2ª TRILOGIA ATLANTIDA: AZTLÁN II: Aztecas


            INTRODUCCIÓN   SEGUNDA  TRILOGIA  DE AZTLAN


          Esta segunda parte de la trilogía de Aztlán está situada en los orígenes del imperio azteca, concretamente en Centro América, en época histórica, aproximadamente en el siglo VIII d.c. Los protagonistas son otros, aunque no muy diferentes de la etapa prehistórica, con cultura y sociedades algo más avanzadas, sobre todo, si se las compara con la cultura europea del momento.

Quisiera seguir interesando a mis nietos y a todo el que tenga la paciencia de seguir leyendo mis fantasías. Eso sí, sigo tomando como referencia textos escritos y códices antiguos, para no alejarme de la realidad. Ahora bien, los personajes son ficticios y también sus aventuras. Les he hecho pasar por lugares que aún existen y con restos arqueológicos, que pueden ser fácilmente comprobables.

           He tomado como referencia la obra del historiador Domingo Chimalpaín, los Códices Mendoza, Mendocino y Nomina así como a Fray Bernardino de Sahagún.
     
Así pues, los datos son reales, lo demás es producto de la imaginación. La acción se centra, esta vez, en la costa occidental, junto al ahora llamado océano Pacífico, en las ciudades de Acapulco, Puerto Vallarta (antigua Xihutla), Tomatlán, Chamela, Tecuan, Cihuatlán, Tuxcacueso, Autlán, etc. Veremos también el desarrollo de las culturas zapoteca, chichimeca y Azteca, además de su expansión y sus conquistas.
       
Los principales protagonistas son el grupo de fugitivos, que llegan a la costa pacífica y se asientan en Puerto Vallarta, con su jefe Paxtli y sus veintisiete compañeros. Cada historia, como en la fase anterior, presenta nuevos personajes, para ir enlazando la trama, que desembocará en nuevos ciclos de 52 años, con nuevos cataclismos, que suelen ser sucesos naturales. Daremos una lista de personajes, con sus significados, para que el lector pueda identificarlos.
          
Los acontecimientos se irán complicando, a la vez que diferentes grupos de tribus y de culturas vayan viviendo en común, para acabar engullidos por la gran nación azteca. Las libertades se van despertando, a pesar de lo cual, algunos conseguirán dominar a otros.
          
Espero que os guste, que podáis aprender algo más sobre el tema y, sobre todo, que nunca dejéis de utilizar la imaginación.

1.- LA LLEGADA. Alrededor del año 300 a.c.
 
         Las tres parejas de olmecas emprendieron el viaje hacia lo desconocido. Iban provistos de semillas de cacao, maíz, maleza coyote, teopatli y varios saquitos con plantas medicinales. Las mujeres llevaban su cesta de bodas, con las joyas y recuerdos de sus respectivas madres, algunas plumas y telas de lino para protegerse. Los hombres cargaban en sus mochilas herramientas, un pequeño disco-calendario y útiles de caza y pesca.
Desde el primer momento, se repartieron las tareas diarias: Iyac (Comandante) se puso al frente de la expedición y, como tal, realizaba los ritos religiosos y elegía el camino, aunque siempre con la aquiescencia de los demás. Su esposa Jalpa (Arena), ayudada por sus dos compañeras, se ocupaba de tener siempre preparadas las infusiones y de ir recolectando las plantas que conocía.
Chac (Lluvia) se ocupaba de la caza y siempre tenía algún animal pequeño o aves para el desayuno, que su esposa Papálotl (Mariposa) se apresuraba a asar en un espetón, que colocaba sobre el fuego. También solía colgar un caldero de cerámica con agua fresca para preparar una bebida caliente, antes de que su esposo saliera a cazar, mientras Ah-Mun (Vegetación) se acercaba a los arroyos y echaba la red. Casi todos los días conseguía varios peces, de modo que disfrutaban de comida abundante, que las mujeres sazonaban con especias y plantas.
La esposa de Ah-Mun, Chamilpa (Salvia) llevaba algunas vitelas, donde iba tomando nota del itinerario que seguían. Había aprendido a dibujar con su madre y sabía cómo fabricar pintura negra, con  grasa animal y ocre, mezclado con carbón vegetal.
Decidieron dirigirse hacia la otra orilla del lago Catemaco y, desde allí, pasar al interior. Solían acampar tres o cuatro días en cada lugar que elegían; tras explorar los alrededores y comprobar que no había nadie, buscaban un claro en el bosque y plantaban su única tienda, no muy grande. Pero no les importaba dormir juntos, porque eran buenos amigos.

Una vez llegados al extremo de la laguna, se internaron tierra adentro. Pocos días después vieron una cabaña hecha de ramas y paja. Chac se acercó con la precaución de un cazador y comprobó que allí vivían dos parejas. Sin pensarlo mucho, se presentó ante ellos, con las palmas hacia arriba, en señal de paz. Los jóvenes salieron y le invitaron por señas a que se sentara con ellos. Consiguieron comunicarse con las pocas palabras que conocían en nahuatl.
Se trataba de zapotecas, que habían escapado de su poblado, porque no les permitían casarse, por pertenecer a la misma tribu. Pensaban alejarse lo más posible y se alegraron cuando Chac les dijo que podrían viajar con ellos. Los cuatro jóvenes acompañaron a Chac hasta su refugio. Se presentaron ante el grupo, que los acogió con alegría.
Chichiquili (Flecha) era un buen cazador y su esposa Sima (Agua) era hija de la Mujer Sabia y había recibido sus enseñanzas. Estaba embarazada y, por eso, la huida había sido más lenta, aunque suponían que nadie los iba a seguir, porque la tribu los había repudiado. Se habían saltado una norma ancestral de la tribu, no emparejarse entre ellos.
La otra pareja estaba compuesta por Tlamatín (Sabio), hijo del gran sacerdote, y Tínime (Ardilla), una muchachita morena y tímida, de largo cabello negro y ojos avispados, que contaba apenas trece años, y seguía a todas partes a su amiga Sima.
Con la alegría propia de la juventud, se pusieron en marcha hacia la región de Acayucán. Se contaron sus vivencias y se asombraban de la semejanza de costumbres, a pesar de que los zapotecas diferían algo en la religión y en los ritos. Sus tribus provenían de Oaxaca y del Istmo de Tehuantepec. Se llamaban “el pueblo del zapote”, porque creían que habían nacido de las nubes y eran hijos de los dioses. (Be´neza significaba “gente cielo”)
Eran sedentarios y agricultores y habían inventado un sistema de riego artificial. Su cultura era parecida a la de los olmecas y mayas, en arquitectura y escultura. Utilizaban jeroglíficos, que plasmaban en piel de venado, y conocían la astrología. Tenían un ciclo anual de 365 días , dividido en 17 o 18 meses de veinte días, a los que seguían cinco días nefastos.
Los olmecas los escuchaban con atención y con sonrisas. Eran tan cultos como ellos y se llevarían bien. También ellos llevaban consigo semillas de cacao, además de chile, frijol, calabaza y maíz. Todas las noches se quedaban junto a la hoguera y se contaban sus historias. Iyac contó su salida de la Sierra de las Tuxtlas y cómo su tribu había llegado hasta allí, sus construcciones su ciudad y sus refugios. Seguían en la memoria de todos los nombres de Zyanya y su ingenio y la religiosidad de Cipactli.
Se acercaban ya a la región de Acayucán, lugar de cañas, de cultura jarocha, regada por los ríos Chacalapa y Lalana, y sus afluentes Michapán, Ixhuapán y Mexcalapa, además de numerosos arroyos, que les proporcionaban abundante pesca y agua pura y límpida. Las selvas se sucedían de continuo, con un clima cálido y suave, sin demasiada humedad. Los árboles, en su mayoría, eran de hoja perenne y las ardillas saltaban alegres de uno a otro. También pudieron ver conejos, tejones y armadillos.
Entonces le llegó el momento del parto a Sima. Su esposo Chichiquili se apresuró a construir una pequeña cabaña, con ramas y hojas, para que el bebé naciera en un hogar construido por su padre. Fueron dos días angustiosos, por la palidez y el agotamiento de Sima. Y nació el bebé, un niño. Tlamatín, como sacerdote, había preparado cenizas con los restos de las hogueras, para esparcirla por la cabaña. Explicó a sus asombrados amigos que la ceniza representaba a los antepasados, a los que rendían culto, además, allí grabarían las huellas del animal, que sería el tótem del niño y que le protegería durante toda su vida. Si algún animal entraba en el hogar, ése sería el tótem- si en tres días no aparecía ninguno, los padres elegirían el nombre de algún dios protector.
Las plegarias, recitadas por Chichiquili y Tlamatín, se hicieron en las lenguas popoluca y zapoteca. Durante el primer día, ningún animal entró en la cabaña, pero al atardecer, un gavilán se posó en el techo y permaneció  allí hasta la salida del sol. Tlamatín sugirió que era una señal de los dioses. Sima estuvo de acuerdo y el niño recibió el nombre de Cuixín (Gavilán), antiguo nombre también conocido por los olmecas.
El padre cogió al  niño en brazos y entró con él en un arroyo cercano, para que el agua le diera vida. Después, celebraron un pequeño banquete, consistente en aves y conejos, para honrar al espíritu del gavilán y rogarle que fuera el tótem de Cuixín y lo protegiera en su vida terrenal, hasta que se reuniera con él en la otra vida.
Caminaron hasta un asentamiento abandonado, ya en Acayucán, y allí permanecieron durante un mes, para que Sima se recuperara. En las tertulias nocturnas, Tlamatín siguió hablando de su religión. Su dios supremo era Totec, creador y sol. Cozobi era el dios del maíz, base de su alimentación. Quecuya se ocupaba de los terremotos y los dioses más venerados eran Bezelao, dios de los muertos y Cozana, dios de los antepasados. Creían en la vida posterior del espíritu, cuando alguien moría. A ellos ofrecían maíz y miel junto a las urnas funerarias.
Sima hizo las delicias de las mujeres, contando algunas leyendas de la cultura jarocha, como las historias sobre los chaneques, enanos protectores del agua, que no dejaban que los pozos se secaran nunca, o la Jicarita Encantada de la laguna salda de Alchichica, donde una mujer salía de la jícara y atraía a los hombres guapos al centro del lago, donde morían. Estas leyendas provocaban sonrisas, porque nadie creía en estos seres mágicos, aunque sí creían en dioses de la Naturaleza.
Tardaron varios meses en llegar a la zona de Chilpancingo. Por suerte, todos estaban sanos y seguían tomando el viaje como una gran aventura. Poco antes de llegar, Jalpa anunció a sus compañeros que estaba embarazada. Celebraron una fiesta, como solían hacer por cualquier motivo, con las risas y los palmoteos del pequeño Cuixin.
La zona estaba poblada de selvas caducifolias, con mezquite, huizache, cazahuate, cedro, eucalipto y jacarandá. También había pinos y encinas. Eligieron para acampar un claro entre eucaliptos, en un lugar alto, porque en la zona más baja había demasiadas avispas y temían que se soliviantaran con la llegada del grupo. Plantaron sus dos tiendas, una al lado de la otra y, ya el primer día, consiguieron cazar un venado.
El clima era templado y tenían cerca varias corrientes de agua, que traían sus aguas de los ríos Papagayo, Huacapa, Ocotito, Zoyatepec y Jaleaca. Decidieron explorar toda la zona y descansar allí una temporada, antes de acercarse a la costa, que ya sentían cercana. Habia animales para proveerlos de comida, como conejos o tórtolas, y algunos venados, pero también abundaban las rapaces, como zopilotes, águilas, gavilanes y zorros, que a veces les arrebataban la comida y tenían que precaverse contra las víboras, aunque Sima sabía bien  cómo combatir sus picaduras.
Todos estuvieron de acuerdo en celebrar un rito religioso al Sol y al Agua, dirigido por Tlamatín. Cuando Iyac y Chac descubrieron dos enormes grutas con manantiales, propusieron hacer allí un altar a los dos dioses, y acondicionaron unos refugios, por si necesitaban guarecerse. Llamaron a las cuevas Cacahuamilpa y Juxtlahuaca, admirados por la cantidad de túneles y salones que contenían. Allí cerca encontraron semillas de cacahuete, que recogieron, aunque no lo conocían. En la segunda cueva había demasiadas corrientes y el viento silbaba continuamente, por ello decidieron utilizar sólo la primera.
Pasaron allí el invierno y Chichiquili les contó junto al fuego nocturno, cómo sus antepasados habían conectado con los pueblos huaves, que acabaron por retirarse a la costa, junto al Golfo de Tehuantepec. Suponían que habría algún  pariente suyo, porque se habían mezclado con los zapotecas y sabían que ahora vivían del maíz y del camarón.
La leyenda de sus salinas se había extendido por toda la costa, porque la sal era muy apreciada por todas las tribus, no sólo para cocinar, sino para conservar alimentos. Estaban seguros de encontrarse con ellos algún día, por lo que Sima les habló de sus costumbres y sus dioses. Yow era el Agua, Monteoc, el Rayo y el Relámapago. Teac, el dios Padre.
Chamilpa iba tomando nota de todo en sus vitelas, que iba guardando en una bolsa especial, impermeabilizada con hule. Los huaves señalaban sus asentamientos con una flecha de doble dirección: la derecha y el norte significaban el hombre. La izquierda y el sur, significaban la mujer y la lluvia. Durante el invierno, nació el hijo de Jalpa. Una niña, a la que impusieron el nombre de Yow (Agua), según el rito olmeca. No imaginaban lo útil que les resultaría este nombre, cuando llegaran a la costa occidental.
Pasado el invierno y con una buena provisión de comida, semillas y remedios, se pusieron en marcha hasta su destino final, la costa de Acapulco, lugar de carrizos. Por fin verían el mar de occidente.
El nombre de Acapulco se inspiró en la leyenda de los indios Yope: Acatl (Caña) se enamoró de la princesa Quihuitl (Lluvia), de una tribu rival. Al no poder unirse en vida, se unieron en la muerte, él convertido en carrizos y ella en nube de lluvia torrencial, que destrozó los carrizos y los cañaverales, para morir junto a su amado. Sima lloraba al contar la historia de los amantes, porque ellos también se habían visto repudiados por su tribu, a causa de su amor.
En su camino empezaron a encontrar pequeños grupos de cabañas, donde eran bien recibidos. Eran gentes sencillas y sedentarias, que sólo en contadas ocasiones se aventuraban a viajar hasta el mar. Les explicaron que seguía habiendo luchas entre huaves y zapotecas, por la ocupación de los terrenos costeros, donde la comida estaba asegurada.
Dos jóvenes se unieron a los viajeros. Se trataba de Yqualoca (Eclipse) y Zyun (Terremoto), dos hermanos que se sentían algo desplazados en su grupo. No habían conocido a sus padres y los cuidaba la anciana Mujer Sabia, desde que los encontró en una lobera. Sus rasgos eran diferentes, su nariz aguileña y su mandíbula casi cuadrada, su pelo negro y lacio y su altura llamaba la atención, pues superaban a hombres ya adultos, con sólo trece y catorce años. o esa era la edad que suponían.
 Iyac los aceptó encantado en su grupo, pues eran fuertes y trabajadores y, sobre todo, alegres. La Mujer Sabia los había dejado ir con pena, aunque les dijo que descendían de una tribu a la que llamaban Colorados, por el color de su piel, y que encontrarían sus raíces algún día.
El grupo ya constaba de doce adultos y dos bebés. Al ponerse en marcha, Papálotl y Chamilpa anunciaron sus respectivos embarazos. A todos les pareció que era un buen augurio, pues se iban consolidando como una tribu. Se les ocurrió que podrían ponerse un nombre como tribu y, tras muchas deliberaciones y risas, concluyeron que se llamarían la tribu del Destino, Tonali, tomando así como protector al Destino.
 Llegando ya a las playas del océano occidental, una mañana se encontraron con una escena, que los dejó asombrados y atemorizados a la vez: la pequeña Yow, que ya empezaba  a dar sus primeros pasos, se acercó al mar diciendo que ella era Yow, el agua, como el mar. Varios pescadores se habían arrodillado ante ella y le presentaban ofrendas de mariscos y algunos peces pequeños. La niña reía encantada y palmoteaba al ver saltar en la arena algunos pececillos de colores.
  Iyac se acercó lentamente, pero con decisión. Los pescadores la habían tomado por la hija de su diosa Yow, diosa del Agua. Tlamotín, como sacerdote, lo comprendió enseguida y decidió no desmentir esa creencia, que les podía ser de gran utilidad. También él e Iyac se arrodillaron ante la niña, que corrió a los brazos de su padre. El resto del grupo se quedó rezagado, mientras Tlamotín hablaba con los pescadores.
  Éstos le dijeron que habían estado esperando la llegada de la diosa y que tenían preparado un templo para ella y una ciudad para sus seguidores. Guiaron a Iyac hacia una ciudad deshabitada, en cuya plaza central había un templo y una gran casa, rodeada de otras más pequeñas. Les dijeron que la diosa Yow había habitado el lugar hacía varias generaciones y que había prometido volver.
   Así fue como la tribu Tonali se asentó en la costa de Acapulco, sin haber tenido que buscar un campamento ni construir un asentamiento. El Destino los había favorecido. Por ello hicieron un altar para Yow y otro para  Tonali, dentro del recinto del templo, a los que hicieron ofrendas de tórtolas y de un venado, con cuya carne asada dieron un banquete a las familias de los pescadores, poco acostumbradas a la carne de caza.
   La noticia del regreso de la diosa corrió por toda la región y empezaron a llegar mensajeros con regalos de telas, semillas, sal y algunas joyas para la pequeña Yow. Todo el grupo de la tribu Tonali se reunió, para decidir a qué actividades iban a dedicarse. Ya habían plantado las semillas que traían y se habían unido a los pescadores, que los instruían en el arte de la pesca y la recolección de marisco. Las gentes del lugar los apreciaban por su sencillez y su alegría y había buena camaradería entre todos.
   Así pues, la tribu Tonali decidió dedicarse a la agricultura y a la caza, para completar la dieta de todos los habitantes de la zona. Los dos jóvenes Yqualoca y Zyun se emparejaron con dos jóvenes pescadoras, llamadas Tiat (Mar) y Maóla (Día), que eran hermanas. Así se fueron creando lazos familiares, que auguraban la prosperidad de la ciudad.
   Algunas familias se fueron estableciendo en la ciudad y, con el tiempo, crearon un sistema de administración, dirigido por Iyac y Tlamatín, para que no hubiera injusticias entre ellos. Incluso construyeron una cancha en la zona más alta, para el juego de pelota, para el que los hermanos Yqualoca y Zyun parecían especialmente dotados. Fijaron unas reglas de juego, que perdurarían en el tiempo y que se irían mejorando.
   La aventura de los jóvenes olmecas había tenido un final feliz. Cientos de años más tarde, la zona sería conquistada por las tribus del norte, los Colorados, que se extendían a una velocidad vertiginosa, y cuya cultura predominaría sobre todas las demás.
 
Enseguida los conoceremos más a fondo.

EL DESEMBARCO. Alrededor del 700 d.c.


         Cinco canoas se acercaban sigilosas a la costa. En ellas se apiñaban hombres, mujeres y niños. Las largas y duras jornadas de huida les habían obligado a mantener silencio y unidad; el frío, unido a la humedad del mar, los mantenía acurrucados unos contra otros. El agotamiento iba haciendo mella en los ánimos, máxime cuando ya habían perdido a tres niños y una mujer, victimas de la inanición, y se habían visto obligados a echar sus cadáveres al mar, lo cual no estaba aceptado por sus costumbres ancestrales.
         Eran los únicos supervivientes de la gran masacre que había sufrido su pueblo por parte de tribus salvajes del norte, que arrasaban, incendiaban y mataban sin freno. Se decía que se comían el corazón de sus víctimas, pero esto eran sólo rumores. O eso querían creer, porque nadie lo había visto.
         Los fugitivos se habían refugiado en las islas frente a la costa Nayarit, totalmente deshabitadas. La vida en las islas era casi imposible, por la escasez de alimentos y los enjambres de insectos, que habían provocado la muerte de casi la mitad del grupo, incapaces de sobrevivir a las infecciones causadas por mosquitos y escorpiones. Por eso decidieron embarcarse de nuevo y acercarse a la costa continental, para encontrar un lugar donde asentarse.
         La desesperación casi se había apoderado de ellos, cuando llegaron a las playas continentales. El lugar parecía desierto, pero no se ocuparon de verificarlo, porque cayeron agotados sobre la playa. Empezaron a despertar con los primeros rayos del sol. Desde la playa se veían grandes extensiones de hierba y a lo lejos algunos bosquecillos de cedros, nogales y chilte. Los niños empezaron a corretear, jugando con las olas. Llevaban demasiado tiempo quietos y callados. Dieron gritos de alegría, cuando vieron llegar al jefe del grupo, Paxtli (Heno) con una docena de aves ensartadas en su lanza.
         Su esposa Laumari (Madre) enseguida se puso a desplumarlas, mientras otros hombres encendían una hoguera con las ramas ya secas que el mar había arrojado a la playa. ¡Cómo echaban de menos sus hornos y sus fogones en su patria natal! Había que conformarse con lo que tenían y por fin podían comer carne fresca, después de tantas penalidades y de tener que comer pescado crudo. Paxtli contó que había visto algunos venados entre las hierbas, correteando despreocupados, lo que indicaba que no había seres humanos cerca.
         Recogieron sus escasas pertenencias y se internaron por el valle hasta un pequeño bosque de nogales. Allí recogieron bayas, por si les faltaba otro tipo de comida y se asentaron en un claro entre los árboles. Debían buscar un lugar donde guarecerse, porque no disponían de tiendas ni mantas, sólo sus raídas chaquetas de piel. Hicieron un círculo con las canoas y en el centro formaron un suelo mullido con ramas y hojas, para que, por lo menos los niños, pudieran dormir.
         La hija de Paxtli y Laumari ya tenía diez años y se ocupó de los niños más pequeños. Era una niña formal y alegre. Se llamaba Haoka (Niebla) y sabía como hacer reír a los niños con sus chistes y gestos. Pero también sabía cómo hacerlos callar, cuando se barruntaba algún peligro.
         El sacerdote Tlacot (Sacerdote) rezó unas plegarias al sol y durante la cena, a base de bayas y verduras, decidieron entre todos que llamarían a aquel lugar Xihutla (lugar donde crece la hierba) (actual Puerto Vallarta). Los hombres empezaron a explorar el lugar y descubrieron desde lo alto de una meseta que el mar formaba un pequeño golfo, donde podrían amarrar sus canoas, sin que estuvieran a la vista, mientras ellos construían sus refugios, apoyándose en las rocas, que ofrecían amplias oquedades, donde corrían algunos manantiales. Desde allí podrían salir a cazar o bajar al mar a recoger cangrejos, lapas y ostras, que había en abundancia.
         El grupo estaba formado por veintiocho personas: ocho niños, siete mujeres y trece hombres. Habían perdido tres mujeres y dos niños en el camino y su primera tarea, después de elegir el lugar donde se asentarían, de momento, fue construir una kiwa en lo alto  de la meseta, como monumento funerario. Como no tenían los restos de sus compañeros muertos, colocaron cuencos de cerámica con flores secas y un fuego que se mantendría encendido, para que los espíritus de los muertos supieran dónde dirigirse, para proteger a los suyos.
         Encargaron del cuidado del fuego al pequeño Itzam (Lagarto), de nueve años, huérfano al que el sacerdote Tlacot había adoptado y al que enseñaba los ritos y las costumbres ancestrales, haciéndole recitar todos los días las palabras sagradas.
         Poco a poco fueron construyendo sus kiwas, siete en total, aprovechando las cuevas. Cada kiwa tenía una entrada, como un pasillo, a lo largo de la cual colgaban las plantas que recogían y los cuencos de cerámica que iban haciendo las mujeres. También se colgaban las pieles de los animales que iban cazando. La piel más grande servía de cortina de entrada al pasillo. El interior era de forma circular y en su centro se mantenía el fuego de cada hogar, sobre el que había una abertura para la salida del humo. Esta abertura era lo suficientemente grande, para que pudieran salir por allí, con ayuda de una escala de cuerda.
         Las mujeres eran muy hábiles trenzando cuerdas hechas con lianas y con lino, cuyas semillas ya habían germinado. La tarea principal de las mujeres era hacer canastas con cañas entrelazadas, que recogían en las orillas del río Ameca, que recorría el valle. Tanto las canastas como la apertura superior de la kiwa eran impermeabilizadas con resina de los árboles de chilte.
         El clima de Xihutla era húmero y templado y pronto se acostumbraron a él numeraron las kiwas con el distintivo de cada familia. En la primera vivían Paxtli, el jefe, su esposa Laumari, su hija Haoka y un hermano de Laumari, más joven que ella, Centeotl (Maíz), que era el padrino de la niña, según la costumbre familiar.
         La segunda kiwa estaba ocupada por dos hermanos cazadores, jóvenes y fuertes, que se encargaban de proveer al grupo a diario con carne fresca y, a veces, pescado del río Ameca. Eran Mixcoatl (Cazador) y Tlatli (Halcón). Ambos se habían acostumbrado a vivir solos y se preparaban su propio desayuno y su comida, porque la cena solían hacerla en común con los demás. Para ello habían acondicionado una cueva en lo alto de la meseta, donde celebraban sus reuniones y desde donde se veía todo el panorama. Pudiendo, por tanto, vigilar por su alguien se acercaba. 
         Desde la meseta iban formando terrazas de cultivo, donde ya crecía maíz, lino, calabaza y cacao, en espera de otras plantas. Además, las plantas autóctonas les proporcionaban guarnición para los guisos. Y eran los niños los encargados de cuidar las plantaciones, su única obligación, además de aprender todo lo que les enseñaban a diario, después de cenar, porque las tradiciones y la historia de su pueblo no podían perderse.
         La tercera kiwa fue para Tocortín (Sembrador) y su esposa Tlanixte (Luz), con los que vivían sus dos hijos Tepeyolotl (Montaña) y Tonatiu (Sol). Tocortín era quien había traído algunas semillas y había descubierto otras plantas nutritivas como el chile, el jitomate o el quelite, así como árboles frutales, como la ciruela, la papaya o el plátano. Él dirigía a los niños en el cuidado de las nuevas plantaciones.
         La cuarta Kiwa, en el centro, se destinó a la curandera Coatlicue, que había adoptado a la pequeña Cuicani (Cantora) de ocho años, huérfana, y a la que enseñaba sus artes medicinales. Todos los días salían ambas al amanecer a recoger hojas y tallos de zacatechichi, para el sueño, salvia, calmante y antiinflamatorio, peyote, analgésico, daga, para catarros y picaduras, y otras. Después de recogerlas, las colgaban en el pasillo de entrada y, una vez secas, las machacaban y guardaban en pequeños cuencos de cerámica, bien señalizados con diferentes colores.
         Coatlicue era muy querida por todos, porque su vida estaba dedicada a ayudar a los demás. Pasaba noches enteras cuidando a los enfermos, ayudaba en los partos y se ocupaba de preparar los cadáveres para la vida posterior. Era buena amiga del sacerdote Tlacot, con el que compartía su saber medicinal. También los dos niños Itzam y Cuicani se habían hecho muy amigos, jugaban juntos y, a veces, Cuicani acompañaba a Itzam a vigilar el fuego en la kiwa sagrada.
         La quinta kiwa era bastante más amplia y hasta tenía dos habitáculos separados, porque albergaba a más personas. De todas formas, cada familia había hecho su kiwa a su gusto. Allí vivía la matriarca de la tribu, Tene (Madre), cuya voz se escuchaba en las reuniones, antes que la de ningún otro, porque todos reconocían su experiencia y sabiduría. Su hija Kipa (Mujer) y su esposo Huexotzina (Sauce), la pequeña Mizquitín (Espejo de cristal) y los dos niños gemelos, Jaleb (Iguana) y Xowyotzin (Joven). Se consideraba un favor de los dioses el nacimiento de gemelos, sobre todo si eran niños. Por ello, la familia era muy considerada. Incluso algunos decían que se habían salvado gracias a los gemelos.
         La sexta kiwa estaba habitada por dos parejas y el hechicero, hermano de las dos mujeres. Era la única familia en la que se habían salvado tres hermanos: Naualli, que seguía las enseñanzas de su padre muerto, que era también hechicero, y protegía la herencia matriarcal de sus hermanas Iqualoca (Eclipse) e Itztetl (Roca). Ambas se habían casado en la isla a la que habían huido, con los jóvenes Zyun (Terremoto) y Tonali (Destino) y ambas esperaban un bebé para las mismas fechas. Como decía la costumbre, Naualli sería el padrino y protector de los bebés, por encima de la autoridad del padre, e incluso les daría nombre, cuando nacieran.
         La séptima kiwa era la última, situada junto a la kiwa sagrada, para cerrar el círculo protector sobre la tribu. Allí vivían el sacerdote Tlacot y su ayudante Itzam. Sólo tres jóvenes del grupo no habían querido construirse una kiwa. A pesar de las recomendaciones de Paxtli y Tlacot, acomodaron una amplia cueva con manantial propio y que se comunicaba por una galería con el recinto donde todos se reunían a cenar y a tomar decisiones.
         Se comprometieron a tener siempre encendido el fuego para la cena e incluso cavaron en un lateral un horno para asar bajo tierra los grandes trozos de pescado aderezados con chile y tomate. Así volvían a tener parte de su vida perdida, que poco a poco irían recuperando. Los tres jóvenes amaban la libertad y, de momento, no estaban dispuestos a someterse a ninguna de las mujeres, hasta que no encontraran la suya propia. Eran Beezye (Jaguar), Tevarí (Abuelo Fuego) y Wakul (Cielo).
        Beezye era ágil y bueno para la caza por lo que solían unirse a Centeotl y Tlatli en la caza, sobre todo, cuando se alejaban del grupo de kiwas durante más de un día. Tevarí se ocupaba de tener siempre leña cortada y mantener el hogar a punto. Solía cocinar un nuevo tubérculo que había descubierto Tocortín, la patata, nutritivo y que a todos gustaba como complemento en la comida del mediodía. Solía decir que le gustaba el fuego, porque era su protector y por eso llevaba su nombre.
         En cuanto a Wakul era más tranquilo y dedicaba su tiempo a hacer grabados en la roca y a observar el cielo y las estrellas. Lo primero que grabó fue el nombre de la tribu de Xihutla con jeroglíficos rodeados de matas de hierba, que coloreó con jugo de la propia hierba de al lado, por petición de Beezye, grabó un jaguar, que parecía proteger la propia cueva, y lo pintó con colores negro y ocre. Era tan real, que aparentaba estar en movimiento.
         Una noche después de cenar, mientras Naualli enseñaba a los niños, todos los demás pidieron a Wakul que les contara lo que observaba en el cielo y él estuvo encantado. Llevaban allí tres estaciones y se acercaba la estación fría. Wakul había observado dónde caía el sol y lo había relacionado con el clima. Había pintado diferentes rayas sobre la roca, para señalar el paso de los días. Era casi como un calendario solar y ya tenía preparado el último cuarto, para señalar la estación fría.
         Todos estaban admirados ante la capacidad de observación del joven, de apenas dieciocho años, desde entonces, Wakul se dedicó con más interés aún a su tarea, sobre todo cuando los gemelos Jaleb y Xowyotzin demostraron su fascinación y su habilidad para el grabado y cuando Wakul les prometió tenerlos como aprendices.
         Era la primera estación fría que pasaban en su nuevo hogar y todos se afanaron en almacenar recursos, porque no sabían si podrían salir a cazar, pescar, o si sus plantaciones resistirían el frío. Ese primer año les serviría de experiencia para el futuro. Recogieron todas las bayas que pudieron y las guardaron en dos grandes cerámicas, que confeccionaron entre todos.
         Ya habían comprobado que las frutas, como plátano, papaya y ciruela, podían mantenerse bastante tiempo, si se cocían y envasaban al vacío. Y eso hicieron. Con la carne y el pescado decidieron ponerlo en salazón, pues disponían de abundante sal en su playa. Luego lo guardaron todo en una de las cuevas, por su frescor y su poca exposición al sol. Todo estaba preparado.
         Pero el frío no fue tan intenso como esperaban, la nieve fue escasa y la lluvia, aunque torrencial, no destrozó sus plantaciones. Pudieron salir de vez en cuando y la vida siguió con un ritmo casi habitual.
         Cuando ya las lluvias empezaban a remitir, un día se acercó al grupo de niños que jugaban una pareja de guajalotes de un reluciente color negro. A los niños les hicieron gracia y, cuando volvían a casa para comer, los dos guajalotes los siguieron, como si formaran parte del grupo. Al verlos, la matriarca Tene impidió que nadie los espantara. Ella los conocía y sabía lo provechosos que podrían ser para los suyos. Los dejaron acercarse a sus plantaciones y que comieran algunos granos de maíz. La idea era mantenerlos con ellos y que se reprodujeran. Serían una fuente alimenticia importante y segura.
         Efectivamente, enseguida empezaron a nacer polluelos y la familia de guajalotes decidió instalarse en la kiwa sagrada. Les pareció que era una señal de los dioses y les dejaron poner allí su nido.
         La vida siguió y la tribu de Xihutla se fue acostumbrando a su hogar, que les parecía un paraíso natural. Nacieron tres bebés, tres niñas. Las dos primeras, primas entre sí, nacieron con sólo unos días de diferencia. Fueron atendidas por Coatlicue y se les impusieron los nombres de Cántico (Hogar), a la hija de Iqualoca, y Tonantzin (Ley), a la hija de Itztetl. Era importante que nacieran niñas, para que la tribu no se extinguiera y para que se perpetuaran las leyes matriarcales. Un mes más tarde, nació otra niña, hija de Tlanixte, sana, hermosa y morena, como las otras dos niñas. Su nombre fue Teoxohuitl (Turquesa), porque, inexplicablemente para todos, tenía los ojos color turquesa. Tlacot dijo que ya había habido otros precedentes en los antepasados de su pueblo.
         Hicieron una ceremonia de nacimiento para las tres niñas. Era importante para que su vida fuera feliz y fructífera. Nada más nacer, el padre enterraba la placenta en un  hoyo profundo junto a la kiwa. El cordón umbilical era enterrado junto al fuego del hogar. (Si hubiera sido niño, se lo debían entregar a un guerrero). En la ceremonia religiosa, el padre cogía en brazos al bebé, que acababa de ser bañado con su madre en el temascal, un baño de vapor, que casi todas las kiwas tenían junto a la entrada. Con el bebé en brazos, decía el día y la hora exactos del nacimiento, dato que el sacerdote apuntaba en el templo de los antepasados, grabándolo en la roca. Después de las oraciones, se celebraba un banquete para toda la tribu.
         La alegría era desbordante. El pequeño Itzam subió a la kiwa sagrada, para vigilar el fuego y entonces le pareció ver una sombra en el bosque cercano. Itzam bajó corriendo, para alertar a los suyos y los hombres cogieron sus armas de caza y subieron a la kiwa, aprovechando la oscuridad. Todos iban en silencio, para no alertar al forastero. Estaba junto a una pequeña hoguera, con un abrigo de piel largo y el pelo atado con una cinta roja. No parecía haber oído a los cazadores, mientras lo rodeaban. Se levantó, extendiendo las manos, en señal de paz y señaló hacia un pequeño claro, donde se podía ver un bulto tapado con una manta. Debajo de la manta había una mujer con un bebé en brazos.
        
          El hombre se identificó como Yacatecutli (Comerciante), era de edad madura y de una delgadez extrema. La joven, totalmente extenuada, era su hija Metztli (Luna) y su bebé, un varón, se llama Tiat (Mar). Llevaban bastantes días sin comer y confesó que había cogido dos patatas del huerto más cercano, para asarlas y comer algo él y su hija. Paxtli sonrió ante la honradez del hombre y los invitó a compartir su cena y su kiwa. Tuvieron que ayudar a la joven Metztli, porque la debilidad apenas le permitía caminar. También ella llevaba el pelo atado con una cinta roja, igual que su bebé.
        
         Llegaron al lugar del banquete, donde todos estaban expectantes y a la vez temerosos. Con pocas palabras, Paxtli explicó la situación a su gente. Cuando hubieran comido y descansado, ya habría tiempo para preguntas y explicaciones. La joven comió un poco de carne y se quedó dormida, acurrucada junto al fuego. El bebé fue amamantado por Tlanixte y también se quedó dormido. Lo colocaron en una piel junto a su madre.
        
         El hombre no parecía tener sueño. Comió con más ganas que su hija y Cuicani le preparó una infusión de zacatechichi, para que tuviera un sueño tranquilo. Aún así, pasó todavía un buen rato, durante el cual empezó a contar su historia. Al fin lo venció el cansancio y se tumbó junto a su hija y su nieto, mientras los demás abandonaban el lugar en silencio.


LOS VISITANTES

         El relato de Yacatecutli interesaba a todos, por ello empezó hablando de su oficio y de sus orígenes en las veladas diarias, tras la cena. Tanto él como su hija recuperaban su energía a ojos vistas. Metztli ya podía amamantar a su bebé y se reunía con las otras madres, porque el hecho de la lactancia era considerado casi como un ritual.
        
         Era comerciante y había recorrido gran parte de la costa central del océano occidental. Su tierra de origen era Aztlán, tierra de garzas o lugar de la blancura, color de las plumas de la garza. Las leyendas decían que su gente había nacido en los intestinos de la tierra, a través de siete cuevas en Chicomostoc, en las tierras coloradas del norte.
         Uno de los niños le preguntó si era por eso por lo que llevaban una cinta roja en el pelo. Metztli, sonriendo, se quitó la suya y se la regaló a Mizquitín, la hija de Kipa, que se la puso, después de pedir permiso a su madre. Los dos visitantes habían sido convencidos para que se quedaran a vivir en Xihutla y habían aceptado. Hasta que se construyeran su propia kiwa, vivían en la kiwa de la curandera Coatlicue. La pequeña Cuicani estaba encantada con el bebé Tiat y solía cantar para que se durmiera.
         Los habitantes de Aztlán habían bajado hasta la desembocadura del río Mezquital, en Mexcaltitán, por orden del dios Huitzilopochtli, para que buscaran mejores tierras. Los guiaba el dios Mixtli, dios de los muertos, quizá una personificación del jefe Tenoch. Habían pasado por Sinaloa, región desértica habitada por chichimecas. Allí vivieron, respetando la Naturaleza y sufriendo los desbordamientos de varios ríos y, poco tiempo después, siguieron su viaje hacia el sur, obedeciendo la orden del dios. No eran bien aceptados por otros grupos tribales, porque sus costumbres resultaban bárbaras, ya que solían comer carne cruda, obligados por la necesidad.
        
         Todos escuchaban la historia de los aztlanes con interés y, a veces, con miedo. Así que Yacatecutli empezó a narrar sus aventuras como comerciante, dejando para otra ocasión la historia de su pueblo. Solía recorrer toda la costa, pero también el interior. Llevaba siempre con él a su hija, porque la madre había muerto en el parto. De modo que ambos conocían varias lenguas y sus variantes. Las mercancías consistían en telas, adornos y joyas. Y las cambiaban por pieles y comida, aunque eran bien recibidos en todas partes y nunca les faltaba una comida caliente.
         Habló de su paso por Mazatlán, lugar de grandes playas de arena blanca y clima cálido. La “tierra junto a los venados” vivía del mar y sus principales habitantes, los Totorames, se ocupaban de la pesca, incluso en alta mar, con redes, y tenían su territorio entre los ríos Piaxtla y el de las Cañas. Por la bondad de su clima, no se habían planteado el curtido de las pieles, a pesar de que a veces cazaban animales terrestres. Siempre en lucha con la tribu de los Xiximes, los Totorames se asentaron en la ciudad de Chiametlám, dedicándose a la recogida de camarones, almejas y ostiones y, sobre todo, de sal. Yacatecutli había cambiado muchas veces sus pieles por bolsas de sal, que empezaba a ser muy apreciada. También compró mantas finas de algodón con dibujos de vivos colores. Una de ellas era la que llevaba su hija Metztli.
         La matriarca de Xihutla, Tene, recordaba algunas de las historias que contaba el azteca, por haberlas oído a sus padres. Pidió a Yacatecutli que les enseñara la mejor forma de conseguir sal pura de la que él traía dos saquitos. Él accedió encantado, deseando aportar algo a aquella tribu que los había acogido, cuando se hallaban en condiciones extremas. Había temido por la vida de su hija y de su nieto, que eran sus verdaderos tesoros.
         Enseguida se organizó una partida para trasladarse a la playa. En ella participaron casi todos, excepto las madres de los bebés lactantes, los cazadores y el grabador. Yacatecutli pidió que llevaran los cuencos más grandes que tuvieran. Y empezó el proceso. Llenaron todos los cuencos disponibles con agua del mar. Los niños se lo pasaron en grandes, llevando cuencos pequeños para rellenar los grandes y hacían competiciones para conseguir más que los demás. Tevari les había prometido un premio especial para el ganador.
         Gracias al sol y al viento, el agua se evaporó en dos días y empezaron a aparecer los cristales de sal. Lo siguiente sería llevarlos cerca de un manantial de agua pura, así que volvieron al asentamiento con la sal en los cuencos pequeños. El mejor manantial era el de la cueva donde vivían los tres jóvenes, así que colocaron los cuencos de sal en la entrada y volvieron a llenar los grandes con agua limpia y clara. El proceso se repitió dejando que el sol y el viento evaporaran el agua. los cristales de sal se veían ahora más brillantes y reflejaban la luz del día con colores vivos.
         Aún debía repetirse el proceso por tercera vez, para eliminar las últimas impurezas. Esta vez colocaron la sal en algunos de los cestos empleados para la recolección de plantas y bayas y volvieron a echar agua clara y limpia. Cuando se evaporó, los cristales eran más finos y casi transparentes. Entonces Tacatecutli y su hija los machacaron hasta que quedó un polvo fino y blanquísimo.
         Las mujeres estaban emocionadas al recibir su saquito de sal para su propia kiwa. Les parecía un tesoro, aunque Yacatecutli se reía a carcajadas, diciendo que en cualquier momento podrían repetir la experiencia y conseguir toda la sal purificada que quisieran. Él mismo pensaba volver a comerciar con sus raciones de sal. Así se lo planteó a su hija, pero ella no parecía animada a volver a sus viajes y pronto descubrió el porqué.
         Durante el tiempo que los demás habían estado en la playa, Metztli y Wakul habían pasado muchas horas juntos. Wakul le explicaba cómo se inspiraba para hacer sus grabados y cómo conseguía los colores. Metztli le escuchaba ensimismada y más aún cuando le mostraba las estrellas y luego lo reflejaba en la roca. Incluso le había dibujado una estrella en la cinta roja del pelo del pequeño Tiat. Todos se dieron cuenta de que había surgido algo entre ellos y Wakul lo confirmó, aunque Metztli tenía vergüenza de reconocerlo.
         Yacatecutli pidió a Tlacot que bendijera la unión de Wakul y Metztli y realizara los rituales de boda. La novia quería realizar el ritual azteca y su padre dijo que pediría permiso a la comunidad de Xihutla. Así pues, se reunieron todos tras la cena en la cueva de Wakul y plantearon el tema. Aunque nadie había preguntado, le pareció oportuno contar cómo había concebido Meetztli a Tiat. Al salir de Chiametlán, en lo que sería su último viaje comercial, se dirigieron a Anchén (Pueblo Viejo) en Izquinapa. La gente vivía en chozas de barro, que renovaban anualmente, incluso cambiando de lugar, para evitar la lucha constante con los Xiximes. No se preocupaban demasiado por la comida, porque muchos de ellos tenían patos y jabalís en los arroyos y bosques cercanos. Además, disfrutaban de dos cosechas al año, porque la madre tierra era generosa. Explotaban sus minas de oro, con el único propósito de cambiarlo por bienes más necesarios, como pieles o semillas de nuevas plantas. Apreciaban también el raro ámbar, procedente de las regiones heladas del norte, y del que Yacatecutli conservaba un collar y unos pendientes.
         Una noche el poblado fue atacado por un grupo de Tepehuanes, que quemaron las chozas y mataron a casi todos. Metztli y otras dos jóvenes fueron raptadas, con la intención de venderlas. Yacatecutli había salido al monte a buscar plantas y cuando volvió, se encontró sólo con la desolación y sin rastro de su hija. Salió tras las huellas de los asesinos y vio varios cadáveres en el bosque: una pareja de pumas había vengado a los pacíficos Totorames, dejando su rastro de muerte. Enloquecido se puso a buscar a su hija y entonces oyó un leve quejido. Encontró a las tres chicas entre unos árboles. Las habían violado, golpeado y luego abandonado a su suerte, al ver llegar a los pumas. Una de ellas había muerto, Metztli y la otra estaban ensangrentadas por la paliza que habían recibido, pero vivas.
        Dando gracias a los dioses, Yacatecutli las curó y les preparó una infusión de plantas tranquilizantes y sedantes. A pesar de sus cuidados, la otra joven murió, porque tenía un fuerte golpe en la cabeza. Con su hija en brazos, Yacatecutli tomó el camino de Tepic, un poblado interior, sedentario, que vivía de sus cultivos en terrazas desde tiempo ancestral y que no sabían nada de lo sucedido en la costa. Metztli pudo descansar y recuperarse y descubrió que estaba embarazada. Las gentes de Tepic los convencieron para que se quedaran hasta que naciera el bebé. Después volvieron a ponerse en camino hasta que encontraron a la tribu de Xihutla.
         Cuando acabó su relato, Wakul se puso en pie y prometió ser el padre del pequeño Tiat y un digno esposo para Metztli. La emoción embargaba a todos y entonces, Kipa, como mujer práctica, dijo que era hora de hacer los preparativos para la boda. Las costumbres aztecas exigían que fueran los padres del novio los que pidieran a la novia. Como Wakul no tenía padres, se ofrecieron a cumplir esa misión Tocortín y Tlanixte y Wakul pasó a vivir a su kiwa con sus nuevos padres y sus tres nuevos hermanos. Le gustó la vida familiar, más que la que había llevado hasta ahora. Tuvo que escuchar los consejos de Tacortín, sobre cómo tratar a una esposa aunque no estuviera de acuerdo en algunos puntos. Por su parte Metztli siguió viviendo con la curandera Coatlicue, mientras su padre construía, ayudado por todos, una kiwa para la nueva pareja.
         El siguiente paso era llevar en procesión a la novia, acompañada por todas las mujeres, hasta la casa del novio, donde éste, con los demás hombres, la recibía con incienso y hachas encendidas. Como no cabían todos en la kiwa, Tlanixte y Tocortín pusieron su fuego del hogar junto a las plantaciones y allí empezó la ceremonia. El sacerdote Tlacot y su ayudante Itzam colocaron una estera nueva, fabricada por la novia, frente al fuego del hogar. Allí se sentaron los novios, mientras todos los demás, también sentados, formaban un círculo a su alrededor. Los novios llevaban una cinta roja en el pelo y Tlacot ató ambas cintas juntas. Los novios dieron siete vueltas alrededor del fuego. Al terminar cada vuelta se intercambiaban un regalo, para su casa común.
         Por último, se celebró el banquete, que Tevari había preparado en la cueva donde cabían todos. Como fiesta especial, se preparó una buena cantidad de zumo de maguey para todos, y a los novios se les ofreció entre risas una bebida de rosa de brujas, un afrodisíaco.
         El sacerdote Tlacot guió a los novios hacia su nuevo hogar y les hizo esperar en la entrada. Era su cometido preparar los lechos para ellos, uno para el novio, cubierto de plumas y otro para la novia, en cuyo centro colocó una piedra preciosa, una turquesa. Los invitó a entrar y les dijo lo que ya sabían: debían pasar cuatro días aislados y en ayunas. Pasados los cuatro días, les darían un banquete, durante el cual, los nuevos esposos ofrecerían sus regalos a todos los invitados.  Wakul había preparado pequeñas cerámicas grabadas por él con jeroglíficos, para los hombres. Metztli había preparado cintas rojas con diferentes dibujos para las mujeres.
         La ceremonia se comentó durante muchos días en la comunidad. Era algo, que gustaba a todos, hasta el punto de que todas las jovencitas querían tener una boda igual.

       Viendo a su hija feliz, a Yacatecutli le volvió el gusanillo de los viajes y la aventura y se preparó para partir de nuevo. Esta vez iría solo. Y se sorprendió cuando vio llegar con sus mochilas preparadas al hechicero Naualli y al joven Tevarí, pidiéndole que los dejara acompañarle. Una profunda sensación de amistad y de gratitud le recorrió el estómago y, haciendo esfuerzos para retener las lágrimas, les dijo que sí. Se alegraba de tener compañía, porque ya se sentía algo mayor. Así que salieron para una nueva aventura.
         Beezye se quedaba solo en la cueva de las reuniones. No dijo nada, pero echaba de menos a sus dos amigos y sus compañeros de caza Centeotl y Tlatli se dieron cuenta enseguida. Le invitaron a vivir con ellos en su kiwa y Beezye aceptó rápidamente. Sospechaba que no tardaría mucho en abandonarlos Ceteotl, porque se había enamorado de Mizquitín, la hija de Kipa y al atardecer todos podían ver a la pareja pasear por las plantaciones charlando animadamente.
         Las plantaciones se habían extendido casi hasta la playa y en la parte más alejada, habían construido una cabaña de barro, al aire libre. La usaban cuando bajaban a la playa a recoger marisco o a preparar sal. Allí almacenaban grandes cuencos de cerámica para la primera fase del preparado, así no tenían que subir y bajar con ellos, como la primera vez, cuando Yacatecutli les enseñó el proceso.
         En uno de sus paseos Centeotl y Mizquitín llegaron hasta la cabaña y se encontraron una sorpresa. Se oía el débil llanto de un bebé. Entraron con sigilo, porque esperaban ver a alguien más, pero no había nadie: el bebé estaba solo, envuelto en una mantita fina. Recorrieron los alrededores y no apareció nadie. Así que cogieron al bebé y fueron directamente a la kiwa de la curandera Coatlicue, que avisó al sacerdote Tlacot y al jefe Paxtli. Enseguida organizaron una amplia batida de inspección por todos sus terrenos, sin encontrar rastro alguno.
         Lo que estaba claro para Paxtli era que eran vulnerables, pues ya por segunda vez alguien entraba en sus tierras y no se enteraban. Era necesario construir un muro protector y designar un turno de guardia. No estaban acostumbrados a tantas precauciones, porque eran gente pacífica y habían vivido plácidamente desde el desembarco que puso fin a su odisea. Las guardias fueron de dos hombres, para que uno de ellos avisara a los demás en casos de emergencia. La primera guardia la hicieron Paxtli y Tlatli, que tenía vista de halcón, como su nombre indicaba.
         Los demás, hombres y mujeres, empezaron a construir el muro, rodeando todas las kiwas, incluyendo la kiwa sagrada. Seguían preguntándose quién sería el bebé y cómo había llegado hasta ellos. De momento lo cuidaban Coatlicue y Cuicani, hasta que decidieran asignarlo a una familia y darle un nombre.
        Ajenos a todas las novedades, los tres viajeros caminaban hacia el sur, siguiendo la costa, en lo posible, y acampando al aire libre. Llevaban en sus mochilas varios saquitos de sal, granos de cacao, que aún servían como moneda de cambio, mantas finas y unos cuantos trocitos de oro, que Yacatecutli había repartido entre los tres. Los había recogido en Tepic, cuyos habitantes se los habían regalado con motivo del nacimiento de su nieto Tiat. Ahora podrían serles útiles para el comercio en las tierras del sur.
        Naualli llevaba también unos saquitos con hierbas medicinales y un chaleco, cuyos dibujos lo identificaban como hechicero. Era una baza que tendrían que jugar, en caso de tener dificultades. Tevari llevaba consigo algunas especias y tenía la ilusión de aprender nuevas recetas en los lugares por donde pasaran. Yacatecutli les había aconsejado hablar poco y escuchar mucho. Era la mejor forma de aprender y no cometer errores. La lengua base de toda la región era el nahuatl, con diversas variantes y Yacatecutli iba enseñándoles un vocabulario básico para entenderse allá donde estuvieran.
        Su intención era llegar hasta la región de Colima, donde había oído decir que vivía un grupo de olmecas, descendientes de los primeros que habían llegado a Chilpancingo y a Acapulco. Tenía curiosidad por saber algo de su cultura, que muchos relacionaban con la azteca, sobre todo con la de los primeros pobladores de Aztitlán. Se decía que provenían del otro océano y que habían fundado una magnífica ciudad en la sierra de las Tuxtlas. Pero todas estas historias se perdían en la noche de los tiempos.
         Naualli escuchaba con atención. Tenía como un sexto sentido para captar detalles, que a otros les pasaban desapercibidos y solía sacar conclusiones acertadas. Por eso le llamaban hechicero, porque con su lógica aplastante, adivinaba casi siempre lo que iba a suceder y las intenciones de los demás. Él solía sonreír, pensando que no tenía ningún don especial, sólo el de la observación.
         Mientras tanto, en Xihutla, se celebraba la boda de Centeotl y Mizquitín, según el rito azteca, por deseo de la novia. A la vez se impuso nombre al bebé encontrado, al que la pareja había adoptado, porque ellos lo habían encontrado. Lo llamaron Kaluh (Extranjero), con la idea de cambiarle el nombre, cuando consiguieran averiguar su origen. Se habían construido varias kiwas monte arriba, de modo que la kiwa sagrada quedaba ya casi en el centro del poblado. La de Ceteotl y Mezquitín estaba kmuy cerca de la de sus padres y era mucho más amplia. Ahora las construcciones se ampliaban hacia el interior de la roca y se las dotaba de varias estancias.
        Desde lejos sólo se veía el muro protector, porque la entrada de las viviendas quedaba oculta por el manto vegetal, que cubría la zona permanentemente. La cueva del manantial se había convertido en lugar de reunión para los jóvenes, que ya no querían estar bajo la vigilancia de sus padres a todas horas. Todo había cambiado tanto que Metztli pensaba que su padre no lo reconocería cuando volviera. Sólo quedaban, como recuerdo de los primeros tiempos, en la playa del golfo la cabaña de almacenamiento y las cinco canoas en las que llegaron, amarradas a un costado de la cabaña. No las necesitaban, pero les mantenía vivo el recuerdo de sus inicios en esta tierra.


4.- NUEVOS CONTACTOS



      Hasta el momento, el viaje había sido tranquilo. No habían encontrado a casi nadie, sólo ocasionalmente a algún campesino, con el que compartían su comida. Se aproximaban a una zona de cerros y montañas de poca altura. Hacía calor y el cielo no presentaba señales de lluvia. Por tanto, acamparon junto a un arroyo, que recibía sus aguas del río Tomatlán. A lo lejos se veían pequeños bosquecillos de pinos, robles y encinas. Yacatecutli pensaba explorar la zona y, si era posible, hablar con la gente, porque le llamaba la atención cualquier término lingüístico relacionado con Atitlán, como el nombre de Tomatlán.
 
        Estaban recogiendo los restos de la comida, cuando vieron acercarse tímidamente a un hombre. Por signos les pidió algo de comida y Tevari le sirvió en un cuenco un poco de carne con verduras, aún caliente. Comía con tanta hambre, que no habló ninguno hasta que acabó. Y pidió más. Tevari volvió a servirle, añadiendo esta vez una patata. Cuando acabó de comer dio las gracias con una reverencia y explicó quién era. Se llamaba Kakal y era campesino. No tenía nada ni dónde ir. Todos sus cultivos y los de sus vecinos habían sido asolados por una plaga de langosta. Cuando empezaban a recuperarse, aparecieron dos jaguares y la gente huyó a las montañas. Se había quedado solo y sin familia.
         Estaban en la era del jaguar y a Naualli le pareció que el encuentro con Kakal estaba previsto por los dioses. Miró a sus compañeros y éstos asintieron. Propusieron a Kakal que viajara con ellos. Naualli había pensado que sería una buena ayuda en los poblados que no conocían. Enseguida lo comprobaron, pues les aconsejó no acampar en la ribera del gran río Tomatlán, porque había caimanes. En cambio, él sabía dónde colocarse para pescar con red. En pocos minutos confecciono una red con juncos, colocando hojas de adormidera en los extremos. Los peces acudían atraídos por el olor y quedaban como adormilados. Era el momento de recoger la red. Y Tevari estaba encantado de poder hacer recetas nuevas con el pescado.


         Atravesaron la región, acampando en bosques donde abundaban los pinos, robles, encinas, parotas y caobas. De vez en cuando, encontraban algunos conos toltecas, que los recibían bien y compartían con ellos su comida. A cambio de bolsas de sal, iban haciendo acopio de pieles de tigres y leones, que los mataban por seguridad, porque la carne de estos animales no era apreciada. Habían tenido que aprender a defenderse de las fieras. Era matar o morir.


 De camino a Tecuan, iban curtiendo y preparando las pieles que habían adquirido. Hasta pasar la zona, tenían que acampar fuera de los bosques y en terreno bajo, porque las cimas estaban pobladas por jaguares. De ahí venía el nombre de Tecuan = fiera. De noche se quedaba de guardia uno de los cuatro y rodeaban su campamento con hogueras, porque más de una vez habían visto los ojos brillantes de las fieras, observándolos desde la oscuridad.
         Así llegaron a Cihuatlán = lugar de mujeres hermosas. La ciudad estaba situada en las márgenes del río Marabasco. Yacatecutli tenía gran interés: otro nombre relacionado con Aztlán. Recibió su nombre por la diferencia estadística entre hombres y mujeres: sólo un 4% de hombres.


         Lo primero que les llamó la atención fueron los petroglifos y los adornos con figuras de monos de barro, adornados con perlas y oro, y con collares de cuentas metálicas. La ciudad tenía excelentes construcciones de ladrillo y estuco, de poca altura. Destacaba entre ellos una especie de palacio, en el centro de la ciudad, de gran amplitud, sobre el que se reflejaban los rayos del sol, dando a la decoración tonos rojos y dorados.





         Había parterres con verdolagas, palmeras y mangos, a cuya sombra se reunían algunos corrillos de personas charlando animadamente. A lo largo de una avenida, habían colocado tenderetes, donde se vendían y compraban todo tipo de mercancías desde comida recién cocinada hasta joyas de oro, colgantes de perlas o collares de cuentas metálicas.


         Recorrieron el mercado. Tevari, oliendo y a veces probando guisos desconocidos para él y, por supuesto, preguntando la receta y los ingredientes, de los que compraba algunos, para preparar luego sus platos. Mientras, los demás vendían todas las pieles que llevaban a cambio de joyas. Kakal hablaba con unos y otros, acumulando información sobre los caminos del sur y sus gentes.


 
         El encuentro fue tan fortuito como inesperado. Un hombre de gran estatura se abalanzó sobre Kakal y lo abrazó efusivamente. Las lágrimas corrían por las mejillas de ambos y se atropellaban las palabras con todas las preguntas que ambos se hacían. Detrás de ellos esperaba una mujer joven muy delgada. Cuando la vio, Kakal seguía llorando: era su hermana pequeña, a la que creía muerta. Se apartaron del gentío y se sentaron a la asombra de un encino. Enseguida se acercaron Yacatecutli y Naualli. Kakal los presentó. Se trataba de su hermana Xilonen (Maíz) y su cuñado Hanuha (Luna). Mientras Tevari se acercaba con cuencos de comida para todos, Xilonen contaba cómo habían escapado de la plaga y se mantenían vivos gracias a la fortaleza de Hanuha, que la había llevado en brazos casi todo el viaje. Pretendían viajar al sur. Kakal miró suplicante a Yacatecutli, que sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Los aceptarían en el grupo, porque ya consideraban a Kakal como de la familia.

Yacatacutli recordaba los tiempos en que viajaba solo con su hija y se alegraba de que su grupo fuera más numeroso, porque cada uno tenía una habilidad útil para todos; por ejemplo, Xilonen sabía tallar el oro y las piedras preciosas, convirtiéndolos en verdaderas obras de arte, que multiplicaban su valor. Hanuha hacía pequeñas figuras de madera de cedro, representando animales, flores o personas. Formaban ya un grupo compacto y bien avenido. Por las noches, Hanuha contaba historias y leyendas. Yacatecutli y Naualli absorbían toda la información y preguntaban por costumbres, tribus, pueblos y características geográficas. Una noche, Naualli preguntó por la leyenda de las amazonas. Hanuha contó la historia encantado.


Las amazonas provenían del sur, de la zona llamada Amazonia, que se extendía por toda la cuenca del río Amazonas, que desembocaba en el océano oriental. Dominaban todo el territorio, hasta que se vieron obligadas a emigrar hacia el norte, cuando los tiempos del matriarcado tocaban a su fin. Hacía más de tres mil años y se fue estableciendo el patriarcado. Se establecieron en Cihuatlán, donde construyeron una ciudad. Ésas eran las casas que habían contemplado y el edificio que les pareció un palacio, era la residencia de su reina. Adoraban a la Diosa Madre, que les concedía la fertilidad y le habían construido un templo, que llamaron Cerrito de la Cal, porque se asentaba sobre minas de hierro y sílice.


Lo más curioso eran sus costumbres de apareamiento. Sólo aceptaban hombres, preferiblemente extranjeros, una vez al año y durante un mes. Su única obligación era fertilizar a las amazonas. Una vez cumplida su misión, eran expulsados de la ciudad y se les prohibía volver. A veces se trataba de prisioneros, que cogían en sus expediciones de guerra, sobre todo si eran valientes. Se quedaban con los jóvenes fuertes y mataban a los demás, aunque respetaban a las mujeres y niñas. La primera en elegir compañero era la reina y luego las sacerdotisas.



Los bebés que nacían eran separados por sexo. A las niñas se les daba una exquisita educación, guerrera y religiosa, apenas empezaban a andar y hablar y se especializaban, según sus gustos y aptitudes, en las actividades de la tribu, como la caza y el arte de la escritura y la pintura, así como en la talla de conchas, corales, oro, cobre o níquel.


Los niños eran examinados con detenimiento. Los que parecían débiles eran eliminados sin contemplaciones. Los más fuertes eran seleccionados por su belleza y perfección física y pasaban a ser sirvientes de las familias. A la mayoría se les rompía una cadera o un hombro, para que fueran conscientes de su inferioridad con respecto a las mujeres. De todas formas, tenían un status superior al de los prisioneros de guerra, que eran utilizados para la función reproductora y expulsados o condenados a las minas de hierro, cobre o níquel.



Las niñas eran de todas. Nadie reclamaba a una niña como hija propia. Cuando una mujer ya no era fértil, se la consideraba anciana y se dedicaba sólo a la enseñanza de las pequeñas y a preparar la comida comunitaria. La sociedad matriarcal de las amazonas estaba muy jerarquizada y sólo se subía de nivel jerárquico, cuando se habían hecho suficientes méritos. Se decía que cada guerrera era capaz de enfrentarse a diez enemigos y vencerlos.


Todos estaban admirados de las historias de Hanuha y se quedaron aún más asombrados, cuando contó que las amazonas sólo tenían un pecho. El otro lo atrofiaban desde niñas, para que no les estorbara al manejar el arco. De ahí provenía su nombre: a + mazon = sin pecho, algo que habían tomado de la cultura prehelénica, catorce siglos anterior a la civilización, a partir de las famosas amazonas, que habían luchado en la guerra de Troya y habían sido vencidas por Aquiles. Su última reina había sido Pentesilea y de ella había tomado su nombre la reina de las amazonas en Cihuatlán. También habían puesto su nombre al río Amazonas y a toda la cuenca amazónica.



Hanuha terminó su relato, del que iba tomando nota Naualli. Aún estaban en la ciudad de Cihuatlán, donde Yacatecutli había hecho amigos y había logrado vender casi toda la sal que llevaban, además de las joyas talladas por Xilonen. Ella se había fijado en la rara decoración de algunas paredes, donde se veían círculos concéntricos. Habló de ello con Naualli, que llegó a la conclusión de que eran una evolución de la espiral que utilizaban los olmecas de la época preclásica, para representar el infinito.


Casi treinta días más tarde de su llegada a Cihuatlán, decidieron reiniciar su viaje, esta vez hacia Tuxcacuesco, en la sierra de Amula. Rápidamente se dieron cuenta de que la región estaba en guerra, pues por todas partes se veían guerreros entrenando. Kakal se ofreció a entrar en el poblado y recavar noticias. Sólo encontró mujeres, niños y ancianos, pues los hombres sólo se dedicaban a la guerra. Por supuesto, no pudieron hacer ninguna venta. En el poblado vivían otomíes, toltecas y mexicas, aunque los mexicas eran considerados algo inferiores. Yacatecutli, en cambio, veía claros rasgos aztecas en estos mexicas, que se plegaban a las costumbres de otomíes y toltecas.



No se atrevieron a ir a Autlán y fueron hacia el interior. Yacatecutli se quedó con las ganas de ver el famoso acueducto que llevaba el agua del arroyo Ayutita, y la forma de teñir el lino con las cochinillas, abundantes en la región y que vivían sobre nopales, pinos y encinas.


Ya se veían las primeras palmeras, viva señal de que Colima estaba cerca. Los ríos Cihuatlán, Armería, Coahuayana y Salado regaban la región favoreciendo la agricultura, y a lo lejos destacaba la cordillera costera y los volcanes Fuego y Nevado. El Fuego estaba en constante actividad, por lo que no había asentamientos humanos. Colima era un lugar en manos del dios padre, el volcán, al que consideraban dios del fuego. Por eso su cerámica era roja, para honrar al dios, aunque en realidad era porque se utilizaban los residuos ferruginosos que se estancaban en las aguas de los arroyos que salpicaban la región.



Todas las tribus conocían al viejo dios del fuego con el nombre de Huehueteotl. Colima resplandecía bajo los rayos del sol. Varias pirámides escalonadas daban paso a grandes avenidas, que confluían en amplias plazas, rodeadas de edificios de una o dos plantas, hechos de ladrillo y estuco. Sobre una colina se podía ver una cancha para el juego de pelota.


Eran demasiadas novedades, que tendrían que ir asimilando paulatinamente, la primera novedad fue que no tuvieron que acampar en las afueras, porque había varias casas que alquilaban estancias para viajeros y mercaderes. Desde el amanecer, las avenidas se llenaban de tenderetes, donde podían adquirir comida y en los que Hanuha vendía fácilmente sus figurillas de madera e incluso recibía encargos. Pensaban quedarse dos meses y luego regresar a Xihutla. Yacatecutli echaba de menos a su hija y todos querían volver a casa con sus amigos y familias.



Iban haciendo amigos, a los que invitaban a visitar Xihutla, aunque sabían que sería difícil que alguien quisiera abandonar el confort de su ciudad. Diferente era la situación de dos parejas jóvenes de mexicas. No conseguían trabajo y sus recursos se habían agotado. Naualli los había conocido en el mercado, donde realizaban tareas de limpieza, a cambio de comida sobrante, que a veces estaba en mal estado. Naualli los invitó una noche a cenar y a quedarse a dormir, porque no tenían un lugar para descansar. A veces los agredían, les arrojaban basuras o azuzaban a los perros contra ellos. A ellos mismos los llamaban chichimecas = perros, aunque nunca hablaban de su tribu ni de unas costumbres ya olvidadas.


La leyenda de la búsqueda de un nopal sobre el que luchaban un águila y una serpiente ni siquiera la conocían. Fue Naualli quien se la contó. Las dos parejas eran Teotl (Limpieza) con su esposa Xauqui (Campana) y Tapora (Lobo marino), con su esposa Tinimencha (Ardilla). No quisieron contar nada sobre su vida anterior, ni de dónde procedían, pero sí hablaron de sus oficios antes de llegar a Colima. Teotl y Tapora eran talladores de piedra y demostraron sus conocimientos, cuando todo el grupo visitó las tumbas de tiro.



Eran tumbas excavadas en la roca a partir de un pozo de hasta veinte metros de profundidad. Desde el pozo se hacían galerías conectadas entre sí con varias cámaras para uno o varios cadáveres y sus ofrendas. La sección de estas galerías podían ser circular  o rectangular, dependiendo de la categoría del muerto. Sobre la tumba se colocaban estatuillas de hombres y mujeres, realizando alguna actividad cotidiana, como la caza, la música o la agricultura. Tanto Teotl como Tapora eran especialistas en este tipo de figuras.


Explicaron que esta cultura se llamaba Capacha y que ellos también habían realizado alguna escultura del dios de la muerte y de los animales que acompañaban al difunto a través de los nueve torrentes hasta el mundo de los muertos. El animal compañero solía ser un perro, aunque había ocasiones que se trataba de un loro, un pato o una víbora.



Yacatecutli estaba convencido de que estos artesanos debían ir con ello a Xihutla, donde serían muy útiles. Y más cuando se enteró de las habilidades de Xauqui y Tinimencha. Ambas eran amigas antes de casarse y eran expertas en el teñido del lino y el algodón. Conseguían unos rojos y azules tan vivos y exclusivos, que se los quitaban de las manos en los puestos de venta. Porque ya los cuatro habían dejado sus trabajos de limpieza y trabajaban para Yacatecutli.


Por su parte, Nauatli había tomado buena nota de la estructura social de Colima, una sociedad libre, igualitaria y familiar. Y Xilonen estaba aprendiendo a fabricar ornamentos con conchas y plumas, que cosían a las telas de Xauqui y Tinimencha



La estancia en Colima llegaba a su fin y el grupo, formado ahora por diez personas, se preparó para el regreso. Realmente el regreso era sólo para tres; para los demás era un viaje a lo desconocido, buscando un mundo mejor. Iban cargados de joyas, telas y oro, y, en especial, de ideas y proyectos. Salieron al amanecer de un día de comienzos de la estación cálida, casi un año después de haber dejado Xihutla. Si todo iba bien, calculaban unos ocho meses para el viaje de vuelta.


Viajaron alternativamente por la costa y el interior, evitando las zonas devastadas por las plagas, la sequía o las guerras, que se iban generalizando entre tribus, para apoderarse de territorios y de prisioneros.



Al fin, vieron en lontananza los muros de protección de Xihutla y elevándose al cielo sus queridas montañas. Yacatecutli, Nauallo y Tevari echaron a correr. Cuando los vio llegar Tatli, que estaba de guardia, avisó a los demás con grandes gritos y todos salieron en tropel de sus kiwas y quehaceres. También subieron corriendo los que estaban en las plantaciones, con Tocortín a la cabeza.







5.- XIHUTLA. HISTORIA DE  XAUQUI
Yacatecutli sólo veía a su hija Meztli, que se acercaba y le abrazaba. No parecía haber nadie más, hasta que notó que el pequeño Tiat le tiraba de la chaqueta y le llamaba por su nombre. ¡Cómo se parecía a él!. a su lado estaba Wakul su yerno. Apareció enseguida la familia de Naualli, a quien sus hermanas notaron muy cambiado y cuyos sobrinos se abalanzaron sobre él como terremotos.
Fue Tevari el encargado de presentar al resto del grupo y elogiar las habilidades de cada uno. De momento se alojarían en la kiwa reservada para huéspedes, hasta que cada una de las tres familias eligiera un lugar y se construyera su propio alojamiento. Tlacot los recibió como jefe religioso y les anunció que organizaría una ceremonia para su integración en la tribu. Kakal y sus compañeros no podían creerse la suerte que habían tenido al encontrarse y unirse al grupo de Yacatecutli.
Paxtli y Tocortín hablaron con Tevari, para organizar entre los tres una gran cena de recepción. Todos estaban deseando conocer las aventuras de los viajeros y sus historias particulares.
Xauqui se fijó especialmente en una pareja con un niño de unos dos años, eran Centeotl y Mizquitín, que estaba embarazada, con el pequeño Kaluh. Le llamó la atención la mirada del niño y notó algo especial en el estómago, pero pensó que sería por todas las emociones que estaban viviendo desde su llegada.
 La cena fue opípara, basada en carne, pescado y verduras. Los postres hicieron las delicias de todos, y especialmente de los niños. Consistían en pasteles con frutas y miel, una novedad para los viajeros, que se enteraron entonces de que poseían dos colmenas. Los relatos se sucedían casi sin interrupción, entre las preguntas de los oyentes, hasta que llegó la hora de repartir regalos. Había tallas y herramientas para los hombres, que iban entregando Hanuha, Teotl y Tapora. Joyas para todos, que mostraba Xilonen, sonriendo ante las exclamaciones de admiración de cada uno que iba recibiendo su regalo. Y para las mujeres, Xauqui y Tinimencha repartieron finas mantas y chales de vivos colores, algunas adornadas con conchas y plumas.
Entonces la sorprendida fue Mizquitín, cuando le dieron su regalo, un chal de algodón de color azul intenso, con un sol dibujado en el centro. Le parecía igual que la fina mantita en la que estaba envuelto Kaluh, cuando lo recogieron en la cabaña de la playa. Tenía que comprobarlo antes de decir nada, así que alegó que estaba muy cansada y se retiró a su kiwa. Xauqui la siguió con la mirada y supo que su corazonada había sido acertada. Pero no se atrevió a seguirla, porque aún no tenían confianza.
Meztli sí fue tras Mizquitín, porque los dos niños Tiat y Kaluh eran muy amigos y muchas veces querían dormir juntos. Acostaron a los niños y Mizquitín mostró a su amiga la mantita de Kaluh: era casi igual al chal que le habían regalado. Eso quería decir que había alguna relación entre Kaluh y sus nuevos convecinos.  Las dos mujeres decidieron averiguar por su cuenta lo que intuían que era el origen de Kaluh.
La fiesta duró casi toda la noche. También Xauqui había decidido resolver sus dudas, pero no sabía cómo. Casi al amanecer, el nuevo grupo ya se había instalado en la kiwa de invitados, que tenía tres dependencias. Tlacot había preparado la ceremonia de adopción de los siete nuevos miembros de la tribu, para el mediodía, cuando el sol estaba en su cénit. La ceremonia de adopción era igual que la del nacimiento de un bebé, aunque en este caso era toda la tribu la que los adoptaba como hijos. Ayudaban a Tlacot su joven ayudante Itzam y Wakul, por su conocimiento de las estrellas.
Debían acercarse uno por uno y, tras decir su fecha y hora de nacimiento, se les revelaba su Tonalamati, o cuenta del destino, reflejada en un códice, del que todas las tribus aztecas tenían una copia, aunque fuera abreviada, que se guardaba en la kiwa sagrada. Se hablaba de su carácter y su personalidad, según marcaban las estrellas. Se les asignaba un color, un astro y un fenómeno natural. Todo ello se plasmaba en un trozo de cuarzo, que sería el amuleto vital. Al terminar cada adopción, se hacía sonar una caracola.
El primero en pasar fue Kakal, al que se asignó el color amarillo, por su energía y brillantez. Era un hombre curioso e intelectual. Tenía un  signo de tierra y su astro era el sol. Kakal estaba asombrado, porque habían calcado su personalidad.
 Habían pensado seguir el orden en el que se habían incorporado al grupo de Yacatecutli, por ello, la siguiente fue Xilonen, que recibió el blanco, por su carácter bondadoso, la nieve y el metal, por sus habilidades como orfebre. Su esposo Hanuha recibió el color malva, que significaba poder, ambición y creatividad. Su elemento, la madera y su astro, la luna.
 En cuarto lugar pasó Teotl, que fue considerado verde, salud, armonía y silencio. Y le dijeron que era algo celoso. Teotl lo reconoció. Le correspondía la lluvia y la vegetación. Cuando le tocó el turno a Xauqui, estaba un poco nerviosa. Sabía que Meztli y Mizquitín la observaban con interés y no sabía qué adivinaría aquel sabio sacerdote. Le asignó el color rojo, que significaba el amor, la adrenalina, la independencia. Su elemento era el fuego y su astro el sol. Mizquitín se dio cuenta de que eran los mismos atributos de su hijo Kaluh y miró a Meztli. Xauqui también vio esa mirada y decidió hablar con ellas en cuanto acabara la ceremonia.
  Se adelantó entonces Tapora, al que le correspondió el color marrón, por su seguridad, su carácter protector y su vocación para la enseñanza: era maestro tallador y le correspondían el agua y la luna. Por último fue el momento de Tinimencha, a la que correspondía el color azul. Era confiada y comunicativa y, sobre todo, muy constante. Su astro era la luna y su elemento la tierra.
Esta vez fueron lo nuevos miembros de la comunidad los que se encargaron de ofrecer una cena frugal, con frutas y verduras, como exigía la tradición, tras estos ritos. Y antes de ponerse el sol, debían estar ya durmiendo, como los bebés. Pero Xauqui no podía dormir. Sólo pensaba en el momento de hablar con Mizquitín. Encontró la ocasión cuando, a la mañana siguiente, Tocortín les mostró las plantaciones. Bajaron hasta la playa y vieron la cabaña donde guardaban las ánforas para hacer la sal y las canoas amarradas junto a la cabaña. Los gemelos Jaleb y Xowyotzin explicaron que allí había encontrado su hermana Mizquitín a su bebé Kaluh, abandonado y envuelto en una mantita.
En cuanto subieron al poblado, Xauqui habló con Yacatecutli y le expuso sus sospechas. No tuvo más remedio que contarle su historia. Había nacido en Etzatlán en una de las tribus tahue. Desde pequeña había aprendido a tratar el algodón y a teñirlo, así como a confeccionar mantas. Su ciudad estaba a orillas de los ríos Piaxtla y Mocorito. Los tahue eran pacíficos y sólo practicaban la guerra defensiva, en las muchas ocasiones en que eran atacados por los tarascos. Utilizaban lanzas con puntas de sílex y escudos de piel de lagarto. Usaban tumbas de tiro y su cultura era bastante avanzada con respecto a otros pueblos.
Su idioma, el tahue, era un derivado del nahuatl. Estaban muy orgullosos de ser descendientes de Aztlán. Su padre había perecido en una escaramuza contra los tarascos y se quedaron ella y su madre solas; fueron esclavizadas y obligadas a trabajar a destajo, fabricando telas de algodón y tiñéndolas para sus captores, sin ningún beneficio para ellas. En cuanto Xauqui cumplió los quince años, la entregaron como segunda esposa a un cacique tarasco y su trabajo se multiplicó, estando a las órdenes de la primera esposa, que tenía celos de ella y le hacía la vida imposible.
Su madre murió de pena y agotamiento. Xauqui estaba sola y embarazada y decidió huir. La persiguieron y la capturaron ya cerca de la costa. Acababa de dar a luz y tenía a su bebé envuelto en su propio chal. Le quitaron el niño y a ella la abandonaron en la selva. No supo nada más de su hijo y pensó que había muerto, o que se lo habían llevado de vuelta a su padre el cacique, a Etzatlán,. Porque los tarascos apreciaban más a los niños que a las niñas.
 Por eso se quedó estupefacta cuando vio a Kaluh, porque sus ojos y su expresión se parecían a los del padre de Xauqui y tuvo la corazonada de que podría ser su hijo. No contó cómo había conocido a Teotl, Tapora y Tinimencha. Yacatecutli pensó que ya sabrían el resto de la historia, cuando a Teotl le pareciera oportuno.

Nauatlli había escuchado el final de la historia y se quedó pensativo. Sabía cómo Mizquitín había encontrado a Kaluh, pero no se explicaba cómo había llegado hasta su cabaña de la playa. Mizquitín y Centeotl no sabían cómo actuar, porque ya estaban seguros de que Kaluh era el hijo de Xauqui. Paxtli convocó a los notables de la tribu: Tlacot, Tocortín, Coatlicue, Tene y Naualli, para buscar una solución.
Después de contemplar las diversas posibilidades, llamaron a las dos parejas implicadas. En breves palabras, Xauqui dijo que ella sólo quería saber que su hijo estaba vivo y feliz. De ninguna forma quería quitárselo a Mizquitín, que le parecía una buena madre para el niño. Se oyeron suspiros de alivio, porque el tema se había zanjado de la mejor forma posible y las dos madres se abrazaron emocionadas.
Los nuevos ciudadanos iban acostumbrándose a la vida cotidiana de Xihutla, mientras construían sus viviendas. Naualli y Yacatecutli se planteaban poner en práctica todo lo que habían aprendido y la idea de construir una cancha para el juego de pelota atrajo a todos los jóvenes. Se eligió el lugar sobre una montaña cercana y Tlacot lo bendijo. Había que planear la estructura bajo la dirección de Wakul, teniendo en cuenta la posición de los astros y se animó a los jóvenes a formar equipos y aprender a jugar.
Los equipos podían ser de dos o cuatro jugadores. Así que los jovencitos se agruparon en equipos de cuatro, aunque eran seis chicos. Eran Tepeyolotl, Tonatiu, Jaleb, Xowyotzin, Tonantzin e Itzam. Las cuatro niñas formaron otro equipo. Eran Teoxihuitl, Cuicani, Cántico y Haoka. Lo primero que hicieron fue fabricarse pelotas de hule y practicar. El juego consistía en mantener la pelota siempre en juego, sin dejarla caer al suelo, golpeándola con la cadera, el codo o la rodilla derechos.
Tardaron bastantes días hasta conseguir un juego medianamente aceptable, entre risas y, a veces, golpes que no esperaban, porque las pelotas de hule eran muy duras. Xauqui y Tinimencha se pusieron a tejer faldones de algodón, para que se protegieran durante el juego, de colores azul o rojo, para distinguir los equipos. Como no resultaba suficiente protección. Kakal les fabricó cinturones, coderas y rodilleras, que amortiguaran los golpes. Eran de algodón, recubierto de hule, que proporcionaba mayor refuerzo. Y Wakul les hizo grabados, al gusto de cada uno.
La cancha de juego era una pista larga y estrecha con dos muros laterales algo inclinados, que cubrieron con cal. Pero tenían que pensar algo diferente, porque el sol reverberaba y podía deslumbrar a los jugadores. Ahora el juego era inocente, pero en ocasiones posteriores quizá se jugara algo importante. Wakul hizo un esquema de cómo caerían los rayos del sol en cada época y aconsejó que uno de los muros fuera más alto que el otro. Tlacot había revisado sus viejos códices y, el día anterior a la inauguración de la cancha, quiso que todos conocieran el significado del juego y las leyendas ancestrales que lo avalaban.
El juego se llamaba Hachtli. La pelota significaba el sol y por ello no debía caer al suelo, porque traería mala suerte. Cada partido era un ritual religioso, en el que Huitzilopochtli vencía a su hermana la luna, para dar lugar al amanecer- por ello, los partidos se jugaban generalmente por la tarde. La tradición tenía más de mil años, era de origen olmeca y se utilizaba para resolver conflictos de tierras, tributos o comercio, sin recurrir a la guerra.
Las leyendas se referían a Xibalbá, el inframundo, donde los gemelos del Popol Vuh, Hunahpy y Ixbalanqué vencieron al dios de la muerte, que había decapitado a su padre, y sustituyeron la cabeza por una calabaza. Desde entonces se colocaron calabazas como decoración en los muros. Los gemelos habrían derrotado a la muerte. De ahí saldría la costumbre posterior de decapitar a los perdedores, que solían ser prisioneros de guerra, aunque los decapitados eran a veces los vencedores, que consideraban un honor el ofrecerse al sol.
Posteriormente, Huemac, dios de los terremotos, de la mitología azteca, fue un gobernante mítico del pueblo tolteca, quizá una representación de Quetzalcoatl. Huemac había fundado la ciudad tolteca de Tollan y la había destruido, antes de que cayera en manos chichimecas. Fue Huitzilopochtli quien mató a la mayoría de los habitantes de Tollan. Se había disfrazado de hechicero y había conseguido casarse con la hija de Huemac, que no sospechó nada. Así y todo, reconoció que la matanza era culpa suya y se ofreció como víctima, entregando su corazón.
Todos escuchaban el relato del sacerdote casi horrorizados. Entonces pidió la palabra Tene y exigió bajo juramento a Tlacot y a Paxtli el compromiso de no ofrecer corazones o cabezas al dios. Ella había visto de niña alguna ceremonia parecida y le había parecido horripilante. Enseguida se unieron a la propuesta todas las mujeres, porque les parecía absurdo perder a sus hijos por un simple juego, que se suponía que era para distracción y para ejercitarse. Tlacot y Paxtli juraron que nunca se permitiría la muerte ni el sacrificio de ningún jugador.
Yacatecutli empezaba a pensar si había sido buena idea recomendar el juego, aunque pronto dedicó sus reflexiones a plantear una organización administrativa, con la colaboración de Naualli, que había tomado notas de los lugares por los que habían viajado. Se crearían varios departamentos bajo la dirección del más capaz en cada tema y se construiría un edificio para las reuniones y para guardar los archivos. Era la primera vez que se planteaban construir un edificio y, por unanimidad, se decidió construirlo en la pendiente de la montaña, al lado de las plantaciones. Así serviría también de almacén.
Por consejo de Wakul, estaría orientado al este, en medio de un pequeño bosque, de cuya madera se servirían y cuyos árboles lo ocultarían de miradas indiscretas. Tendría dos pisos, uno de ello subterráneo, que se usaría como almacén y como archivo, comunicado interiormente con el otro piso, alzado sobre el terreno.

Inmediatamente empezaron a cortar troncos, que servirían de soporte a las galerías que se fueran excavando. Y se organizaron los departamentos.
-         de agricultura, al cuidado de Tocortín
-         de caza, a las órdenes de Beezye y Tevari
-         de pesca, bajo el mando de Tlatli y Tevari
-         de construcción, bajo la supervisión de Teotl y Tapora.
-         de talladores, a las órdenes de Hanuha
-         de economía y comercio, bajo la supervisión de Yacatecutli y Kakal

 -    de orfebrería y minerales, dirigido por Xilonen e Iqualoca.
-         de tejidos, organizado por Itzteetl, Xauqui y Tinimencha
-         de sal, a las órdenes de Metztli y Laumari
- y por último, el administrativo, que controlaba a todos los demás, dirigido por Paxtli y Naualli.
 Todos los departamentos empezaron a funcionar inmediatamente, aunque se tardarían muchos años en construir la casa central, tomaron la costumbre de reunirse en el bosque y guardar los archivos en la kiwa de cada jefe de departamento. Y paulatinamente fueron incorporando a los jóvenes, según sus gustos y aptitudes.
Haoka se unió al departamento de la sal con Tonatiu. Teoxihuitl y su hermano Tepeyolotl se decantaron por la agricultura, bajo la tutela de su padre. Los gemelos Jaleb y Xowyotzin optaron por la caza. Centeotl por la pesca. Tonali y Zyun, por la construcción. Kipa y su hija Mizquitín, por la orfebrería. Huexotzina, el esposo de Kipa, se unió a Hanuha para tallar la madera, con los inseparables Cuicani e Itzam.

También se iban formando parejas e iban naciendo bebés, a los que cuidaban y educaban con esmero, porque representaban su futuro.

6.- NUEVAS EXPERIENCIAS Y CULTIVOS
         Se habían concluido las construcciones para los departamentos. Cada gremio tenía ya su propio espacio y se establecieron reuniones semanales y una mensual de cada jefe con Paxtli y Naualli.

         También las kiwas iban ensanchándose, excavando  túneles que permitían a cada familia tener hasta cinco habitaciones. Teotl y Tepora habían hecho un plano de cada vivienda, de forma que todos sabían  hacia dónde dirigir su excavación. Todas las viviendas tenían acceso a un túnel general, con salida a la playa. Les gustaba reunirse allí, cuando el tiempo era demasiado frío y no tenían necesidad de salir al exterior. Eran como una gran familia.
         En la parte más interior de la compleja ciudad subterránea construyeron la escuela que tanto añoraban, de la que se ocupaban Cuicani e Itzam. Allí reunían a todos los niños, para aprender y jugar. Todas las nuevas construcciones estaban bien apuntaladas por gruesos troncos, por consejo de Teotl.
         En una de las reuniones mensuales, Teotl pidió que estuviera presente por lo menos un miembro de cada familia, porque Xauqui quería contar su historia, desde que fue abandonada en el bosque, cuando le robaron a su bebé. En cuanto todos estuvieron reunidos, Xauqui empezó su relato.
         Cuando despertó en un lugar desconocido, tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar quién era y lo que había pasado. Estaba aterida, ensangrentada y desfallecida. Sin su bebé no quería seguir viviendo. Encontró refugio en un árbol hueco y se acurrucó, pensando en qué haría con su vida. No sabía si estaba libre o la volverían a esclavizar y no sabía si dejarse morir. Pero algo en su interior le decía que su bebé estaba vivo y ella tenía que encontrarlo.
         Por la mañana, buscó frutos secos y algunas raíces y se puso en marcha, aunque no tenía ninguna orientación. Decidió seguir el curso de un riachuelo; así tendría agua, por lo menos. Acostumbrada a tejer algodón, reunió hojas grandes y juncias que iba tejiendo en trenzas. Tardó varios días de trabajo continuado, pero el trabajo la ayudaba a no pensar demasiado. Al fin consiguió hacerse una camisa larga, forrada con corteza de árbol, para que no dejara pasar el frío. Mientras completaba su equipo con perneras y botas con los mismos materiales, pernoctaba en huecos de árboles y en pequeñas oquedades, teniendo la precaución de hacer buenas hogueras por las noches, para calentarse y para ahuyentar a las fieras.
         Siguió caminando durante varios meses, evitando acercarse a los grupos de población, porque aún temía a los tarascos. Si seguía así, pensaba, jamás encontraría a su hijo, así que pensó que tendría que atreverse a hablar con alguien. Un día encontró a un hombre solo, que estaba asando un conejo sobre unas brasas. A pesar de sus pasos sigilosos, el hombre la oyó y se volvió con una sonrisa franca, invitándola a sentarse con él ante el fuego y a compartir su comida. Hacía mucho tiempo que no comía nada caliente, por lo que, con algo de recelo, se acercó al hombre, que la observaba con curiosidad y le dio un trozo de carne, que ella comió con ansiedad.
         Fue él quien empezó a hablar, intentando infundirle confianza y seguridad. Le contó que había perdido a sus padres y hermanos, cuando su pueblo fue arrasado, mientras él estaba cazando. Desde entonces viajaba hacia el sur, sin un destino determinado, esperando encontrar alguna tribu pacífica donde asentarse. Si no lo conseguía, se construiría su propia casa en algún lugar, que le pareciera habitable y seguro. Su nombre era Teotl. Antes de que ella dijera nada, Teotl le preguntó cómo se había hecho la ropa que llevaba, porque le parecía muy ingeniosa. Era una demostración de su espíritu de lucha por la supervivencia.
         Algo más tranquila y mientras bebían un cuenco de cacao caliente, Xauqui comenzó a explicar que su oficio era tejedora de algodón y que, al no tener nada, porque huía de la guerra, se había fabricado una ropa básica, para no morir de frío. No mencionó que era una esclava huida de los tarascos, ni que había perdido a su hijo. Teotl le sugirió que viajara con él. Y así ambos tendrían más posibilidades de supervivencia, dado que ella poseía gran habilidad e ingenio y él era cazador. Ella aceptó, porque le parecía un hombre honrado.
         Con el transcurrir de los días, fueron haciéndose confidencias, como que Teotl había perdido también a su esposa y a su hija pequeña. Xauqui acabó contándole su drama. Se sentían bien juntos. Confeccionaron varias prendas de piel, de los animales que cazaba Teotl, para ellos y para vender algunas, a cambio de comida y semillas. Habían conseguido ahorrar algún dinero y se permitían comprar frutas, tortas o pasteles, cuando se acercaban a algún mercado. Fue así como conocieron a Tapora y Tinimencha. Vendían batatas y pasteles. Al ver que compraban bastantes batatas, Tapora  les dijo cómo plantarlas. Teotl le dijo que iban de viaje y no pensaban, de momento, plantar nada. Tapora y Tinimencha se miraron y, cuando la otra pareja se iba, les dijeron que ellos también buscaban un lugar conde asentarse.
         Esa noche cenaron juntos y, hablando sobre la receta de los pasteles, fueron descubriendo que tenían muchas más afinidades e intereses en común. Por la mañana ya habían decidido viajar juntos. Y unas semanas después se encontraron con Kakal, Yacatecutli, Naualli y Tevari.
         Al concluir su historia, Xauqui estaba llorando emocionada y con ella otros muchos de la asamblea. Ahora sólo faltaba averiguar cómo había aparecido Kaluh en la cabaña de la playa, aunque la mayoría pensaban que era casi imposible.
         Beezye, el cazador, llevaba ya tiempo interesado en las colmenas y había conseguido doblar el número de abejas y su producción. Itztetl había confeccionado varios trajes con goma de hule, tan finos que pesaban muy poco y un caso casi transparente, para poder ver y a la vez evitar las picaduras de los insectos. Los guantes eran de piel recubiertos de hule. Los cuatro cazadores. Beezye, Tevari, Jaleb y Xowyotzin, pasaban gran parte de su tiempo atendiendo las colmenas y recolectando la miel en vasijas de cerámica, que sellaban con una tapa de hule.
          Todas las familias estaban bien abastecidas de miel y, tanta era la reserva de tarros en el almacén general, que Yacatecutli y Kakal empezaban a sentir ya el gusanillo del comercio. Se lo comentaron a Beezye, a quien le pareció una idea estupenda y dijo que le gustaría formar parte de la nueva aventura comercial. El consejo, dirigido por Paxtli, dio su permiso y, como siempre, Naualli también quiso formar parte del grupo. El problema era el transporte, al que Tapora encontró pronto solución. Construyeron un cajón con gruesos troncos de roble, que unieron con  goma de acozotl, que, al secarse, formaba un todo compacto. Además, lo rodearon con varias capas de hule y Tinimencha lo forró con una gruesa manta de algodón. También los tarros de miel irían protegidos con tela de algodón.
           Hanuha ya había fabricado cinco enormes ruedas de madera. Colocaron el cajón sobre los asientos de las cuatro ruedas, y la quinta de repuesto dentro de la nueva carreta. Llevaban más de cincuenta tarros de miel y un tarro de grasa, que Naualli añadió, para engrasar los ejes de las ruedas de vez en cuando. Xauqui añadió a la carreta varias mantas, que podrían vender o utilizar, si las necesitaban. Xilonen les entregó varias piezas de orfebrería y algunas tallas de jade y cuarzo, para su venta. Beezye tapó toda la carga con varias pieles curtidas y se prepararon los cuatro para la marcha.
         Iniciaban una nueva aventura, esta vez hacia el norte, porque Yacatecutli seguía con su interés por Aztlán. Quería llegar hasta los mismos orígenes de las míticas tribus aztecas, de las que él mismo descendía. La carreta funcionaba bien, teniendo en cuenta que atravesaban terrenos irregulares y algunos arroyos. Tenía cuatro gruesos troncos en los extremos, dos delanteros y dos traseros, para tirar o empujar, según requiriera la ocasión. Los maderos estaban forrados de piel, de forma que fuera agradable y fácil de manejar.
           Llegaron a territorio huichol, contentos porque no habían encontrado señales de guerra, como sucedía en el sur. Encontraban algunos campesinos en el camino, afables y amistosos, de gran estatura y rasgos característicos de los aztlanes. La mejor sorpresa para Naualli fue encontrar a un chamán. Lo reconoció enseguida por el traje ritual, blanco y con un sol bordado en rojo, con rayos amarillos. Estaba rezando al sol de mediodía. Naualli se acercó, respetando las oraciones del chamán, pero éste notó una presencia tras él y se volvió, sonriendo, al ver el chaleco de hechicero de Naualli. Se saludaron elevando los brazos al sol, como era habitual entre sacerdotes. Luego se dieron un efusivo abrazo. Naualli se presentó a sí mismo y luego a sus compañeros, e invitó al chamán a acercarse a su fuego y compartir un cuenco de cacao.
           El chamán se presentó como Tau, el hijo del sol, de religión animista, cuyo dios principal era Tau, que permitía que el alma sobreviviera al cuerpo y se reuniera con él. Contó cómo, cada mañana, al salir el sol, invocaba su nombre y su protección, señalando los cinco puntos cardinales y derramando agua en cada uno de ellos. Al mediodía elevaba una plegaria, para que la caza, la pesca y las cosechas fueran fructíferas. Al ocaso daba gracias al sol y pedía un nuevo día.
          Comieron juntos y Yacatecutli se atrevió a preguntar por las características de la región y las ciudades, si las había. Teu sonrió, como siempre, y habló de Tepic (piedra maciza), donde él vivía. Había sido fundada por huicholes, que se habían ido mezclando con totorames, procedentes del norte, para construir una ciudad, que él consideraba monumental, con casas de piedra y un gran templo del sol. Sus recursos eran abundantes y su clima templado. Tenían un rey o Cora, que administraba el territorio con justicia. Era querido por los ciudadanos, porque se preocupaba de que nadie pasara estrecheces, así como del bienestar de viudas y huérfanos. Los ciudadanos lo llamaban Nayarit, hijo de dios, nombre que se extendió a toda la región.
           Todos le escuchaban asombrados y Tau los invitó a ir con él a la ciudad de Tepic, situada a poca distancia del campamento del grupo de los xihutla. Aceptaron ilusionados por descubrir una nueva cultura y una forma de administración, que podría mejorar la de su propia ciudad. Llegaron antes de la puesta del sol. Tau los presentó ante el Cora, que les hizo todo tipo de preguntas sobre su origen, los motivos de su viaje y su cultura y religión. Satisfecho con las respuestas de sus invitados, francas y sin reservas, convocó a los miembros de su consejo y mandó preparar una cena de bienvenida.
            Algo que intrigaba al Cora era la carreta y su contenido. Esta vez fue Beezye quien describió la construcción de la carreta y Kakal el que enumeró sus mercancías. El Cora alabó la calidad de la miel y admiró la belleza y factura de las joyas. Programó para el día siguiente una visita al mercado, a los campos de cultivos, y, si daba tiempo, el puerto pesquero y las playas. Durmieron en una amplia sala, calentada por un buen fuego, y acompañados por el chamán Tau, que no quería perderse las explicaciones de Naualli sobre las utilidades de las plantas medicinales que traía consigo. Ambos tenían una edad aproximada y una amplia cultura, además de un gran afán por adquirir nuevos conocimientos.
             Por la mañana, el Cora en persona se presentó a buscarlos y le animó a llevar con ellos su carreta de mercancías. El mercado estaba en el centro de la ciudad, en una avenida, a cuyos lados estaban colocados los tenderetes, protegidos por lonas para resguardarse del sol o de la lluvia, aunque las lluvias nunca eran torrenciales. Ya había bastantes personas observando los productos y haciendo sus compras. El Cora se paró en el centro del mercado y la gente se arremolinó a su alrededor. Habló de los extranjeros y la calidad de su miel, que él había probado la noche anterior, y de la belleza de su orfebrería. En Tepic se cultivaba la caña de azúcar, pero no tenían colmenas, por lo que, en un abrir y cerrar de ojos, Kakal consiguió vender todos los tarros de miel y la mayoría de las joyas de oro y de jade y cuarzo. Lo que no interesó fueron las mantas, porque en la zona había excelentes tejedoras, que adornaban sus telas con bordados geométricos.
             Ellos adquirieron semillas de sorgo, tabaco, arroz, sandía y cacahuete, así como salmón ahumado, róbalo y lisa en salazón y algunos limones y granos de café, que no conocían. Naualli se fijó en un tenderete donde vendían instrumentos musicales y, después de escuchar con detenimiento la forma de tocarlos, se decidió a comprar un raberi, especie de violín de cuatro cuerdas, y una caja de resonancia de madera de pino, y un kanari, como una guitarra de seis cuerdas, también de madera de pino. El Cora los llevó a un tenderete donde vendían frutas y verduras y allí tomaron un almuerzo a base de mango, aguacate y plátano y una bebida de café, explicándoles cómo se hacía, a partir de los granos, que ya llevaban en su carreta.
            Recorrieron después los campos de cultivo, donde les regalaron mazorcas de maíz, pepinos y cebollas. En algunas zonas se conseguían hasta dos cosechas, debido a la bondad del clima y a los numerosos arroyos, alimentados por los ríos Ameca, Grande, Mezquital, Acaponeta, Cañas y los dos Esteros. Arropando los cultivos, se podían ver bosques de coníferas, pinos y encinos, en los que Beezye enseguida adivinó la presencia de buena caza, y así se lo confirmó el Cora, sobre todo, el venado blanco, muy apreciado por su carne y por su piel.
             Llegada la ahora del mediodía, el chamán Tau realizó sus plegarias y se dispusieron a comer. Tau y Naualli seguían hablando de sus cosas y tomando notas, mientras el Cora hablaba con Yacatecutli y Kakal sobre administración y comercio. Al día siguiente, a media mañana, se acercaron al puerto pesquero, en el que ya los pescadores recogían sus redes, llenas de camarones, huachinangos, róbalos y lisas. Por la tarde, los llevaron a una de las tres grandes lagunas de agua dulce. En ella se podían ver patos, garzas y pelícanos, y les explicaron la utilidad de tener agua dulce, continuamente alimentada por los neveros de las sierras, sobre todo la Sierra Madre Occidental. Eran las lagunas de Mexcaltitán, el Pescadero y Tepetiltic.
               Pasaron varias semanas, conociendo a la población y, sobre todo, aprendiendo de aquella cultura huichola, que proporcionaba  paz y estabilidad a sus ciudadanos. Y se dispusieron a retomar su viaje hacia la región de Sinaloa (la tierra de los venados) y, si era posible, llegar hasta su capital Mazatlán. El camino era más escarpado, por lo que se acercaron más a la costa. Ahora el peso de la carreta era mucho menor, pero había que manejarla. El día anterior a su partida, Tau, que no había dejado de acompañarlos en todo momento, se presentó con dos jóvenes hermanas, que pedían permiso para acompañarlos a Mazatlán. Se trataba de Ixtoc (diosa de la sal) de 22 años, y Teteoinan (madre de los dioses), de 20 años. Eran huérfanas y tenían un tío materno en Mazatlán, con el que querían reunirse y vivir con él.
             Aseguraban que no serían una carga para ellos, puesto que eran fuertes y bien dispuestas para el trabajo. La mayor, Ixtoc, era ayudante del chamán, y conocía las plantas de la región y su utilidad. A Naualli se le iluminaron los ojos, porque además de aprender, la joven le parecía realmente guapa y segura de sí misma. La pequeña Teteoinan conocía varios dialectos del nahuatl y se comunicaba con los animales con una facilidad asombrosa. Esta vez fue Beezye el que parecía mirar con admiración a la joven, que pidió que la llamaran Tet. Kakal y Yacatecutli asintieron enseguida, sonriendo al ver el entusiasmo de sus compañeros.
             Las chicas llevaban como único equipaje los cestos de boda de sus abuelas, tradición que los xiximes y huicholes habían copiado de los olmecas. El viaje resultaba agradable, animado por la charla de los cuatro jóvenes, que intercambiaban sus conocimientos y su historia. Empezaron a verse hermosas playas de arena, donde, a veces, acampaban y recogían camarones y otros pequeños mariscos y moluscos, que hacían deliciosas sus cenas. Además, Ixtoc era una gran cocinera, por lo que enseguida le hablaron de Tevari y sus novedosos guisos.
              Después de varias semanas, tuvieron que acercarse a la Sierra Madre, porque las playas ya daban paso a grandes acantilados, de paredes verticales y numerosas cuevas, donde en alguna ocasión decidieron refugiarse del agua y del frío. Yacatecutli solía subir por las noches a alguna cumbre cercana, para otear el horizonte. Ahora le llamaba más la atención el hecho de conocer nuevas gentes, que el comercio, que hasta ahora había sido su vida.
            Una noche divisó lo que parecía una pequeña aldea, pero su alegría se truncó, cuando advirtió que estaba en llamas. En la lejanía se veían otras varias columnas de humo. Supuso que habría guerra y bajó corriendo a avisar a sus compañeros. Sólo tuvo tiempo de gritar para que vieran el humo y las llamas, porque resbaló y cayó varios metros, quedando al pie de la montaña sin sentido. Todos corrieron a ver qué le había pasado y, mientras Naualli e Ixtoc detectaban el alcance de las fracturas, Beezye subió con Tet a la montaña. Ambos eran expertos en ver de noche y se acercaron algo más a la aldea en llamas. Kakal llevó a Yacatecutli a la cueva donde habían pernoctado y Naualli diagnosticó una rotura de fémur y un fuerte golpe en la cabeza. 

        7.-  LA GENERACIÓN DE LOS JÓVENES 

         Viajaban de vuelta a Xihutla. Todo había cambiado por completo para todos ellos. Yacatecutli no despertaba de su coma y Naualli temía una fractura craneal. Escayolaron la pierna con goma de ocozotl e inmovilizaron su cabeza lo mejor que pudieron, colocándolo en la carreta y acomodándolo entre mantas y pieles. Todos callaban consternados y tristes, hasta que una noche Beezye, que había aconsejado la vuelta a casa inmediata, contó lo que habían averiguado él y Tet en las aldeas destruidas.  
         Al acercarse a una de las aldeas, encontraron un grupo de ancianos, mujeres y niños que huían del fuego. Sus chozas eran de lodo y habían ardido con facilidad, incendiadas por los xiximes y acaxes, que atacaban con frecuencia los poblados, para robar las cosechas. Esta vez, el jefe de la tribu se había enfrentado con los ladrones y la mayoría de los guerreros habían resultado muertos. Los pocos supervivientes tenían que huir hacia el mar, porque los tepehuanes (dueños de carros) habían decidido conquistar a las tribus vecinas y expandirse hasta la ciudad de Amololoa (tierra de víboras), que había pertenecido a sus antepasados. 
         El grupo de fugitivos huía también de la guerra, que se estaba extendiendo hacia el sur. Los totorames eran morenos y de baja estatura, aunque de complexión fuerte. Y los tepehuanes eran altos y fuertes, la mayoría descendientes de los míticos aztlanes. Su dios era Ubumari (hijo del sol y la tierra) y hermano del arco iris y el maíz. Eran muy temidos por los totorames, por su crueldad y su aspecto. 
         Después de escuchar a Beezye, el grupo de Xihutla, dirigido ahora por Kakal, se dio cuenta de que tenían que acelerar la marcha y llegar cuanto antes a Xihutla. Por las noches ni siquiera montaban campamento. Dormían pocas horas y tenían siempre a uno de guardia, para evitar ataques imprevistos.
         La vida seguía su ritmo cuando llegaron a Xihutla. Enseguida acudieron el viejo sacerdote Tlacot y la curandera Coatlicue, para tratar con Naualli los posibles medios de curación para Yacatecutli. Todos temían lo peor. Efectivamente, a los pocos días, Yacatecutli moría. No había podido llegar a Aztlán, la tierra de sus antepasados. Su hija Metztli y su nieto Tiat no encontraban consuelo para su gran pérdida. Tlacot preparó los ritos funerarios. Por deseo expreso de Metztli y su esposo Wakul, se celebraría el rito azteca.
         Cogieron una de las barcas en las que habían llegado a Xihutla, la que había dirigido Paxtli, y colocaron el cadáver sentado, con un plato de comida y un cuenco de pulque. El dios Mictlantecuchtli, rey del noveno Mictlán (mundo subterráneo) lo recibiría a su llegada y quemaría su alma, para darle la paz eterna. Como no disponían de un perro rojo ni amarillo, como decían los códices sagrados, Hanuha talló en madera un perro rojo y lo colocaron a sus pies. Wakul grabó en él un ojo del sol y un rollo de papiro, que significaban su buena vista y su facilidad para hablar. Por último Xilonen colocó en su boca un trozo de jade tallado y Metztli ató su pelo con una cinta roja.  
         Aunque no había sido un guerrero, su deseo era ser incinerado. Por ello, colocaron la barca en la playa, a la puesta del sol, y prendieron la pira funeraria en silencio. Kakal pidió a Metxtli que le permitiera recoger las cenizas del que había sido su gran amigo y protector y echarlas al mar. Se guardaron siete días de luto, en los que la familia y amigos más cercanos comieron solamente verduras sin sal y bebieron sólo agua, sin mezcla de infusiones o cacao. 
         Era el primer habitante de Xihutla que pasaba a formar parte de las estrellas. Wakul grabó una roca con su nombre y la colocó en el templo, junto al fuego sagrado.  
         Pasaron varias semanas hasta que todo volvió a la normalidad. La alegría se iba abriendo paso en los corazones de los ciudadanos, sobre todo, cuando se anunciaron tres embarazos. De Mizquitín, de Xilonen y de Xauqui. Todos se alegraron, sobre todo por Xauqui, cuyo espíritu anhelaba ser madre los bebés nacieron con pocos días de diferencia. La nueva generación renovaría las expectativas de la ciudad, que había ampliado sus murallas hacia el interior.  
         Mizquitín y Centeotl tuvieron una niña, a la que llamaron Iyákata (pirámide). Xilonen y Hanuha también tuvieron una niña, y le pusieron de nombre Texcatl (espejo), por el color claro de sus ojos. El último en nacer fue el hijo de Xauqui y Teotl. Lo llamaron Yacatecutli, en recuerdo de su buen amigo, fallecido un año antes. Los tres bebés recibieron en la ceremonia de nacimiento su color, su signo protector astral y su signo vital. Esta vez también se les asignó un animal protector como tótem, por sugerencia de Naualli, que lo había aprendido en su viaje al norte. Comprendía que había que sensibilizarse con la naturaleza y había que respetar el espíritu de todos los seres vivos, animales y plantas, como parte de un todo cósmico. Wakul estaba de acuerdo y así se lo explicaron a los demás.  
         Seguían manteniendo sus abejas y cuidando  a varias familias de guajalotes, de los que aprovechaban la carne y las plumas, como parte del ciclo biológico natural. También aprendieron a cocinar los huevos. Y habían empezado a criar cabras, por la carne y la leche. El primero en acercarse a las plantaciones de Tocortín fue un cabrito y a él lo siguieron su madre y algunos cabritillos más. Tocortín hizo una especie de corral con techumbre y los animales se sentían a resguardo de las lluvias y de las fieras. Pronto se convirtieron en un verdadero rebaño, que obedecían a Tonatiu. El joven se había ocupado de ellas desde el principio y solía sacarlas a pastar a los montes cercanos, recogiéndolas al atardecer. 
         Le ayudaba a ordeñarlas Cántico, la mejor amiga de Tonatiu desde que eran niños, y dejaban los cuencos de leche en la puerta del corral, donde iba a buscarlos todo el que lo necesitara. El trabajo, en todos sus aspectos, era comunitario y también los beneficios. Si alguna familia no podía ir a por la leche, Cántico se encargaba de llevársela y la recompensaban con pasteles de miel, que le encantaban. 
         Como muchos días sobraba leche, Ixtoc sugirió añadir una planta llamada cardo, cuyo jugo hacía fermentar la leche para fabricar queso. Las flores de cardo debían recogerse cuando los pistilos alcanzaban un color azul intenso, al principio del verano. Se dejaba secar la flor a la sombra y se arrancaban los pistilos, que debían guardarse en un saquito de algodón. Con un puñado de ellos machacados y mezclados con agua, se podía conseguir que la leche de toda una semana fermentara.
         Tevari estaba encantado con la nueva experiencia de fabricar queso, como lo llamó Ixtoc. Ayudado por su amiga Teoxihuitl, consiguieron fabricar algunos quesos, que gustaron a todo el mundo. Ixtoc también recomendó que se guardaran en la parte más fría de cada casa. El queso, mezclado con miel era una delicia para los postres. Kakal pensaba cómo le habría gustado a su amigo Yacatecutli no sólo comer queso, sino salir a comerciar con él. Kakal tenía ahora una  nueva ilusión y un nuevo entretenimiento, su sobrina Texcatl. 
         Los que empezaban a sentirse muy cansados eran Tlacot y Coatlicue, que deseaban dejar sus funciones de sacerdote y curandera y pasárselas a sus protegidos Itzam y Cuicani. El día que los dos jóvenes pidieron permiso para casarse, sus dos mentores aprovecharon para celebrar ambas ceremonias a la vez. Todos esperaban este matrimonio, porque los dos se habían sentido muy unidos desde niños, por sus circunstancias familiares. La pareja se estrenó en sus funciones sagradas celebrando las bodas de otras cuatro parejas:
-         Naualli e Ixtoc, que pasaron a ocuparse de los enfermos y heridos
-         Beezye y Tet, a quienes se encargó la dirección de las guardias nocturnas y la organización de la vigilancia.
-         Tonatiu y Cántico, que seguían con sus rebaños y los productos derivados.
-         Tevari y Teoxihuitl, que hacían las delicias de todos con sus exquisitos guisados y los quesos. 
Las bodas se celebraron en la playa, que se llenó de risas y aromas. Las cuatro novias iban vestidas de azul y con el pelo adornado con las más vistosas plumas de los guajalotes. Sentadas sobre sus cestos de boda, donde guardaban la herencia de sus madres, esperaron la llegada de los cuatro esposos, vestidos de color rojo. Ellos llevaban en la mano su regalo de bodas, consistente en una joya de oro y jade, preparadas por Iqualoca y Kipa. Se trataba de brazaletes, donde se representaban el sol, la luna y algunas estrellas. Colocaron los brazaletes en el brazo izquierdo de sus esposas. Era una costumbre que Naualli había aprendido en Tepic y que su esposa Ixtoc le había explicado. La mujer sostendría con su brazo derecho a sus hijos y con las joyas de su brazo izquierdo traería prosperidad a su casa.
A punto de terminar el banquete. Oyeron a lo lejos el balido de las cabras. Cada vez aumentaba el ruido, que ahora parecía desesperado. Tonatiu y Cántico sabían que algo las había asustado y quisieron salir a calmarlas, pero Beezye decidió enseguida que iría una partida de cazadores, pensando que alguna fiera podría estar amenazando a animales y humanos. No era nada de eso. Eran dos hombres, vestidos de harapos, que habían entrado en el redil y habían matado a un cabrito, que habían asado en una fogata y se lo estaban comiendo tranquilamente.  
La furia de Beezye era tan grande que no pudo reprimirse y golpeó a ambos ladrones con su carcaj. Mientras Tonatiu trataba de calmar a sus queridos animales, los demás llevaron a empujones a los dos hombres hasta la playa, después de asegurarse de que no había más merodeadores. Los mantuvieron bien atados y amordazados, hasta que pensaran qué hacer con ellos y cómo hacerles hablar.
            Algunos proponían echarlos al mar atados, por haberles estropeado la fiesta de las bodas, mientras otros decían que debían llevarlos al bosque y dejarlos atados a un árbol, esperando su destino final. Pero las voces de Tlacot y Coatlicue llamaron a la calma. A ellos se unió enseguida Naualli: ¿Dónde estaba su hospitalidad y su respeto por la vida?. Aunque los dos ladrones no habían respetado nada, tenían que dejar que se explicaran y, sobre todo, saber si había más ladrones y cómo habían conseguido llegar hasta Xihutla.  
Volvieron a la ciudad. El consejo se reunió en la antigua cueva, donde habían vivido al principio los cazadores y allí llevaron a los prisioneros, para que no conocieran la ciudad subterránea. Los demás volvieron a sus kiwas con los niños. Nadie podía dormir, porque estaban intrigados y también algo asustados, por la posibilidad de perder la vida tranquila de la que habían disfrutado hasta ahora.
Los dos ladrones parecían bastante asustados ante la fiera mirada de Beezye y la detenida observación de que los hacía objeto Naualli. Hablaban una jerga desconocida para casi todos. Sólo Naualli y Kakal conseguían captar algunas palabras. Venían del interior, del este, de Irapuato, concretamente, de la región del Bajío, una especie de meseta a casi dos mil metros de altura, al pie del cerro de Arandas. La tribu era de tarascos y su nombre antiguo era Jiricuato (lugar de casas o habitaciones bajas) también (cerro que emerge de las llanuras). Era un asentamiento chichimeca, que había sido dominado por los tarascos. La región estaba bañada por el río Silao y estaba expuesta a grandes temporales. 
Ese año habían perdido las cosechas y, como era costumbre entre los tarascos, se habían dedicado a robar y dominar los territorios vecinos. Naualli mandó llamar a Xauqui, que había vivido esclava de los tarascos durante varios años y conocía bien su lengua. Por ella supieron que su jefe había muerto y estaban desorganizados, aunque pronto nombrarían otro jefe y seguirían con sus razias. Al saber el nombre del jefe muerto, Xauqui dio un respiro de alivio: se trataba del padre de Kaluh. Ya nadie se acordaría de aquel hijo de una esclava, al que habían abandonado en una playa.  
         Por una parte, Kaluh estaba a salvo, pero todos estaban en peligro, porque la guerra se extendería y, tarde o temprano, llegaría a Xihutla. Sus razonamientos les llevaban a pensar que los enemigos podrían llegar por las montañas o por mar, porque Paxtli estaba casi seguro de que a Kaluh lo habían traído por mar, cuando lo dejaron en la cabaña de la playa. Habría que tomar alguna determinación para defenderse. Actualmente se sentían bastante seguros con los muros de protección de sus kiwas y su ciudad subterránea, como sus almacenes. Pero sus cultivos y sus animales estaban más expuestos.
         Fue Hanuha, el tallador de madera, quien propuso construir barcas, por si tenían que huir por mar, y más carretas, por si decidían marchar por tierra. Paxtli y los más mayores no querían abandonar Xihutla, que tantos esfuerzos había costado, y que consideraban su patria. Los más jóvenes propusieron que deberían dividirse y fundar nuevas ciudades, para extender sus conocimientos, su raza y su cultura pacifista. En esto estuvieron todos de acuerdo, así que se pusieron manos a la obra, para construir las barcas y las carretas. 
         Celebraron muchas asambleas hasta llegar a acuerdos sobre quién se quedaría y quien se iría y hacia dónde. También se tomó una decisión sobre el destino de los dos prisioneros: se irían con el grupo que viajara tierra adentro, para aprovechar su conocimiento del terreno y del idioma tarasco. Nadie se fiaba de ellos y seguían considerándolos peligrosos y taimados. Ni siquiera habían dicho sus nombres, aunque a nadie le interesaban. Trabajaban en la construcción, bajo la atenta supervisión de Teotl y Tapora. Se alojaban en la cabaña de la playa y nunca les habían dejado ver la ciudad subterránea ni la sede de los gremios. Simplemente por prevención. 
         Construyeron veinte barcas y diez carretas, con las mismas características que las que ya poseían. Y llegó el momento de las despedidas y las nuevas aventuras. Prometieron visitarse siempre que pudieran, aunque ninguno estaba convencido de tal posibilidad, y añadir el nombre de Xihutla a las ciudades que pensaban fundar. Paxtli admiraba el entusiasmo de la nueva generación de jóvenes y sus ganas de nuevas experiencias. Él había tenido que viajar por necesidad de supervivencia y ahora se sentía cansado. 
         Con Paxtli se quedaron su esposa Laumari, el sacerdote Tlacot, el agricultor Tocortín con su esposa Tlanixte. La curandera Coatlicue, a la que ya le costaba andar, porque la artrosis se había extendido a todas sus articulaciones. La anciana matriarca Tene, ya casi ciega, que permanecía en su kiwa y sólo salía, cuando sus hijos la llevaban a la playa, a disfrutar de la brisa y sentir la arena bajo sus pies. Con ella se quedó su hija Kipa con su esposo Huexotzina.  
         Kakal no sabía qué hacer y, por fin, decidió quedarse para morir junto a su gran amigo Yacatecutli. También se quedaron los más ancianos de cada familiar, sabiendo que, sin jóvenes ni niños, la ciudad de Xihutla sería su tumba. Tene auguraba que Xihutla llegaría a estar sepultada por la selva, que iría ganado terreno a los humanos. No sabía que sus augurios llegarían a ser una realidad y que, muchos siglos después, los arqueólogos la descubrirían y mostrarían al mundo los logros y maravillas de aquella civilización perdida.  
         En cuanto a los dos grupos de viajeros, cada cual optó por sus preferencias. Llenaron barcas y carretas con provisiones, agua dulce, mantas, pieles y miel. Los artesanos llevaban bolsas con sus herramientas y los curanderos con las plantas que consideraban más necesarias. Tlacot organizó un rito de despedida, para que los dioses los protegieran. Las familias se separaban por primera vez.  
         Por mar irían Metztli y Wakul, con su hijo Tiat. Metztli se proponía llegar a Aztlán, en memoria de su padre. Pensaban  que yendo por mar, evitarían las luchas entre tribus. Con ellos se embarcaron Mizquitín y Centeotl, con sus hijos Kaluh e Iyákata. Tonatiu y Cántico. Naualli e Ixtoc, con su hermana Tet y Beezye, su esposo. Los inseparables Teotl y Xauqui, con su hijo Yacatecutli, y Tapora y Tinimencha. Sólo había un soltero, Tepeyolotl, que llevaba en su bolsa gran variedad de semillas, que le había preparado su padre Tacortín. También llevaron una pareja de guajalotes y una pareja de cabras, por los huevos, las plumas, la carne y la leche.
Como jefe de la expedición, eligieron a Naualli. 
         Al día siguiente de la salida de las barcas, iniciaron su viaje el grupo que se dirigiría al interior. Bajo la dirección de Itzam, como sacerdote, iban: su esposa Cuicani. Los cazadores Tlatli y Mixwatl. Los gemelos Jaleb y Xowyotzin. La joven Haoka. Y las tres parejas formadas por Itztel y Tonali, con su hija Tonantzin, Iqualoca y Zyum, y Xilonen y Hanuha. En el grupo iban cinco solteros. La joven Haoka se sentía atraída por Jaleb, pero él, como los otros cuatro chicos, hacía bromas con cómo encontrarían esposa. Haoka pensó que ella también encontraría un esposo y se unió a la carreta de Cuicani, que era su mejor amiga desde niñas.




8.- AZTLÁN

                Según las cuentas de Naualli, llevaban casi un año de viaje. Las veinte barcas resistían en bastante buen estado, a pesar de los embates de las olas y las tormentas que habían sufrido. Siempre cercanos a la costa, habían superado la región de Sinaloa y navegaban por un golfo, suponían que el California, que parecía proteger las tierras cercanas de huracanes y temporales. El mar estaba mucho más calmado. Las provisiones hacía tiempo que se habían agotado, a pesar de que las combinaban con los peces que casi todos los días conseguían pescar. Por las noches varaban las canoas en una playa, para asar la comida. Pero preferían dormir en las barcas, porque se sentían más seguros y podían luchar mejor contra el frío y la lluvia, que, a veces, era ya nieve.               Cuando las lluvias se hicieron más persistentes, se fabricaron unas techumbres para cada barca, que cubrían con las pieles. Pero pronto las pieles no acababan de secarse al sol y el frío del invierno les obligaba a ponérselas, porque las mantas no eran suficientes. Wakul aseguraba que el frío se haría más intenso, cuanto más al norte se dirigieran. Cada noche observaba las estrellas y daba su interpretación sobre el tiempo que tendrían al día siguiente.
         A desde el principio del viaje, se habían agrupado en diez barcas, llevando las otras diez a remolque con la carga. Pronto decidieron emparejarlas de dos en dos, lo que les daba más estabilidad y fuerza frente a las olas. Teotl y Tapora las habían unido con fuertes lianas y goma de hule. Así y todo, algunas se habían soltado y habían tenido que ser reparadas en infinidad de ocasiones.
         Se acercaban al trópico de Cáncer y la costa estaba bordeada de sierras, que les servían para aprovechar la vegetación y la fauna. La selva era, en general, caducifolia y espinosa. Encontraron yutes, cuya fibra usaron para reforzar el suelo y la techumbre de las barcas, así como para hacerse arpilleras y forrar sus deterioradas ropas. Xauqui tenía buena experiencia con este tipo de tejido y enseñó a las otras chicas, cuando las pieles estaban ya tan estropeadas que las dejaron sobre los techados de las barcas, porque ya no podían usarlas, por su humedad y su dureza. Algunas se habían fracturado.
         También encontraron madera de torote, tepehuaje, coníferas y encinas, con la que iban renovando los maderos más gastados de sus barcas. No dejaban el trabajo ni un momento, pero estaban contentos. También se aprovechaban de los abundantes matorrales costeros, como el lomboy, el zacate, el mangle o el ocotillo, comestible, como explicó Ixtoc a Naualli, cada día más admirado por la sabiduría de su esposa sobre todo tipo de plantas.
         Cerca de Mazatlán habían tenido que detenerse varias semanas, porque Cántico estaba a punto de dar a luz. Metztli había querido ver de cerca la tierra soñada por su padre y, debido al precario estado de Chantico, habían decidido hacer un alto en su singladura. Desembarcaron en una franja de tierra de formación volcánica. Era una pequeña isla, frente a la cual se extendía una playa de arena fina, que parecía no tener fin. En la isleta había diversas oquedades, en una de las cuales instalaron a Chantico y a su esposo Tonatiu, que estaba tan asustado como ella. Con ellos se quedaron Naualli e Ixtoc, para ayudar en el nacimiento del bebé.
         Entre tanto, los demás llevaron a tierra las barcas y las colocaron en círculo, tanto para formar una barrera de defensa, como para reunirse alrededor de una fogata central y determinar sus siguientes movimientos. Un día más tarde, nacía el bebé de Chantico, un niño, de pelo moreno y tez clara, como su madre, y unos brillantes y curiosos ojos marrones, como su padre. Para celebrar el nacimiento, hicieron una pequeña fiesta con queso y tortas de los frutos del mangle, machacados y mezclados con miel, de la que aún conservaban varias vasijas.
         Le pusieron por nombre Amilotl (Pez Blanco), porque habían visto varios delfines saltar cerca de la costa. Sus características astrales fueron la luna llena, porque nació con una hermosa luna llena; su color, el blanco y su elemento vital, el agua, como animal protector, le asignaron el delfín, para que le diera su inteligencia y su afabilidad.
         Acabada la celebración, Beezye y Tet propusieron ir a la franja costera, desde la que se distinguían bosques de coníferas y encinos. Esperaban conseguir algunos animales, para carne y pieles y así renovar su dieta alimenticia y su ya escasa reserva de pieles. Con ellos fueron Centeotl, también buen cazador, y Metztli y Wakul, que querían explorar aquella tierra soñada por Yacatecutli. Dejaron a Tiat con Mizquitín, que prefería quedarse, porque su hija Iyácata era demasiado pequeña para participar en una cacería. Tiat se quedó encantado con su amigo Kaluh.
         Tapora y Teotl observaron las ramas de los mangles, cuya madera non parecía estropearse con el agua salada. Ixtoc había recomendado usar sus frutos como harina para hacer tortas y opinaba que la madera era fuerte. ¿Por qué no probar esa madera en las barcas? Así que Tapora empezó a cortar las ramas más fuertes y gruesas y propuso construir nuevas barcas, para sustituir las más estropeadas. Tenían tiempo suficiente, hasta que volvieran los que se habían internado en tierra firme. Tapora y Teeotl hicieron una barca de tamaño mucho mayor que las suyas, más resistente y con mayor calado. Naualli opinaba que, al no tener ya tanta carga, podrían ir todos en dos o tres barcas. Ya se habían comido los guajalotes, pero aún tenían las cabras y dos cabritillos, que habían nacido durante la travesía.
         Cuando volvieron los cazadores, ya tenían tres barcas bien aparejadas. Las habían probado y les parecieron resistentes y satisfactorias. Los cazadores venían con una gran carga y muchas cosas que contar. Habían llegado a la ciudad de Mazatlán, habitada por Tepehuanes (dueños de cerros), cuya lengua era casi ininteligible. Tuvieron que comunicarse por señas, aunque Wakul enseguida consiguió aprender algunas palabras básicas, con raíz nahuatl. No había señales de guerra, por lo menos en la costa. La ciudad les pareció primitiva y mal defendida, siempre comparando con Xihutla.
         Las casas eran en su mayoría de barro, pocas de madera o piedra, situadas en grupos sobre pequeños cerros. Las gentes eran afables, pero silenciosas. Vivían sobre todo del pescado, de mar y de río. Sólo en grandes ocasiones o fiestas, cazaban y comían venado, que era su animal sagrado, como lo era el jaguar. Nadie esperaba invasiones o guerras procedentes del norte. Les parecieron demasiado confiados.
         Por todo ello, se alegraron de poder seguir el viaje planeado, en cuanto Chantico estuvo recuperada de su difícil parto. Se repartieron en las tres nuevas naves, dotadas de remos nuevos, de techumbres ligeras, pero fuertes, y un suelo bien protegido. Por primera vez habían calafateado la base de las naves que estaba en contacto con el agua. Era un gran progreso para la navegación y estaban orgullosos de ello.
             Salieron de la isleta que les había servido de refugio y descanso, bien aprovisionados de agua dulce, carne de venado y mucho trabajo por delante, para curtir las pieles que habían conseguido los cazadores. Cada nave llevaba a remolque una de las barcas antiguas, bien amarradas, porque en ellas iban las pieles y las cabras. Hasta que resistieran. Entonces emplearían la madera como mejor les pareciera. Habían aprendido a pescar peces más grandes y a secarlos o ahumarlos, como reserva. Los más pequeños disfrutaban al ver algunos delfines saltando a su alrededor, como su fuera una corte de bienvenida. Vieron también alguna ballena, pero procuraban esquivarlas, porque no conocían sus beneficios y además los atemorizaban.
             
             Siempre junto a la líne a costera, seguían viendo manglares y selvas, coníferas y encinas. Rara vez veían algún pescador, de forma que consideraban que las grandes planicies costeras estarían deshabitadas por alguna razón concreta. Hicieron un alto en la desembocadura de dos ríos, que se juntaban en uno. El Humaya y el Tamazula. El clima era cada vez más frío y húmedo y necesitaban coger agua dulce. Los bosques estaban algo más alejados de las playas y vararon sus naves. Enseguida organizó Beezye una partida de caza, que volvió a las pocas horas sin nada. Sólo habían encontrado alimañas, sobre todo culebras y víboras. Si querían adentrarse en la selva, tendrían que protegerse mejor.


               Xauqui se reía con ganas, mientras los cazadores explicaban su breve experiencia. En los meses que había vivido sola, hasta encontrar a Teotl, había aprendido a distinguir algunas culebras comestibles y a librarse de las víboras. Aseguraba que su carne era buena, con un sabor parecido a la carne de los guajalotes. Se habían comido hacía tiempo los dos guajalotes que llevaban, porque eran insoportables en la travesía. No hacían más que gritar e intentar volar fuera de la nave. En cambio, las cabras se habían comportado, más por miedo, que por otra razón.
         Xauqui se ofreció a partir con los cazadores, para reconocer las serpientes que podrían servir. Además, sabía que con la piel se podían hacer guantes, calzado o bolsas resistentes. Hicieron un refugio con la madera de las tres barcas viejas, que ya iban a desechar, y lo cubrieron con las pieles antiguas, ya resecas y acartonadas. Se habían hecho ropa nueva con las pieles de venado, que resultaban suaves y moldeables, además de calientes. Aprovecharon la cantidad de caracoles marinos y tortugas que encontraron en la playa, para hacer un buen guiso.
         Con las conchas de los bígaros Tinimencha y Chantico empezaron a hacer collares y pulseras, que venderían en el lugar que adoptaran como destino definitivo. Con los caparazones de las tortugas, hicieron cuencos, para sustituir los de cerámica que se habían roto en su mayoría.
         Una noche, cuando estaban asando los trozos de culebras que habían traído los cazadores, Tet descubrió los ojos brillantes de dos ocelotes, atraídos por el olor de la comida. Ampliaron el fuego de la hoguera, pero ya los ocelotes habían capturado a dos de las cabras y herido a la tercera. Ya sólo les quedaban tres cabritillos, que al final se comieron, porque ya no tenían posibilidad de reproducción y no proporcionaban leche. Sentían haber perdido uno de sus manjares preferidos, el queso, aunque todavía tenían algunas reservas.
         Poco antes de embarcarse de nuevo, los cazadores encontraron algunas chozas aisladas de tribus colhuas y yoremes. Eran campesinos y pescadores, hospitalarios y afables, que les hablaron de su ciudad principal, Huey Colhuacán, fundada por aztecas, unos cien años antes. EL nombre de Colhuacán significaba “cerros torcidos” y “ciudad de culebras”. La ciudad tenía un jefe, al que llamaban Tlatoani y tenía casas de piedra. Pero estaba más al interior y no interesó a los viajeros.
         Como siempre, Naualli tomó nota de sus costumbres y ritos. Los yoremes (los que respetan) eran de origen azteca, que habían erigido la ciudad de Colhuacán en su peregrinaje, para cumplir la voluntad de su dios Huitzilopochtli, hasta que encontraran una serpiente devorada por un águila sobre un nopal. Habían conseguido una triple alianza con las tribus vecinas. Por eso no había señales de guerra, de momento. Aunque el dios de los aztecas era un guerrero. El hermano gemelo y el lado oscuro del bondadoso Quetzalcóatl.
         Cuando por fin se embarcaron, Ixtoc y Tat anunciaron que estaban embarazadas. Ambas iban en la misma nave y aseguraron que se encontraban bien y no necesitarían hacer otra parada larga. La región de Quilá (río verde) estaba cubierta de vegetación en las orillas. Era un terreno llano regado por el río Humaya. En las pocas incursiones que hicieron a tierra, encontraron grupos de agricultores y cazadores, grandes familias con un jefe y preparados para la guerra defensiva. En las extensiones de cultivo había hortalizas y leguminosas, cuyas semillas compraron. En Quilá encontraron por casualidad una laguna de agua dulce, a la que llamaron Laguna Escondida.
         Avanzaron hasta la tierra de los Mochis (tortuga de tierra), en territorio Guasave. Allí desembarcaron durante unos días, para celebrar el nacimiento de los dos bebés, dos niñas, que habían nacido en las naves. Por primera vez Naualli era el oficiante de la ceremonia de su propia hija, a la que llamaron Chicome (diosa del maíz) y le atribuyeron el sol, el fuego y el color rojo. Como animal protector, el ocelote, por sus brillantes ojos negros.
         En cuanto a la hija de Beezye y Tet, recibió el nombre de Itzpapálotl (mariposa, estrella), que abreviarían en Itzpa. Le asignaron el aire, las estrellas y el color blanco. Sus padres eran cazadores, por lo que la protegería el jaguar como tótem.

         La región era un valle de verdolagas (tortugas de tierra), regado por el río Fuerte. Sólo se distinguían dos cerros: el Cerro de la Memoria y la Loma Dorada. Algunos campesinos se habían acercado a contemplar la fiesta que estaban celebrando. Mientras compartían con ellos unos pasteles y una bebida, les contaron que el Cerro de la Memoria llevaba ese nombre, porque allí enterraban a sus muertos en grandes ollas, con sus objetos preferidos que, generalmente, eran armas, en el caso de los hombres, o pequeños cuchillos, en el caso de las mujeres. Los niños eran enterrados con sus madres.

         A lo lejos, la Sierra de Barobampo. A pesar de estar más al norte, el clima parecía más cálido, aunque seguía siendo muy húmedo. Allí pudieron cazar algunos jabalíes, cuya carne les parecía de sabor fuerte, pero exquisita. Cuando llegaran a su destino, se proponían criar estos animales. Y su destino era el origen de Aztlán. Lo habían decidido desde el principio de su viaje. Naualli llevaba consigo el códice sagrado, que señalaba el lugar como una isla paradisíaca, en medido de un lago salado, con montañas al fondo.

         El lago era el Metztliapán (lago de la luna). La isla era rica en aves, vegetación y pescado, con fuentes junto a sauces, sabinas y alisos. En Aztlán no habría enfermedad ni muerte, porque estaba protegida por los dioses. La leyenda también decía que los aztlanes habían nacido de las entrañas de la tierra colorada (Chicomostoc). Todos creían plenamente en la leyenda, como algo real.
       La costa se iba viendo más verde y empezaron a distinguir grandes palmerales. El paraíso debía estar cerca, porque ya se escuchaba el canto de preciosos pájaros, cuyos llamativos colores brillaban al sol. Se prepararon para el desembarco definitivo. Se adornaron con los collares y pulseras que habían hecho con las conchas de bígaros y con algunas de las joyas de oro y jade que traían desde Xihutla. Naualli se puso su traje de ceremonia, con un sol bordado en rojo y los rayos amarillos.
         Mientras arrastraban las naves hacia la playa, se dieron cuenta de que un grupo de jóvenes los observaba. Metztli tuvo que reprimir un grito de alegría, al ver que llevaban una cinta roja atando su pelo y una pluma de color amarillo, prendida en la cinta y cayendo sobre las largas melenas. Sus ropas eran unas finas mantas de colores variados. A Metztli le parecía estar viendo a su padre, cuando ella era una niña. La emoción la embargó y se echó a llorar.
         También los jóvenes isleños los miraban con curiosidad: sus rasgos físicos eran parecidos a los de ellos: ojos grandes bajo pobladas cejas, nariz aguileña y mentón cuadrado. Paulatinamente se iban acercando más personas, entre ellos un hombre, cuyo atuendo indicaba su condición de hombre sagrado. Era el chamán, que se inclinó ante Naualli. La túnica que llevaba Naualli representaba al sol y aquellas gentes adoraban al sol. Hablaban nahuatl, con ligeras variaciones y se entendieron bien. No eran muchos.
         Era una gran familia, sin jefes, donde se respetaba a los mayores. Parecían felices. Vivían en cabañas y tenían una gran casa de piedra, donde comían todos juntos. Hechas las presentaciones, les ofrecieron alojarse en la casa comunal, hasta que tuvieran sus propias cabañas. Daban por hecho que se quedarían allí.
         Mientras comían papas con calabaza y aves asadas, Naualli ofreció la miel que llevaban y algunos quesos. Los aztlanes criaban ovejas y enseguida Ixtoc explicó cómo hacer queso. La charla se animo hasta el ocaso, cuando los niños empezaban a quedarse dormidos. El chamán se admiró de algunos nombres de sus invitados, como el de Tonatiu, que era uno de los nombres con que ellos llamaban al sol. Naualli pidió que los admitieran para quedarse definitivamente, porque era la meta de su viaje. Y el chamán contó su leyenda, cómo su dios les había ordenado viajar hacia el sur, hasta encontrar un lugar parecido, con lagunas y vegetación abundante y nopales. Pero eso tardaría aún muchos años en realizarse, porque el dios sol aún no había dado la señal.
         Se adaptaron con facilidad. Veían Xihutla como un tiempo lejano, aunque echaban de menos a sus mayores y el orden que reinaba en su vieja patria. Podrían enseñarles muchas cosas prácticas y quizá ayudarles en la organización de su futuro viaje, si se dejaban enseñar y si llegaban a hacerlo. Tepeyolotl plantó las semillas de cacao y tomate, que traía, como si fuera un tesoro. Mientras lo hacía, se le acercó una joven, interesada en los cultivos. La realidad era que la joven Octli (maguey) estaba más interesada en él, que en los cultivos.
         También interesaron mucho al chamán los conocimientos astrales de Wakul, sus dibujos y sus grabados. Los niños aprenderían a grabar los petroglifos, para dejar una huella de la existencia de aquel lugar paradisíaco.



9.- POTOSÍ 


         La aventura de los viajeros que se dirigían al interior del continente no fue tan afortunada como la del grupo de navegantes. De hecho, en varias ocasiones estuvieron tentados de volver a la patria. Las carretas eran demasiado pesadas y difíciles de conducir por los accidentados caminos hacia el este. Su factura se había mejorado notablemente y, aún así, acababan cada jornada totalmente agotados. Además, había tres embarazadas, a las que muchas veces obligaban a ir dentro de las carretas, porque para ellos los niños eran el futuro y no querían que se perdiera ninguno por los necesarios esfuerzos del viaje. 

         Itzam, asesorado por su maestro Teotl, llevaba ya fijada una ruta, que seguirían, en lo posible. Su esposa Cuicani se ocupaba de ir tomando nota de los lugares por donde pasaban, de las gentes que encontraban y de sus costumbres. Los gemelos hacían dibujos con las características físicas de las personas y de la geografía de cada lugar. En una bolsa de cuero iban guardando ordenadas las vitelas. Sería la historia de la tribu de Xihutla, que quedaría para sus descendientes. 

         Siguiendo el río Lerma, desde su desembocadura en el océano, y que nacía en los manantiales de Almoloya, desaguando en el lago Chapala, se sentían más seguros porque estarían surtidos de agua y pescado, por si no podían cazar. Acampaban en lugares que les parecían seguros, colocando las carretas en círculo y refugiándose en ellas, cuando el clima se hacía difícil de soportar, sobre todo la lluvia torrencial. A veces necesitaban descansar varios días, pero no tenían prisa por llegar a su destino. Preferían estar sanos y fuertes.

         Así consiguieron llegar a Chupícuaro (Lugar Azul), tras cinco meses de viaje. Se habían encontrado con grupos tarascos y algunos chichimecas, que no parecían querer relación alguna con ellos. Cada grupo seguía su camino, sin molestarse entre sí. Los tarascos mantenían siempre una actitud belicosa. Los sueños de los viajeros se iban derrumbando con el tiempo. Habían pensado comerciar, recoger conocimientos, pero hasta ahora no había sido posible. Las agrupaciones tribales eran chozas, sobre plataformas de piedra con piso de lodo. La mayoría eran cazadores y recolectores y no se veía signo alguno de manifestaciones escritas.

         El grupo de viajeros no tenía, de momento, intención de quedarse más tiempo en ninguna de las aldeas. Se decidieron a hacer un alto en el camino, junto a un lago de agua dulce, que los indígenas llamaban Chapala, porque Cuicani ya estaba de parto y a Teosihuitl y a Iqualoca les quedaba poco más de un mes. Eligieron el lugar llamado Acámbaro  (Lugar de Magueyrs) los habitantes de la zona eran de raza mazahua y les permitieron acampar dentro de sus muros de protección, así sí, sin mezclarse con ellos. Eran cazadores y respetaban la vida humana. Por eso permitían que Cuicani pudiera dar a luz allí. Cada animal que cazaban, se lo agradecían a los dioses y procuraban no cazar hembras o cachorros, para que la vida continuara.

         Cuicani tuvo un niño, al que dieron el nombre de Xolotl (Lucero de la Tarde), porque nació al atardecer. Preguntaron a sus anfitriones si querrían celebrar la fiesta del nacimiento con ellos y los mazahuas aceptaron. Así empezó una relación, que se iría estrechando, aunque de poca duración. Para laa ceremonia, los mazahuas se pintaron la cara y el cuerpo con figuras geométricas de colores ocre, rojo y negro. Llevaban sandalias de cuero, taparrabos y gran cantidad de adornos: collares, orejeras, ajorcas y aretes, hechos de conchas, huesos y piedra. Las mujeres iban decoradas igualmente, pero sin ninguna pieza de ropa. Ofrecieron como regalo al recién nacido y a su madre varias figuras de cerámica de colores. 

         Por fin tuvo Itzam la oportunidad de hablar con los tres chamanes y pudo intercambiar información. Había tres chamanes, porque su mundo espiritual estaba dividido en tres partes:

-       El supremo, el cielo, cuyo dios supremo era el sol, que dominaba también las otras dos partes.

-         La tierra, considerada la madre de todo, incluso del sol

-         El subterráneo, habitado por espíritus malignos.

Daban culto a los muertos y consideraban que seguían viviendo en comunicación con los vivos, a los que ayudaban desde su residencia en las estrellas. Los sepulcros estaban excavados a mucha profundidad. Así los cadáveres regeneraban la tierra y el ciclo vital no se rompería. Construían altares para honrar a los dioses del cielo y la tierra, nunca a los infernales.

         Casi todo era nuevo para la tribu de Xihutla, que habían dicho a sus anfitriones que eran de procedencia azteca. Aunque la comida había sido sencilla, se habían preparado bebidas del zumo del maguey y su efecto somnífero les hizo descansar toda la noche. 

         Unos días más tarde, se despidieron de los mazahuas y siguieron la cuenca del río Lerma, que ahora se juntaba con el Coroneo. El río formaba un amplio meandro rumbo al norte. Ya estaban en territorio zacateca, cuando volvieron a acampar una temporada para que nacieran los bebés de Iqualoca y Teoxihuitl. Ayudadas por Cuicani, que ya tenía experiencia como curandera y matrona desde niña, Teoxihuitl dio a luz una niña, Cacama (mazorca de Maíz), con un pelo tan rubio, que recordaba los campos de maíz. Dos semanas después nacía el bebé de Iqualoca, un niño, al que llamaron Quachic (Maestro). Celebraron brevemente los nacimientos y siguieron su camino, porque no conocían las costumbres de las nuevas tribus y tenían reparos en encontrarse con los zacatecas. 

         Las aldeas eran muy pequeñas y poco pobladas. Los campesinos los veían pasar sin apenas levantar los ojos de sus tareas. El grupo de Itzam echaba de menos la hospitalidad que había caracterizado a los ciudadanos de Xihutla. A veces, se desanimaban, pensando que nunca conectarían con ninguna tribu amiga. Ya casi no encontraban motivos para buscar un lugar para asentarse y fundar la nueva ciudad que soñaban. 

         De las diez carretas con las que habían salido, ya sólo quedaban cuatro en buen estado y estaban de acuerdo en usar la madera de las otras para construirse un buen refugio y finalizar su viaje. Jaleb y Xowyotzin iban observando las estrellas, como les había enseñado Wakul y guiaban al grupo siguiendo el brillo de la que ellos llamaban Estrella Blanca, que brillaba más que las demás y siempre los dirigiría hacia el norte. Con todas las precauciones posibles, buscaban ya un lugar adecuado para asentarse: una meseta alta, no lejos de una cuenca fluvial y resguardada por bosques. 

         Estaban al pie de una sierra, en las estribaciones de la Sierra Madre Oriental, más suave que la cadena occidental. Aún así, escarpada. Se detuvieron junto a un bosque de pinos, sobre una colina de roca volcánica, cuya parte posterior era un barranco casi vertical, bajo el que se veía un valle, por donde campaban a sus anchas venados, ardillas y codornices. A pesar de la altura, el clima parecía templado. La lluvia era fina y el sol calentaba la meseta. Quizá fuera un buen presagio. 

         Colocaron las carretas rotas en vertical, como defensa, y se acomodaron lo mejor que pudieron, hasta que exploraran los alrededores, antes de considerar el lugar como asiento definitivo. Dejaron a las cabras correr por el monte. Ya eran siete y les proporcionaban leche, como alimento y par seguir fabricando sus quesos. Cuicani y Haoka ya estaban observando las plantas, para encontrar alguna parecida al cardo, para fermentar la leche. No se atrevían a alejarse del grupo, pero sí encontraron algunas plantas medicinales que conocían, y renovaron la bolsa de sus medicinas, ya casi vacía.

         Algunas ardillas saltaban entre los árboles del bosque cercano, lo cual hizo gracia a los niños, pero asustó a las cabras, que volvieron enseguida con sus amigos humanos. Se quedaron con las mujeres y los niños Itzam y Hanuha y los demás marcharon al valle a cazar. Jaleb y su hermano gemelo Xowyotzin tenían la intención de explorar los bosques y averiguar si al otro lado había algún asentamiento humano. Cazaron dos venados y cuatro codornices. Podrían darse una buena comida y hacer reservas para la estación fría, que ya se acercaba.

         Tras dejar su carga en la meseta, mientras despiezaban los animales, según la larga experiencia de Tonali, Jaleb, Xowyotzin, Tlatli y Mixwatl salieron de nuevo a explorar la región. Pasados los primeros bosques, encontraron varias montañas de gran altura, pertenecientes de la Sierra Madre Oriental. De las montañas se deslizaban numerosos torrentes, que confluían en dos grandes lagos. Pensaron que quizá habría algún lago más. No había rastro de presencia humana y Tlatli, con su olfato de cazador, imaginó que habría alguna fiera, como el puma. Confirmó su sospecha cuando vio varios halcones sobrevolando uno de los picos. Su experiencia le decía que habría también pequeños mamíferos con los que se alimentarían las aves.

         Ya estaban de vuelta, para proponer a sus compañeros las posibilidades de estas montañas, cuando oyeron lo que les pareció un quejido humano. Cogieron sus armas, preparados para luchar, si era necesario. Con cautela se acercaron a una oquedad en la falda de la montaña, de donde precedía el sonido. Lo que vieron los dejó perplejos: tres mujeres muy jóvenes, casi niñas, atadas de pies y manos, tiradas en el suelo. Sólo una de ellas estaba consciente y los miró con ojos suplicantes, a la vez que aterrorizados. A sus pies había tres hombres, también jóvenes, que parecían muertos. A dos de ellos les faltaban manos y pies. El tercero tenía una herida profunda en el hombro y trataba de moverse. Los cuatro cazadores no podían comprender tanta crueldad y se preguntaban si habrían llegado a una tierra infernal. 

         Se dijeron que no podían abandonar a los cuatro seres vivos y desataron a las chicas. Fue el hombre el que con voz débil les dio las gracias y les pidió que los sacaran de allí. Hablaba nahuatl, algo que no esperaban. Jaleb le dijo que ahorrara esfuerzos para poder escapar y que ya les contaría lo sucedido. En cuanto los jóvenes pudieron ponerse en pie y andar, se pusieron en marcha hacia el campamento de los cazadores. Tuvieron que hacer varias paradas, porque los cuatro jóvenes estaban desfallecidos. Una de las chicas no dejaba de llorar, por haber tenido que dejar abandonados los cadáveres de sus dos compañeros. 

         Itzam, preocupado por la tardanza de los cuatro cazadores, los vio llegar desde lo alto de la roca y avisó a los demás de que no venían solos. Estaba claro que no eran peligrosos, porque les costaba mantenerse en pie y se tambaleaban. Cuicani y Haoka prepararon una infusión de corteza de sauce, para el dolor, mezclado con miel y amapola machacada, para que tuvieran un sueño reparador. Vendaron el hombro del joven con corteza de sauce y les dieron leche de cabra, para aliviar su hambre y su sed. Después los dejaron dormir.
         Ya estaba el sol en su cenit cuando despertaron. Xilonen estaba preparando un guiso de venado con hierbas aromáticas y los invitó a unirse a ellos. Todos los miraban con curiosidad. Las tres chicas permanecían en silencio y con la mirada baja. El pequeño Texcatl se acercó al desconocido y le preguntó quién era. El hombre le sonrió y se decidió a hablar, con la confianza de que sus salvadores le entendían. 

         Se presentó como Noma (Mano) y a las jóvenes como Quequl (Cactus), Omec (Primera Diosa creadora) y Tlamat (mujer de Ciencia). Noma y Quequl eran hermanos y de una tribu aymara procedente del sur y descendientes de un pueblo ya extinguido, dominado por los incas. Habían  viajado hacia el norte durante varios años hasta encontrar un grupo de chichimecas, que los habían aceptado en su aldea. Omec y Tlamat habían sido sus amigas desde el principio y habían vivido con ellas durante dos años. Hasta que una feroz tribu de zacatecas los había invadido y subyugado. 

         Tlamat era hija de la Mujer Sabia y estaba bien instruida como curandera. Solía ayudarla Omec. Los chichimecas estaban acostumbrados a ser considerados inferiores por las otras tribus, en su largo viaje desde las tierras de los míticos aztlanes. Sólo se ponían en pie de guerra, si tenían posibilidades de vencer. En este caso se habían sometido, para evitar muertes entre los suyos. Pero los zacatecas abusaban de los que consideraban sus siervos. 

         Los dos jóvenes que habían  sido mutilados se habían enzarzado en una pelea por comida. Tlamat, Omec y Quequl habían intentado curar sus heridas. Y mientras lo hacían, se presentaron en su choza varios guerreros zacatecas para castigar el robo de los dos chicos. Les cortaron las manos y se llevaron también a las tres chicas y a Noma, que acudió a defenderlas. El castigo por rebelarse era la muerte por inanición, porque no eran dignos de ser sacrificados al sol. Al llegar a la cueva, cortaron los pies de los dos ladrones, para que no huyeran. Ni siquiera se ocuparon de Noma, que estaba inconsciente, y al que habían herido en el hombro. Llevaban tres días, cuando los cazadores los rescataron de una muerte segura. Los dos ladronzuelos habían muerto desangrados, sin haber recuperado el sentido. 

         Estaban todos escuchando tan aterrorizados, que no se atrevían a hacer preguntas. Itzam propuso realizar una ceremonia al sol, para desagraviarlo por tanta crueldad innecesaria y sin sentido. Acabada la ceremonia, siguieron reunidos para decidir qué hacer, si continuar en ese lugar, o buscar otro más seguro y lejos de los zacatecas. Tímidamente Tlamat pidió la palabra. Ella y Omec habían nacido en aquella tierra y la conocían bien, por sus continuas excursiones buscando plantas medicinales. Conocían lugares a gran altura, con mesetas, en las que había aguas subterráneas fluyendo continuamente, con buenos terrenos para el cultivo y con gramíneas perennes, cactus, de los que se podía extraer agua, y nopales, el árbol sagrado de su dios.

         Lo más importante era que los zacatecas eran nómadas y cazadores y no irían a esas altas mesetas, donde la mayor riqueza eran las minas de plata, estaño y litio. A los zacatecas no les interesaba el metal, ni querían permanecer en un lugar fijo. Se alimentaban casi exclusivamente de carne, a veces humana, en sus sangrientos rituales. 

         El lugar era llamado por los aborígenes Potosí. Jaleb escuchaba a Tlamat extasiado. Era de complexión fuerte, altura media, rostro ovalado, nariz chata y ojos grandes y  oscuros. Le parecía preciosa. Lo mismo le ocurría a Noma, que no dejaba de mirar a Haoka, hasta hacer que se sonrojara. 

          Estuvieron varios días calculando los pros y los contras de la decisión que tomaran. Se pusieron en camino para alejarse de tan malas vibraciones que producía el lugar y los zacatecas. A Xilonen se le habían iluminado los ojos, al oír hablar de los metales, que ella sabía trabajar con tanta belleza y destreza. Noma y Quequl, de origen aymara, hablaban de su gente perdida y de sus creencias. En su cuenta del tiempo, creían ser la tribu más antigua, de más de cinco mil años solares. 

         El camino, evitando los pequeños grupos de aldeas, era cada vez más difícil, pero la ilusión había renacido en ellos. Habían abandonado las carretas viejas, utilizando la madera sobrante para reforzar y reparar las cuatro aún servibles. La joven Quequl iba en una de ellas, cuidando a los niños, demasiado pequeños para caminar. Llegaron a la meta señalada por Tlamat dos meses después. El panorama era espléndido. 

         Al llegar a la meseta más alta, otearon el horizonte y no vieron señales de hábitat alguno. Tlatli, Mixwatl y Xowyotzin fueron inmediatamente a explorar toda la zona. Volvían contentos por lo que habían vislumbrado. Sobre todo, porque no había asentamientos humanos. Empezaba su buena suerte. No del todo. Xowyotzin resbaló y cayó montaña abajo. Lo mismo que le había pasado a Yacatecutli. Cuando llegaron al campamento, el joven había muerto. nada podía consolar a Jaleb de la pérdida de su hermano gemelo. Sentía como si lo hubieran partido por la mitad. 

         Estuvo junto al cadáver toda la noche y al amanecer habló con Itzam para el entierro. Quería que reposara en la tierra, junto al agua, con sus cinceles de grabador, su arco y sus flechas. Tlamat le ayudó a lavar y vestir el cadáver. En un extremo de la meseta nacía un torrente y allí lo enterraron, sentado con un tarro de miel, que tanto le gustaba. Jaleb grabó su nombre y el del nuevo asentamiento que iban a construir: Nochipa Xihutla (Siempre Xihutla).
         Jaleb construyó su choza de madera y pieles junto a la tumba de su hermano. Organizaron la situación de las chozas como las kiwas de su antigua patria, en círculo alrededor de la casa-templo que habitaron Itzam y Cuicani con su hijo Xólotl. Casi un años después celebraron las bodas de Jaleb con Tlamat, de Noma con Haoka, de Tlatli con Quequl y de Mixwatl con Omec. 

         Nome y Quequl querían celebrar el rito de sus antepasados y las cuatro parejas estuvieron de acuerdo. Sobre un altar de piedra, que luego mantendrían para otras ceremonias, ofrecieron algunas de las plantas que los rodeaban. Jïpuei (cactus), Claxcali (tortas de maíz), copali (incienso), magnolias, kiswara, Keñua y unas ramas de eucalipto. Era un homenaje a la Tierra, Akapacha, que les concedería fertilidad, a ellos, a sus tierras y a sus animales. Sobre el mismo altar derramaron agua, en honor del dios de la lluvia Tlaloc, para que concediera lluvia beneficiosa. Cada uno colocó una pequeña piedra de roca volcánica, para que Tunupa, el dios de los volcanes, no expresara su furia contra ellos, y zumo de maguey. Era su homenaje al cosmos y al cielo, Arajpacha. 

         Cada pareja fue a su choza y sacó la comida y la bebida, que habían preparado el día anterior, para agasajar a sus invitados. Durante la comida debían comunicar a su tribu el nombre del primer hijo que tuvieran. El cielo lo escucharía y lo protegería desde el momento de su concepción. Las cuatro parejas se habían puesto de acuerdo para mantener vivo el recuerdo de los suyos. Ellos elegirían un nombre de varón y ellas el de una mujer.

-         Jaleb eligió Xowyotzin, en recuerdo de su hermano. Tlamat, el nombre de Chiumilpa, por su abuela.

-         Noma, eligió Iyac, por su padre. Haoka, Coatlicue, en honor a su maestra.

-         Tlatli, escogió Beezye, por su compañero cazador, al que echaba de menos. Quequl, Jalpa, en honor de su madre.

-         Por último, Mixwatl dijo el nombre de Naualli, por su amigo el hechicero. Omec, Yow, por su abuela. 

Al acabar la ceremonia, una fina lluvia empezó a caer. Todavía brillaba el sol y vieron emocionados un arco iris, que interpretaron como una señal de los dioses. Su ciudad prosperaría.

SIGNIFICADO DE LOS NOMBRES PROPIOS

 Acámbaro = Lugar de Magueyes


Ah-Mun = Vegetación

Akapacha = Tierra Madre

Amilotl = Pez Blanco

Amololoa = Tierra de Víboras

Arajpacha = Cielo, Cosmos

Aztlán = Lugar de Garzas, Lugar de Blancura


Beezye = Jaguar


Cacama = Mazorca de Maíz

Centeotl = Maíz

Chac = Lluvia

Chamilpa = Salvia

Chantico = Hogar

Chichiquili = Flecha

Chicome = Diosa del Maíz

Chicomostoc = Tierra Colorada

Chupícuaro = Lugar Azul

Cihuatlán = lugar de mujeres hermosas

Claxcali = Tortas de Maíz

Coatlicue = Curandera

Colhuacán = Lugar de Culebras y de Cerros Torcidos

Copali = Incienso

Cuicani = Cantora

Cuixin = Gavilán


Hachtli = Juego de Pelota

Hanuha = Dios Luna

Haoka = Niebla

Huexotzina = Sauce


Iqualoca = Eclipse

Irapuato = Cerro que emerge de las Llanuras

Itzam = Lagarto

Itztetl = Roca

Itzapapálotl = Mariposa de obsidiana, Estrella

Ixtoc = diosa de la Sal

Iyac = Comandante

Iyákata = Pirámide


Jaleb = Iguana

Jalpa = Arena

Jípuri = Cactus


Kakal = Dios brillante

Kaluh = Extranjero

Kipa = Mujer


Laumari = Madre


Maóla = Día

Metztli = Luna

Metztliapán = Lago de la Luna

Mictlán = Mundo subterráneo

Mizquitín = Espejo de Cristal

Mochis = Tortuga de Tierra

Monteoc = Rayo y Relámpago


Naualli = Hechicero

Nayarit = Hijo de Dios

Nochipa = Siempre

Noma = Mano


Octli = Zumo de Maguey

Omec = Primera diosa Creadora


Papálotl = Mariposa

Paxtli = Heno


Quachic = Maestro

Quequl = Cactus

Querétaro = Lugar de Piedras

Quilá = Río Verde


Sinaloa = Tierra de Venados

Sima = Agua


Tau = Sol

Teac = Padre

Tecuani = Fiera, Jaguar

Tene = Madre

Teotl = Limpieza

Teoxihuitl = Turquesa

Tepehuanes = Dueños de Cerros

Tepeyolotl = Montaña

Tepic = Piedra Maciza

Tepora = Lobo Marino

Tevari = Abuelo Fuego

Texcatl = Espejo

Tiat = Mar

Tinime = Ardilla

Tinimencha = Ardilla

Tlacot = Sacerdote

Tlamat = Mujer de Ciencia

Tlamatín = Sabio

Tlanixte = Luz

Tlatli = Halcón

Tocortín = Sembrador

Tonalamati = Cuenta del Destino

Tonali = Destino

Tonatiu = Sol

Tonantzin = Ley

Tunupa = Dios de los Volcanes

Ubumari = Hijo del Sol y de la Tierra


Wakul = Cielo


Xauqui = Campana

Xibalbá = Inframundo

Xihutla = Lugar donde crece la Hierba

Xilonen = Diosa del Maíz

Xolotl = Lucero de la Tarde

Xowyotzin = Joven


Yacatecutli = Comerciante

Yoreme = el que Respeta

Yow = Agua


Zacateca = Lugar de Zacates

Zyum = Terremoto





CON ESTO DAMOS POR TERMINADA ESTA 2ª PARTE DE LA
                       TRILOGIA DE  AZTLAN.

      Seguiremos próximamente con la 3ª parte.


La Giagia Rosa Hernández Muñoz

ha fallecido el día 4 de enero de 2019
 R.I.P.
Tendrá lugar en los años 1.300 de nuestra era, en torno a la evolución de las distintas tribus del pueblo azteca y su posterior desarrollo y expansión.
Pasamos del Atlántico al Pacífico y ahora al interior del actual México.

            
                                            

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