol aún no había dado la señal.
Se adaptaron con facilidad. Veían Xihutla como un tiempo lejano, aunque echaban de menos a sus mayores y el orden que reinaba en su vieja patria. Podrían enseñarles muchas cosas prácticas y quizá ayudarles en la organización de su futuro viaje, si se dejaban enseñar y si llegaban a hacerlo. Tepeyolotl plantó las semillas de cacao y tomate, que traía, como si fuera un tesoro. Mientras lo hacía, se le acercó una joven, interesada en los cultivos. La realidad era que la joven Octli (maguey) estaba más interesada en él, que en los cultivos.
También interesaron mucho al chamán los conocimientos astrales de Wakul, sus dibujos y sus grabados. Los niños aprenderían a grabar los petroglifos, para dejar una huella de la existencia de aquel lugar paradisíaco.
9.- POTOSÍ
La
aventura de los viajeros que se dirigían al interior del continente no fue tan
afortunada como la del grupo de navegantes. De hecho, en varias ocasiones
estuvieron tentados de volver a la patria. Las carretas eran demasiado pesadas
y difíciles de conducir por los accidentados caminos hacia el este. Su factura
se había mejorado notablemente y, aún así, acababan cada jornada totalmente
agotados. Además, había tres embarazadas, a las que muchas veces obligaban a ir
dentro de las carretas, porque para ellos los niños eran el futuro y no querían
que se perdiera ninguno por los necesarios esfuerzos del viaje.
Itzam,
asesorado por su maestro Teotl, llevaba ya fijada una ruta, que seguirían, en
lo posible. Su esposa Cuicani se ocupaba de ir tomando nota de los lugares por
donde pasaban, de las gentes que encontraban y de sus costumbres. Los gemelos
hacían dibujos con las características físicas de las personas y de la
geografía de cada lugar. En una bolsa de cuero iban guardando ordenadas las
vitelas. Sería la historia de la tribu de Xihutla, que quedaría para sus
descendientes.
Siguiendo
el río Lerma, desde su desembocadura en el océano, y que nacía en los
manantiales de Almoloya, desaguando en el lago Chapala, se sentían más seguros
porque estarían surtidos de agua y pescado, por si no podían cazar. Acampaban
en lugares que les parecían seguros, colocando las carretas en círculo y
refugiándose en ellas, cuando el clima se hacía difícil de soportar, sobre todo
la lluvia torrencial. A veces necesitaban descansar varios días, pero no tenían
prisa por llegar a su destino. Preferían estar sanos y fuertes.
Así
consiguieron llegar a Chupícuaro (Lugar Azul), tras cinco meses de viaje. Se
habían encontrado con grupos tarascos y algunos chichimecas, que no parecían
querer relación alguna con ellos. Cada grupo seguía su camino, sin molestarse
entre sí. Los tarascos mantenían siempre una actitud belicosa. Los sueños de
los viajeros se iban derrumbando con el tiempo. Habían pensado comerciar,
recoger conocimientos, pero hasta ahora no había sido posible. Las agrupaciones
tribales eran chozas, sobre plataformas de piedra con piso de lodo. La mayoría
eran cazadores y recolectores y no se veía signo alguno de manifestaciones
escritas.
El
grupo de viajeros no tenía, de momento, intención de quedarse más tiempo en
ninguna de las aldeas. Se decidieron a hacer un alto en el camino, junto a un
lago de agua dulce, que los indígenas llamaban Chapala, porque Cuicani ya
estaba de parto y a Teosihuitl y a Iqualoca les quedaba poco más de un mes.
Eligieron el lugar llamado Acámbaro
(Lugar de Magueyrs) los habitantes de la zona eran de raza mazahua y les
permitieron acampar dentro de sus muros de protección, así sí, sin mezclarse
con ellos. Eran cazadores y respetaban la vida humana. Por eso permitían que
Cuicani pudiera dar a luz allí. Cada animal que cazaban, se lo agradecían a los
dioses y procuraban no cazar hembras o cachorros, para que la vida continuara.
Cuicani
tuvo un niño, al que dieron el nombre de Xolotl (Lucero de la Tarde), porque
nació al atardecer. Preguntaron a sus anfitriones si querrían celebrar la
fiesta del nacimiento con ellos y los mazahuas aceptaron. Así empezó una
relación, que se iría estrechando, aunque de poca duración. Para laa ceremonia,
los mazahuas se pintaron la cara y el cuerpo con figuras geométricas de colores
ocre, rojo y negro. Llevaban sandalias de cuero, taparrabos y gran cantidad de
adornos: collares, orejeras, ajorcas y aretes, hechos de conchas, huesos y
piedra. Las mujeres iban decoradas igualmente, pero sin ninguna pieza de ropa.
Ofrecieron como regalo al recién nacido y a su madre varias figuras de cerámica
de colores.
Por
fin tuvo Itzam la oportunidad de hablar con los tres chamanes y pudo
intercambiar información. Había tres chamanes, porque su mundo espiritual
estaba dividido en tres partes:
- El
supremo, el cielo, cuyo dios supremo era el sol, que dominaba también las otras
dos partes.
-
La
tierra, considerada la madre de todo, incluso del sol
-
El
subterráneo, habitado por espíritus malignos.
Daban culto a los muertos y consideraban que
seguían viviendo en comunicación con los vivos, a los que ayudaban desde su
residencia en las estrellas. Los sepulcros estaban excavados a mucha
profundidad. Así los cadáveres regeneraban la tierra y el ciclo vital no se
rompería. Construían altares para honrar a los dioses del cielo y la tierra,
nunca a los infernales.
Casi
todo era nuevo para la tribu de Xihutla, que habían dicho a sus anfitriones que
eran de procedencia azteca. Aunque la comida había sido sencilla, se habían
preparado bebidas del zumo del maguey y su efecto somnífero les hizo descansar
toda la noche.
Unos
días más tarde, se despidieron de los mazahuas y siguieron la cuenca del río
Lerma, que ahora se juntaba con el Coroneo. El río formaba un amplio meandro
rumbo al norte. Ya estaban en territorio zacateca, cuando volvieron a acampar
una temporada para que nacieran los bebés de Iqualoca y Teoxihuitl. Ayudadas
por Cuicani, que ya tenía experiencia como curandera y matrona desde niña,
Teoxihuitl dio a luz una niña, Cacama (mazorca de Maíz), con un pelo tan rubio,
que recordaba los campos de maíz. Dos semanas después nacía el bebé de
Iqualoca, un niño, al que llamaron Quachic (Maestro). Celebraron brevemente los
nacimientos y siguieron su camino, porque no conocían las costumbres de las
nuevas tribus y tenían reparos en encontrarse con los zacatecas.
Las
aldeas eran muy pequeñas y poco pobladas. Los campesinos los veían pasar sin
apenas levantar los ojos de sus tareas. El grupo de Itzam echaba de menos la
hospitalidad que había caracterizado a los ciudadanos de Xihutla. A veces, se
desanimaban, pensando que nunca conectarían con ninguna tribu amiga. Ya casi no
encontraban motivos para buscar un lugar para asentarse y fundar la nueva
ciudad que soñaban.
De
las diez carretas con las que habían salido, ya sólo quedaban cuatro en buen
estado y estaban de acuerdo en usar la madera de las otras para construirse un
buen refugio y finalizar su viaje. Jaleb y Xowyotzin iban observando las
estrellas, como les había enseñado Wakul y guiaban al grupo siguiendo el brillo
de la que ellos llamaban Estrella Blanca, que brillaba más que las demás y
siempre los dirigiría hacia el norte. Con todas las precauciones posibles,
buscaban ya un lugar adecuado para asentarse: una meseta alta, no lejos de una
cuenca fluvial y resguardada por bosques.
Estaban
al pie de una sierra, en las estribaciones de la Sierra Madre Oriental, más
suave que la cadena occidental. Aún así, escarpada. Se detuvieron junto a un
bosque de pinos, sobre una colina de roca volcánica, cuya parte posterior era
un barranco casi vertical, bajo el que se veía un valle, por donde campaban a
sus anchas venados, ardillas y codornices. A pesar de la altura, el clima
parecía templado. La lluvia era fina y el sol calentaba la meseta. Quizá fuera
un buen presagio.
Colocaron
las carretas rotas en vertical, como defensa, y se acomodaron lo mejor que
pudieron, hasta que exploraran los alrededores, antes de considerar el lugar
como asiento definitivo. Dejaron a las cabras correr por el monte. Ya eran
siete y les proporcionaban leche, como alimento y par seguir fabricando sus
quesos. Cuicani y Haoka ya estaban observando las plantas, para encontrar
alguna parecida al cardo, para fermentar la leche. No se atrevían a alejarse
del grupo, pero sí encontraron algunas plantas medicinales que conocían, y
renovaron la bolsa de sus medicinas, ya casi vacía.
Algunas
ardillas saltaban entre los árboles del bosque cercano, lo cual hizo gracia a
los niños, pero asustó a las cabras, que volvieron enseguida con sus amigos
humanos. Se quedaron con las mujeres y los niños Itzam y Hanuha y los demás
marcharon al valle a cazar. Jaleb y su hermano gemelo Xowyotzin tenían la
intención de explorar los bosques y averiguar si al otro lado había algún
asentamiento humano. Cazaron dos venados y cuatro codornices. Podrían darse una
buena comida y hacer reservas para la estación fría, que ya se acercaba.
Tras
dejar su carga en la meseta, mientras despiezaban los animales, según la larga
experiencia de Tonali, Jaleb, Xowyotzin, Tlatli y Mixwatl salieron de nuevo a
explorar la región. Pasados los primeros bosques, encontraron varias montañas
de gran altura, pertenecientes de la Sierra Madre Oriental. De las montañas se
deslizaban numerosos torrentes, que confluían en dos grandes lagos. Pensaron
que quizá habría algún lago más. No había rastro de presencia humana y Tlatli,
con su olfato de cazador, imaginó que habría alguna fiera, como el puma.
Confirmó su sospecha cuando vio varios halcones sobrevolando uno de los picos.
Su experiencia le decía que habría también pequeños mamíferos con los que se
alimentarían las aves.
Ya
estaban de vuelta, para proponer a sus compañeros las posibilidades de estas
montañas, cuando oyeron lo que les pareció un quejido humano. Cogieron sus
armas, preparados para luchar, si era necesario. Con cautela se acercaron a una
oquedad en la falda de la montaña, de donde precedía el sonido. Lo que vieron
los dejó perplejos: tres mujeres muy jóvenes, casi niñas, atadas de pies y
manos, tiradas en el suelo. Sólo una de ellas estaba consciente y los miró con
ojos suplicantes, a la vez que aterrorizados. A sus pies había tres hombres,
también jóvenes, que parecían muertos. A dos de ellos les faltaban manos y pies.
El tercero tenía una herida profunda en el hombro y trataba de moverse. Los
cuatro cazadores no podían comprender tanta crueldad y se preguntaban si
habrían llegado a una tierra infernal.
Se
dijeron que no podían abandonar a los cuatro seres vivos y desataron a las
chicas. Fue el hombre el que con voz débil les dio las gracias y les pidió que
los sacaran de allí. Hablaba nahuatl, algo que no esperaban. Jaleb le dijo que
ahorrara esfuerzos para poder escapar y que ya les contaría lo sucedido. En cuanto
los jóvenes pudieron ponerse en pie y andar, se pusieron en marcha hacia el
campamento de los cazadores. Tuvieron que hacer varias paradas, porque los
cuatro jóvenes estaban desfallecidos. Una de las chicas no dejaba de llorar,
por haber tenido que dejar abandonados los cadáveres de sus dos compañeros.
Itzam,
preocupado por la tardanza de los cuatro cazadores, los vio llegar desde lo
alto de la roca y avisó a los demás de que no venían solos. Estaba claro que no
eran peligrosos, porque les costaba mantenerse en pie y se tambaleaban. Cuicani
y Haoka prepararon una infusión de corteza de sauce, para el dolor, mezclado
con miel y amapola machacada, para que tuvieran un sueño reparador. Vendaron el
hombro del joven con corteza de sauce y les dieron leche de cabra, para aliviar
su hambre y su sed. Después los dejaron dormir.
Ya
estaba el sol en su cenit cuando despertaron. Xilonen estaba preparando un
guiso de venado con hierbas aromáticas y los invitó a unirse a ellos. Todos los
miraban con curiosidad. Las tres chicas permanecían en silencio y con la mirada
baja. El pequeño Texcatl se acercó al desconocido y le preguntó quién era. El
hombre le sonrió y se decidió a hablar, con la confianza de que sus salvadores
le entendían.
Se
presentó como Noma (Mano) y a las jóvenes como Quequl (Cactus), Omec (Primera
Diosa creadora) y Tlamat (mujer de Ciencia). Noma y Quequl eran hermanos y de
una tribu aymara procedente del sur y descendientes de un pueblo ya extinguido,
dominado por los incas. Habían viajado
hacia el norte durante varios años hasta encontrar un grupo de chichimecas, que
los habían aceptado en su aldea. Omec y Tlamat habían sido sus amigas desde el
principio y habían vivido con ellas durante dos años. Hasta que una feroz tribu
de zacatecas los había invadido y subyugado.
Tlamat
era hija de la Mujer Sabia y estaba bien instruida como curandera. Solía
ayudarla Omec. Los chichimecas estaban acostumbrados a ser considerados
inferiores por las otras tribus, en su largo viaje desde las tierras de los
míticos aztlanes. Sólo se ponían en pie de guerra, si tenían posibilidades de
vencer. En este caso se habían sometido, para evitar muertes entre los suyos.
Pero los zacatecas abusaban de los que consideraban sus siervos.
Los
dos jóvenes que habían sido mutilados se
habían enzarzado en una pelea por comida. Tlamat, Omec y Quequl habían
intentado curar sus heridas. Y mientras lo hacían, se presentaron en su choza
varios guerreros zacatecas para castigar el robo de los dos chicos. Les
cortaron las manos y se llevaron también a las tres chicas y a Noma, que acudió
a defenderlas. El castigo por rebelarse era la muerte por inanición, porque no
eran dignos de ser sacrificados al sol. Al llegar a la cueva, cortaron los pies
de los dos ladrones, para que no huyeran. Ni siquiera se ocuparon de Noma, que
estaba inconsciente, y al que habían herido en el hombro. Llevaban tres días,
cuando los cazadores los rescataron de una muerte segura. Los dos ladronzuelos
habían muerto desangrados, sin haber recuperado el sentido.
Estaban
todos escuchando tan aterrorizados, que no se atrevían a hacer preguntas. Itzam
propuso realizar una ceremonia al sol, para desagraviarlo por tanta crueldad
innecesaria y sin sentido. Acabada la ceremonia, siguieron reunidos para
decidir qué hacer, si continuar en ese lugar, o buscar otro más seguro y lejos
de los zacatecas. Tímidamente Tlamat pidió la palabra. Ella y Omec habían
nacido en aquella tierra y la conocían bien, por sus continuas excursiones
buscando plantas medicinales. Conocían lugares a gran altura, con mesetas, en
las que había aguas subterráneas fluyendo continuamente, con buenos terrenos
para el cultivo y con gramíneas perennes, cactus, de los que se podía extraer
agua, y nopales, el árbol sagrado de su dios.
Lo
más importante era que los zacatecas eran nómadas y cazadores y no irían a esas
altas mesetas, donde la mayor riqueza eran las minas de plata, estaño y litio.
A los zacatecas no les interesaba el metal, ni querían permanecer en un lugar
fijo. Se alimentaban casi exclusivamente de carne, a veces humana, en sus
sangrientos rituales.
El
lugar era llamado por los aborígenes Potosí. Jaleb escuchaba a Tlamat
extasiado. Era de complexión fuerte, altura media, rostro ovalado, nariz chata
y ojos grandes y oscuros. Le parecía
preciosa. Lo mismo le ocurría a Noma, que no dejaba de mirar a Haoka, hasta
hacer que se sonrojara.
Estuvieron varios días calculando los pros y
los contras de la decisión que tomaran. Se pusieron en camino para alejarse de
tan malas vibraciones que producía el lugar y los zacatecas. A Xilonen se le
habían iluminado los ojos, al oír hablar de los metales, que ella sabía
trabajar con tanta belleza y destreza. Noma y Quequl, de origen aymara,
hablaban de su gente perdida y de sus creencias. En su cuenta del tiempo,
creían ser la tribu más antigua, de más de cinco mil años solares.
El
camino, evitando los pequeños grupos de aldeas, era cada vez más difícil, pero
la ilusión había renacido en ellos. Habían abandonado las carretas viejas,
utilizando la madera sobrante para reforzar y reparar las cuatro aún servibles.
La joven Quequl iba en una de ellas, cuidando a los niños, demasiado pequeños
para caminar. Llegaron a la meta señalada por Tlamat dos meses después. El
panorama era espléndido.
Al
llegar a la meseta más alta, otearon el horizonte y no vieron señales de
hábitat alguno. Tlatli, Mixwatl y Xowyotzin fueron inmediatamente a explorar
toda la zona. Volvían contentos por lo que habían vislumbrado. Sobre todo,
porque no había asentamientos humanos. Empezaba su buena suerte. No del todo.
Xowyotzin resbaló y cayó montaña abajo. Lo mismo que le había pasado a
Yacatecutli. Cuando llegaron al campamento, el joven había muerto. nada podía
consolar a Jaleb de la pérdida de su hermano gemelo. Sentía como si lo hubieran
partido por la mitad.
Estuvo
junto al cadáver toda la noche y al amanecer habló con Itzam para el entierro.
Quería que reposara en la tierra, junto al agua, con sus cinceles de grabador,
su arco y sus flechas. Tlamat le ayudó a lavar y vestir el cadáver. En un
extremo de la meseta nacía un torrente y allí lo enterraron, sentado con un
tarro de miel, que tanto le gustaba. Jaleb grabó su nombre y el del nuevo
asentamiento que iban a construir: Nochipa Xihutla (Siempre Xihutla).
Jaleb
construyó su choza de madera y pieles junto a la tumba de su hermano.
Organizaron la situación de las chozas como las kiwas de su antigua patria, en
círculo alrededor de la casa-templo que habitaron Itzam y Cuicani con su hijo
Xólotl. Casi un años después celebraron las bodas de Jaleb con Tlamat, de Noma
con Haoka, de Tlatli con Quequl y de Mixwatl con Omec.
Nome
y Quequl querían celebrar el rito de sus antepasados y las cuatro parejas
estuvieron de acuerdo. Sobre un altar de piedra, que luego mantendrían para
otras ceremonias, ofrecieron algunas de las plantas que los rodeaban. Jïpuei
(cactus), Claxcali (tortas de maíz), copali (incienso), magnolias, kiswara,
Keñua y unas ramas de eucalipto. Era un homenaje a la Tierra, Akapacha, que les
concedería fertilidad, a ellos, a sus tierras y a sus animales. Sobre el mismo
altar derramaron agua, en honor del dios de la lluvia Tlaloc, para que
concediera lluvia beneficiosa. Cada uno colocó una pequeña piedra de roca
volcánica, para que Tunupa, el dios de los volcanes, no expresara su furia
contra ellos, y zumo de maguey. Era su homenaje al cosmos y al cielo,
Arajpacha.
Cada
pareja fue a su choza y sacó la comida y la bebida, que habían preparado el día
anterior, para agasajar a sus invitados. Durante la comida debían comunicar a
su tribu el nombre del primer hijo que tuvieran. El cielo lo escucharía y lo
protegería desde el momento de su concepción. Las cuatro parejas se habían
puesto de acuerdo para mantener vivo el recuerdo de los suyos. Ellos elegirían
un nombre de varón y ellas el de una mujer.
-
Jaleb
eligió Xowyotzin, en recuerdo de su hermano. Tlamat, el nombre de Chiumilpa,
por su abuela.
-
Noma,
eligió Iyac, por su padre. Haoka, Coatlicue, en honor a su maestra.
-
Tlatli,
escogió Beezye, por su compañero cazador, al que echaba de menos. Quequl,
Jalpa, en honor de su madre.
-
Por
último, Mixwatl dijo el nombre de Naualli, por su amigo el hechicero. Omec,
Yow, por su abuela.
Al acabar la ceremonia,
una fina lluvia empezó a caer. Todavía brillaba el sol y vieron emocionados un
arco iris, que interpretaron como una señal de los dioses. Su ciudad
prosperaría.
SIGNIFICADO DE LOS NOMBRES PROPIOS
Ah-Mun = Vegetación
Akapacha = Tierra Madre
Amilotl = Pez Blanco
Amololoa = Tierra de Víboras
Arajpacha = Cielo, Cosmos
Aztlán = Lugar de Garzas, Lugar de Blancura
Beezye = Jaguar
Cacama = Mazorca de Maíz
Centeotl = Maíz
Chac = Lluvia
Chamilpa = Salvia
Chantico = Hogar
Chichiquili = Flecha
Chicome = Diosa del Maíz
Chicomostoc = Tierra Colorada
Chupícuaro = Lugar Azul
Cihuatlán = lugar de mujeres hermosas
Claxcali = Tortas de Maíz
Coatlicue = Curandera
Colhuacán = Lugar de Culebras y de Cerros Torcidos
Copali = Incienso
Cuicani = Cantora
Cuixin = Gavilán
Hachtli = Juego de Pelota
Hanuha = Dios Luna
Haoka = Niebla
Huexotzina = Sauce
Iqualoca = Eclipse
Irapuato = Cerro que emerge de las Llanuras
Itzam = Lagarto
Itztetl = Roca
Itzapapálotl = Mariposa de obsidiana, Estrella
Ixtoc = diosa de la Sal
Iyac = Comandante
Iyákata = Pirámide
Jaleb = Iguana
Jalpa = Arena
Jípuri = Cactus
Kakal = Dios brillante
Kaluh = Extranjero
Kipa = Mujer
Laumari = Madre
Maóla = Día
Metztli = Luna
Metztliapán = Lago de la Luna
Mictlán = Mundo subterráneo
Mizquitín = Espejo de Cristal
Mochis = Tortuga de Tierra
Monteoc = Rayo y Relámpago
Naualli = Hechicero
Nayarit = Hijo de Dios
Nochipa = Siempre
Noma = Mano
Octli = Zumo de Maguey
Omec = Primera diosa Creadora
Papálotl = Mariposa
Paxtli = Heno
Quachic = Maestro
Quequl = Cactus
Querétaro = Lugar de Piedras
Quilá = Río Verde
Sinaloa = Tierra de Venados
Sima = Agua
Tau = Sol
Teac = Padre
Tecuani = Fiera, Jaguar
Tene = Madre
Teotl = Limpieza
Teoxihuitl = Turquesa
Tepehuanes = Dueños de Cerros
Tepeyolotl = Montaña
Tepic = Piedra Maciza
Tepora = Lobo Marino
Tevari = Abuelo Fuego
Texcatl = Espejo
Tiat = Mar
Tinime = Ardilla
Tinimencha = Ardilla
Tlacot = Sacerdote
Tlamat = Mujer de Ciencia
Tlamatín = Sabio
Tlanixte = Luz
Tlatli = Halcón
Tocortín = Sembrador
Tonalamati = Cuenta del Destino
Tonali = Destino
Tonatiu = Sol
Tonantzin = Ley
Tunupa = Dios de los Volcanes
Ubumari = Hijo del Sol y de la Tierra
Wakul = Cielo
Xauqui = Campana
Xibalbá = Inframundo
Xihutla = Lugar donde crece la Hierba
Xilonen = Diosa del Maíz
Xolotl = Lucero de la Tarde
Xowyotzin = Joven
Yacatecutli = Comerciante
Yoreme = el que Respeta
Yow = Agua
Zacateca = Lugar de Zacates
Zyum = Terremoto
CON ESTO DAMOS POR TERMINADA ESTA 2ª PARTE DE LA
TRILOGIA DE AZTLAN.
Seguiremos próximamente con la 3ª parte.
La Giagia Rosa Hernández Muñoz
ha fallecido el día 4 de enero de 2019
Seguiremos próximamente con la 3ª parte.
La Giagia Rosa Hernández Muñoz
ha fallecido el día 4 de enero de 2019
R.I.P.
Tendrá lugar en los años 1.300 de nuestra era, en torno a la evolución de las distintas tribus del pueblo azteca y su posterior desarrollo y expansión.
Pasamos del Atlántico al Pacífico y ahora al interior del actual México.
Pasamos del Atlántico al Pacífico y ahora al interior del actual México.
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