2ª TRILOGIA ATLANTIDA: AZTLÁN I: Olmecas



                     AZTLAN I:     Olmecas



INTRODUCCIÓN


            Esta segunda parte de la historia de la Atlántida está situada en los orígenes del imperio azteca, concretamente en la edad prehistórica de la cultura olmeca, considerada como madre de todas las culturas mesoamericanas.

            Me he decidido a continuar escribiendo para el blog de Eder, con la intención de interesar a mis nietos y hacerles ver la importancia del pasado, para comprender el presente y el futuro. Está dedicada, por supuesto, a mis seis nietos, Eder, Ricardo, Julen, Paula, Mariana y Aitana. Y sobre todo, a mi compañero de vida Leo, sin cuyos ánimos, para que siguiera escribiendo, estas historias no serían posibles.

            Los datos que aparecen en estos cuentos son reales, basados principalmente en el Popol Vuh, libro sagrado de los antiguos mayas-quichés, aunque los protagonistas y sus vivencias son totalmente imaginarios.

            La acción se centra en las ciudades de Tres Zapotes y Cerro de las Mesas, en el Golfo de México, donde vivieron las tribus Coatzacuali, Coatlícamac y Culpico, con capital en Xicalaca. El espacio temporal se localiza alrededor del año 400 antes de nuestra era.

            Los principales protagonistas son:

Mujeres: Atl (Agua), Malinalli (Hierba Retorcida), Acatl (Caña), Quiahuitl (Lluvia), Xochitl(Flor).

Hombres: Ollin (Terremoto), Cuauhtli (Águila), Ocelotl (Jaguar), Mazatl (Venado), Ehecatl (Viento).

Cada historia presenta un nuevo personaje, para ir enlazando la trama, que desembocará en un nuevo cataclismo, es decir un nuevo ciclo de aproximadamente 52 años. Cito algunos de ellos, para que sus nombres vayan resultando conocidos para los lectores, como:

Nima y Quiahuitl, con su hijo Atlana; Cóyotl y Metzli, con sus hijos Nolik y Ollin; Haua el cazador y Acatl, con sus hijos Atlana y Xipe; Tlani e Ikoki, ayudantes del Gran Sacerdote y de la Mujer Sabia, respectivamente; Zyanya, el tallador y su hija Viricota; Tlaloc; Haraxa y Chicome; Yoali y Tecum, compañeros de viaje de Ehecatl y Flor; Calli, gran sacerdote de Tehuacan, y su esposa Quecholli; y el Gran Sacerdote de Quetzalcoatl en Toltoltepec, que acompañará a los protagonistas en su viaje de regreso al Cerro de las Mesas.

 Los acontecimientos se irán complicando, hasta desembocar en la emigración del grupo hacia las Sierras de Tuxtla, ya en el centro del territorio maya. Los primeros asentamientos en esta cordillera y en el lago interior de Catemaco se produjeron precisamente entre el 400 y el 300 antes de nuestra era. Quizá fuera este grupo imaginario de personas quienes lo consiguieron.

Espero que os guste y, sobre todo, que podáis aprender algo sobre  esta cultura  y, fundamentalmente a utilizar la imaginación.

1.- PEQUEÑA FLOR
 
             Atl (Agua) había salido muy temprano, para recoger algunos fríjoles y batatas para el desayuno. Todavía no se había levantado el sol, pero Agua sentía que le llegaba la hora del parto y quería dejar comida preparada para su esposo Cuauhtli (Águila), antes de ir a la cabaña de las mujeres, a esperar el momento.

             Sus vecinas ya estaban allí, dirigidas por Malinalli, la Mujer Sabia. Esperaba que todo saliera bien, porque era su primer bebé, aunque ya tenía 14 años y se sentía algo mayor. Su madre la había tenido a ella con 12 años y ya no vivía en la aldea del Cerro de las Mesas. Su segundo esposo era del pueblo de Tres Zapotes y habían ido a vivir allí.
            El padre de Agua murió en una cacería y su madre y ella habían vivido con los abuelos, hasta que su madre volvió a casarse, cuando Agua tenía 5 años. La prometieron con Águila, para no perder la herencia materna, porque no tenía más hermanos, y se había casado con él hacía ya tres años.

            Se apresuró, porque había roto aguas al salir de casa. Llego a la cabaña de las mujeres jadeando. Ya tenían ollas de agua y trozos de corteza de caucho preparadas. Charlaban animadamente y empezaban a entonar una canción de nacimiento, para favorecer el parto.

 
            Era un buen día, el 20 Flor, protegido por Xochiquetzal, diosa del amor y de las flores. Pasado el mediodía, cuando el sol empezaba a declinar, nació el bebé de Agua. Una preciosa niña con pelo negro y lacio y unos brillantes ojos negros. Agua lloraba de emoción contemplando a su hija y esperando a que pasaran los días obligados, para poder volver a su casa y mostrar a la niña a su esposo Águila y realizar la fiesta del nombre.

 
            Águila tenía 17 años y era un experto cazador, además de tallador de piedra. Había hecho ya dos figurillas de jade para su bebé, como amuletos de la suerte y la salud.

            Agua ya llamaba a su hija Flor, sólo mentalmente, para que nadie lo oyera, porque traía mala suerte. Estaba segura de que a Águila también le gustaría el nombre. Además la quería tanto que accedería a sus deseos con su sonrisa sincera y amplia.

  La ceremonia de la imposición del nombre estaba presidiada por la Mujer Sabia Malinalli y por el Gran Sacerdote Ehecatl, hombre-medicina de gran sabiduría y experiencia. Ehecatl preguntó a Águila el nombre que iba a imponer a la niña y, cuando le dijo que la llamaría Flor, el sacerdote sonrió, porque le parecía adecuado. Cogió a la niña en brazos y la orientó hacia el Sur, para que recibiera las bendiciones de su diosa protectora. La niña gorjeaba de alegría, cuando la pasó a los brazos de la Mujer Sabia. Le encantaba pasar de unos brazos a otros.


            Malinalli tenía preparada una bolsita con plantas, donde incluiría los amuletos que le entregó Agua, las dos estatuillas de jade que había tallado para ella. Colgaron el amuleto al cuello de Flor. Lo llevaría toda su vida y nadie sabría su contenido, para evitar el mal de ojo. Sólo lo sabrían sus padres y ella.
            Pasaron cuatro años naturales. Flor acompañaba a su madre en la recolección y, cuando se lo permitían, iba a la cabaña de Malinalli. Le encantaba ver cómo preparaba las hierbas medicinales y quería aprenderlo todo. A veces, también estaba Ehecatl, al que escuchaban con la máxima atención. Su voz tranquilizaba el espíritu y sus enseñanzas ancestrales eran muy útiles para el poblado.
            Flor era inteligente y obediente, aunque a veces la reñían, cuando se iba al campo sola y se alejaba demasiado. Agua le mandaba quedarse en casa sin salir dos os tres días, pero, cuando se le pasaba el disgusto, volvía escaparse al bosque. Allí se reunía con el hijo de Ehecatl, que tenía su misma edad, y pasaban el tiempo jugando y buscando plantas, que habían visto recolectar al sacerdote. Volvían ilusionados con las plantas y no entendían por qué los reñían, si volvían tarde.
            Un día, Águila les explicó por qué debían tener cuidado. Habían visto varias veces a dos hombres de otra tribu, merodeando por los campos de cultivo y les habían robado algunas semillas de cacao. Temían que fueran invasores, porque, si hubieran tenido hambre, habrían cogido maíz o batata, no cacao.
            Ésa era la conclusión a la que habían llegado en la reunión de todos los vecinos del Cerro de las Mesas. Ellos eran pacíficos. Sólo usaban las armas para cazar, pero se defenderían, si era necesario. Entre todas las aldeas, reunían veinte hombres, dieciocho mujeres y siete niños, que ya sabían tirar piedras con la honda.
            Efectivamente, al mes siguiente, vieron que algunos hombres armados se acercaban a la selva que rodeaba el primer poblado. Los corredores dieron la voz de alarma y enseguida empezaron a llegar vecinos de las aldeas más altas. Al ver tantos hombres preparados para la defensa, los invasores se retiraron rápidamente. Era difícil subir la montaña del Cerro de las Mesas y más aún atravesar sus selvas y pantanos. Esta vez se habían  librado, pero era un aviso que tendrían que tener en cuenta.
            Flor ya tenía siete años y seguía siendo la mejor amiga de Ehecatl hijo. Juntos buscaban plantas y ayudaban al Sacerdote y a la Mujer Sabia, cuando alguien tenía un resfriado o se hacía alguna herida de poca importancia. Traían provisiones de Ocozotl, cuya goma servía para escayolar las roturas de piernas y brazos, o maleza coyote, para aliviar los dolores. Aprendieron a fabricar el ungüento, que se guardaba en cerámicas pequeñas.
            Con siete años, ya podían las niñas elegir marido. Flor propuso a Ehecatl que hablaran con sus padres, para formalizar el compromiso. Tanto el Sacerdote como Agua y Águila estuvieron de acuerdo, porque les parecía una buena alianza. Aunque otros pueblos solían pagar un precio por la novia, Águila no quiso exigir nada por Flor. Ehecatl le regaló algunos cuencos de cerámica con Rosa de Brujas, afrodisíaco, y Teopatli, ungüento para levantar el ánimo en los momentos peligrosos de la caza. A Agua le regaló un frasquito con veneno de serpiente de cascabel, par anestesiar los dientes que necesitaban ser extraídos.
            A su vez, Águila regaló a Ehecatl tres figuras de jade y dos de obsidiana, con diversas representaciones de Tepeyólotl, dios de la montaña, y de Teteoinan, madre de los dioses. La Mujer Sabia Malinalli recibió flores de Agua y dos figuras de jade hechas por Águila, representando a Tonantziu, diosa de la ley, la misericordia y la justicia.
            A la ceremonia asistieron todos los habitantes de la aldea y algunos de las aldeas vecinas, que pudieron desplazarse. Agua preparó peces cocidos al vapor en el horno subterráneo, con vegetales y un poco de sal, que sólo se usaba en ocasiones especiales. Como postre habían preparado tortas de maíz con miel. No se sirvió pulque ni ninguna otra bebida fuerte, por tratarse de una fiesta infantil.
            Después de la danza ritual, Flor cayó rendida. Había sido un día feliz, lleno de emociones. Se quedó dormida junto al fuego y su padre la llevó en brazos a su cabaña, situada en la tercera terraza, la acostó en su cama. Durmió hasta el amanecer, cuando el olor al cacao, que preparaba su madre, la despertó.
            Con diez años, el joven Ehecatl acompañaba ya siempre a Águila en sus cacerías y aprendía con rapidez. Eran cinco cazadores y dos aprendices y, si tenían suerte, cazarían dos venados, con los que la aldea comería durante diez días, conseguiría tendones y piel, e incluso podrían congelar algo de carne en los neveros perpetuos de la cima, dentro de una cueva subterránea, ya utilizada por sus antepasados.
            La boda de Flor y Ehecatl se celebró el día 20 Flor, cuando ambos cumplían 13 años. Ehecatl había construido una cabaña para su esposa, cerca de la acabaña del sacerdote, su padre, para seguir con sus enseñanzas, pues, cuando muriera su padre, heredaría el cargo de Sacerdote. También Flor heredaría a la Mujer Sabia, que no tenía hijas. Su cabaña estaba hecha de barro cocido, en la quinta terraza, cubierta con hojas del árbol del hule, parecidas al caucho, pero con la consistencia de la goma de hule, que los resguardaba de la lluvia y la nieve.
            Antes de los votos, se hicieron ofrendas de flores a la diosa. Flor y Ehecatl se hicieron mutuas promesas de amor y lealtad y pasaron al banquete, preparado por todas las mujeres de la aldea, con venado asado en espetones, verduras y pescado fresco, que los hombres seguían trayendo en remesas, para ir poniéndolo en los espetones.
            Los novios llevaban trajes nuevos de piel de venado y coronas de flores, todo ello confeccionado por Agua, porque Ehecatl no tenía madre. Se realizaron danzas rituales frente a la hoguera, representando la caza del venado, mientras la Mujer Sabia contaba historias ancestrales, donde siempre incluía su propia historia.
Acabadas las ceremonias, los novios se dirigieron a su nueva casa, acompañados por otros jóvenes.
            Cerca del hogar había dos tallas de la diosa Xochiquetzal. Eran de jade y las había tallado Águila para ellos. Agua había encendido el fuego y había colgado sobre él una olla con agua hirviendo, para que se hicieran una infusión de hierbas, como bienvenida al hogar común.
            Durante tres lunas completas, Flor estuvo tomando las infusiones que le recomendaba la Mujer Sabia, hasta que descubrió que estaba encinta. Se lo dijo a Ehecatl y lo celebraron con una cena de tortas de maíz con miel y unos cuencos de cacao con menta. Después fueron a comunicárselo a sus padres. La alegría de todos era inconmensurable. Sólo Flor temía algo. Echando cuentas, creía que el bebé nacería en un día Nemontemi, días vacíos y de ayuno, sin rituales, lo cual sería de mal agüero para el bebé o para la familia.
            La niña nació el tercero de los días Nemontemi. Para buscar un nombre apropiado, tendría que reunirse el Consejo al completo: todos los hombres y mujeres de los siete poblados del Cerro de las Mesas. Empezaba el año civil con el mes de Atlacacauallo, mes del cese de las aguas, dedicado a los dioses Tlaloc y Chalchiuhtlicue. En ese mes, casi todas las tribus de la costa dele golfo de México ofrecían niños a los dioses del agua. No sucedía así en el poblado de Ehecatl, por lo que Flor estaba tranquila.
            Tras una semana, el Consejo propuso el nombre de Beu Ribé, Luna que espera. Flor y Ehecatl aceptaron el nombre. La pequeña Beu Ribé se parecía a su madre Flor, excepto en el color de los ojos, castaño claro, como los de su padre Ehecatl.
Todo era felicidad y tranquilidad. Hacía años que no se veía ningún invasor. Sólo estaban preocupados por la salud de la Mujer Sabia. La artrosis le dificultaba salir a buscar sus hierbas. Flor la acompañaba siempre y la mayor alegría de Malinalli era ver a Beu Ribé dar sus primeros pasos y jugar con ella. Era como la nieta que no tenía. Flor machacaba para ella las semillas, porque apenas le quedaban dientes y tenía siempre agua caliente en la olla, para que pudiera prepararse su cacao con menta.


2.- LA MUJER SABIA

 
            Tenía ya 60 años y empezaba a pesarle la soledad. Apenas podía dormir y pasaba las noches observando las estrellas y recordando su vida. Conservaba la sabiduría de generaciones de Mujeres Sabias, transmitida de madres a hijas.
            La vida de Malinalli no había sido fácil. Nació un día 12, en la tercera semana del mes de Hueytozoztle, el cuarto del calendario civil, bajo la protección de Patecatl, uno de los dioses de la hierba, que crece gracias a la lluvia. En el cuarto mes se realizaba la bendición del maíz y el sacrificio de una doncella noble. Malinalli era de familia noble, por lo que su madre la mentalizó desde pequeña con la idea de que algún año sería elegida para el sacrificio.
            Sólo tenía el amor de su madre, porque su padre se dedicaba únicamente a la pesca, pues vivían en una pequeña aldea costera, cerca de Zempoala. Se emborrachaba casi a diario con pulque, aunque las leyes lo prohibían. Pero él era el cacique y nadie se atrevía a reprocharle. Despreciaba a su esposa, porque le había dado una hija, a pesar de que la herencia de nobleza procedía de la familia de ella, de la tribu de los Cupilco, una de las tres tribus fundadoras del pueblo olmeca.
            A veces, Malinalli y su madre tenían que pescar, porque él no llevaba suficiente comida a la casa. Ni siquiera se había molestado en buscar un marido para su hija, porque pensaba ofrecerla en sacrificio, cuando cumpliera los 10 años, la madre de Malinalli, Beu, lo sospechaba y pensaba evitarlo por todos los medios a su alcance, porque era la Mujer Sabia y tenía recursos para evitarlo. Habló con el sacerdote y le convenció para proponer ante el Consejo el cambio de la doncella por un animal hembra, lo cual estaba permitido por la ley.
            Además, era amiga del sacerdote y a ambos les repugnaban los sacrificios humanos. Drogaría a su marido con barbasco, la misma planta que él utilizaba para atontar a los peces y de la que tenía gran provisión en casa. El sacerdote estuvo de acuerdo, porque era un hombre bondadoso y prudente y las apreciaba a las dos. Preparó todo para la ceremonia del Consejo, incluso el yoyotli, droga alucinógena que se daba a las víctimas del sacrificio. El rito le parecía truculento, porque ya lo había realizado una vez y prefería vestirse para la danza con la piel de un animal, mejor que con la de una doncella.
            Todos los habitantes del poblado se reunieron en la casa del Consejo. A punto de empezar el debate, comenzó a llover de tal manera que el agua corría a raudales por caminos y chozas, arrasando todo lo que encontraba a su paso. La reunión se suspendió para que cada uno se pusiera a salvo. Corrieron a las montañas, abandonando su aldea y sus escasas pertenencias. El mar embravecido iba ganando terreno y pronto anegó los poblados costeros.
            El padre de Malinalli, sin pensar en su familia, quiso rescatar su barca de pesca, para huir por mar, pero un gigantesco tsunami se acercaba amenazante y el cacique se hundió para siempre en las aguas.
            Beu cogió a su hija en brazos y siguió al sacerdote, consiguiendo llegar a una cima con varios de sus vecinos. Sólo llegaron tres hombres, dos mujeres y dos niños. Los demás no pudieron resistir la fuerza del agua y fueron arrastrados al mar. El sacerdote Ocelotl (Jaguar) propuso, en primer lugar, que se refugiaran en lo lato de los árboles del bosque, que cubría la cima de la montaña. Los troncos eran fuertes, aunque, en su fuero interno, Ocelotl temía que no soportaran la fuerza del agua. Su única esperanza era que las aguas siguieran su curso hacia el mar y no llegaran a las cimas.
            Sabía que se trataba de un diluvio, que acabaría con un ciclo de su cultura, pues habían pasado 52 años naturales desde la última catástrofe. Estaba decidido a iniciar un nuevo ciclo con las otras seis personas que habían logrado sobrevivir. Los tres hombres eran:
-          Antún, cazador de 20 años, fuerte y amable
-          Tangu, tallador de piedra, de 40 años, hombre sensato y trabajador
-          El sacerdote Ocelotl
Las dos mujeres eran:
-          Beu, la madre de Malinalli, Mujer Sabia, menuda, pero fuerte y resuelta, de 24 años, que conocía las plantas medicinales y su utilidad
-          Teo, la matrona, de 35 años, ágil y fuerte.
Los dos niños eran:
-          la pequeña Malinalli, de 9 años
-          Nima, de sólo 6 años, cuyos padres habían muerto unos meses antes y que vivía desde entonces con Teo.
Pronto ambos niños se quedaron dormidos, tras el enorme esfuerzo realizado. Aun no sabían las consecuencias de lo sucedido. Los demás sopesaron sus posibilidades. No tenían comida y no sabían si los enormes árboles se mantendrían en pie. Habían subido a una cedrela de 35 metros de altura, con una copa densa y redondeada; su tronco tendría unos dos metros de diagonal. Ocelotl esperaba que resistiera, porque estaba rodeada de otros árboles tan fuertes como el suyo.
      Durante varios días se habían alimentado de los frutos de la cedrela; Beu había asegurado que eran comestibles, aunque amargos. El agua no faltaba, pues seguía lloviendo intensamente y la recogían con las hojas más grandes del árbol. Contra lo que no podían luchar era contra el frío y la humedad.
            De noche, se apretaban unos contra otros. Durante el día, el tímido sol no conseguía secar sus escasas ropas. Por fin, un día, la lluvia fue remitiendo y Tangu observó que el nivel del agua empezaba a descender. Cuando se atrevieron a bajar a tierra firme, todo parecía un enorme pantano. El temporal había arrasado campos y pantanos y ellos estaban agotados. El espíritu de supervivencia prevaleció sobre el cansancio y el desánimo. Se consideraban los transmisores de su cultura y debían iniciar un nuevo ciclo, que llamarían la era del jaguar, en honor a Oceotl.
            El sacerdote enseñaría al pequeño Nima todos sus conocimientos sobre religión y costumbres. Beu seguiría con sus enseñanzas a su hija Malinalli, para que se convirtiera en Mujer Sabia. Antún se encargaría de la provisión de alimentos, aunque pocos animales habían sobrevivido al diluvio. Tangu propuso construir una balsa con las ramas más bajas de las cedrelas y enseguida se pusieron manos a la obra.
            Ataron los troncos con lianas, porque no disponían de herramientas; sobre la base acumularon hojas y frutos, y construyeron una especie de techado con ramas, para resguardarse del frío. Dos gruesas ramas sirvieron de remos, para deslizarse por el barro, como si fueran por el mar. Y consiguieron llegar al mar. Navegando junto a la costa destrozada, se alimentaban de peces y algunas aves, que iban apareciendo. Como tenían que comer la carne cruda, los niños protestaban, por primera vez desde que salieron de su región.
            Ya habían perdido la cuenta de los días que llevaban a la deriva, cuando Malinalli divisó una zona montañosa poblada de bosques. Amanecía cuando consiguieron varar la balsa. Se quedaron dormidos en la playa, hasta que Antún los despertó. Había cazado un pequeño venado y había preparado un fuego con las ramas de la balsa. Empezaba su nuevo ciclo de vida y estaban dispuestos a afrontarlo con valentía. Buscaron un lugar para construir una cabaña amplia y lo encontraron en un claro junto a un bosque de árboles de hule. La savia les serviría par unir los troncos, que iban cortando con sierras fabricadas con raspas de peces grandes y con mandíbulas de animales, cuya piel utilizaron para recubrir su nuevo hogar, por fuera y por dentro.
            También utilizaron la corteza de varios árboles, para hacer la separación de varios habitáculos en la cabaña: uno para los hombres, otro para las mujeres y los niños, aunque Nima enseguida quiso pasar a la habitación de los hombres, y un tercero para las ceremonias religiosas de Ocelotl y para reunirse cada atardecer y planear el día siguiente.
            Al amanecer, Beu, Teo y Malinalli salían a buscar raíces, bayas y plantas medicinales. Los bosques contenían grandes cantidades de semillas y plantas. Antún y Tangu salían a cazar y Ocelotl y Nima se ocupaban de un pequeño huerto, donde habían logrado plantar semillas de amaranto, un cereal con grandes propiedades calóricas y minerales y algunas semillas de calabaza, que habían encontrado en su búsqueda diaria. Ocelotl empleaba casi todo su tiempo en instruir a Nima, que aún era pequeño para acompañar a los cazadores.
            A Malinalli le encantaba salir al atardecer y subir a lo alto de la montaña, para contemplar la puesta de sol y las estrellas en las noches claras. Una tarde oyó voces desconocidas y corrió de vuelta a casa. Se trataba de dos jóvenes, que recogían plantas y reían despreocupadas. La tarde siguiente, Teo y Beu acompañaron a Malinalli y vieron y oyeron a las mismas chicas. Teo creyó entender algunas palabras, porque su madre provenía de las tierras del sur, donde ahora se encontraban. Se acercó a ellas y les preguntó por su pueblo. Las dos jóvenes le dijeron que su pueblo estaba en el Cerro de las Mesas; que había tres poblados más y que casi todos habían sobrevivido al diluvio.
            Las dos chicas invitaron al grupo a visitar su poblado y prepararon un recibimiento especial: banquete, danzas y relatos alrededor de la hoguera. El Gran Sacerdote Ehecatl contó la historia de sus antepasados y, al final de la velada, los animó a unirse a su pueblo. Vendrían bien cinco adultos más y, sobre todo, los niños, porque había pocos niños en el pueblo y los consideraban el futuro. Ampliaron su hospitalidad, invitándolos a quedarse allí esa noche, en la casa del Consejo.
            Al día siguiente, los acompañaron a su casa y los ayudaron a recoger sus escasas pertenencias, porque habían decidido trasladarse con ellos y estar más protegidos. Beu fue la primera en decidirse, porque su salud se había resentido durante el diluvio. La anciana Mujer Sabia les ofreció compartir con ella su amplia cabaña. Así seguirían con la instrucción de Malinalli.
            Pronto se añadieron Teo y Nima, a quienes dieron la cabaña de la antigua matrona, ya fallecida. Las sustituiría en su cargo, las mujeres del poblado se alegraron de tener una nueva matrona. Antún enseguida fue admitido en la cabaña de cazadores. Ya se había fijado en la joven Metztli (Luna), por lo que su interés en integrarse en la comunidad era grande. Los más reticentes eran Ocelotl y Tangu, pero acabaron convenciéndolos. Fue así como Malinalli empezó a ser parte de uno de los pueblos del Cerro de las Mesas.
            Beu murió un año después, a causa de su mal curada pulmonía, y Malinalli encontró el consuelo de la anciana Mujer Sabia, a la que sustituiría en su cargo, en el momento oportuno. Teo acabó casándose con Ocelotl y adoptaron como hijo a Nima, que ya tenía ocho años, celebraron la boda a la vez que la joven Malinalli, que eligió como esposo a un joven algo mayor que ella, porque le parecía inteligente y bueno, aunque su constitución era débil. Se trataba del joven Mazatl (Venado), de 16 años. Malinalli tenía ya 12.
           Tras unos minutos, Malinalli siguió con sus recuerdos. En el Cerro de las Mesas había sido feliz, a pesar de que había perdido a sus seres más queridos. Llegó el recuerdo de su madre Beu, fuerte y cariñosa, su mejor maestra. Después los años vividos con Mazatl, llenos de cariño y tristeza. Había perdido a sus dos primeros bebés, a los pocos días de nacer. Su tercer hijo, al que llamaron Mazatl, como su padre, había caído con su padre en una cacería. A pesar de los cuidados de los dos sacerdotes y de Malinalli y Teo, no se habían recuperado de sus heridas. Después había muerto la Mujer Sabia, su tutora y ella se había convertido en Mujer Sabia. 
         Ahora, Malinalli no se sentía tan sola, porque Flor y su hija Beu Ribé estaban siempre con ella. Flor la sustituiría como Mujer Sabia y la tradición estaba asegurada. Cada noche, Malinalli contemplaba las estrellas y les pedía que la llevaran pronto con ellas. Su estado físico se le hacía cada vez más difícil de soportar y no quería vivir otro cataclismo. Suponía que no faltaba mucho para otro nuevo ciclo, pues habían pasado 52 años desde el diluvio. El Gran Sacerdote Ehecatl, esposo de Flor, estaba de acuerdo.
 
            Una mañana, cuando Flor fue a darle el desayuno, la encontró plácidamente dormida a la puerta de su cabaña. Dormía para siempre. Puso flores a su alrededor y se quedó un rato conversando con su espíritu, antes de avisar a los demás. Puso sobre su cuerpo su propio amuleto, que ella le había impuesto en la ceremonia del nombre. Había sido como una madre para ella.
3.- EL COMERCIANTE
            Llegó una noche, completamente exhausto. Cayó en la puerta de la casa comunal y sólo tuvo fuerzas para pedir asilo, antes de perder el conocimiento. Enseguida lo atendieron varios jóvenes, que no tardaron en llamar a Flor. Ella le dio una infusión reconstituyente, a la que añadió licor de maguey, y esperó a que se reanimara.
            Todos estaban deseando saber de dónde venía y, sobre todo, qué noticias traía. Hacía poco tiempo que existían los comerciantes, porque pocos hombres se atrevían a viajar solos, aunque eran bien recibidos en todas partes, pues no sólo llevaban objetos desconocidos para algunos poblados, sino que aportaba noticias de otros lugares. Por eso conocían el lenguaje de diversas tribus y conseguían hacerse entender por todos.
            La pequeña Beu Ribé no pudo contener su curiosidad y miró el contenido de las dos alforjas que llevaba el visitante. Sabía que su madre la reñiría, pero sacó un plato de cerámica decorado con figuras humanas y en el centro el niño-jaguar. También vio un tejido con la misma decoración, una especie de chal. Estaba tan absorta que no se dio cuenta de que su madre también contemplaba la tela con admiración. Y enrojeció de vergüenza cuando se percató de que el joven había despertado y la observaba.
            Flor le pidió disculpas y él sonrió. Tenía mucho que explicar y quería hacerlo. Intentó hablar en la lengua de los comerciantes y vio que lo entendían. Poco a poco se fueron acercando los hombres y mujeres del pueblo, para escuchar sus palabras. Se llamaba Cóyotl y tenía 20 años; había aprendido el oficio de su padre, al que había acompañado desde niño, pues su madre había muerto en el parto. Su padre murió unas semanas antes, huyendo de unos guerreros y él había caminado sin descanso, sin saber qué hacer ni dónde ir.
            Ehecatl llegó entonces y dijo que, antes de que siguiera hablando, debían ofrecerle comida y un baño. Poco después, todo el pueblo se reunió frente a la hoguera y escucharon atentos el relato del joven Cóyotl.
            Lo primero que hizo fue vaciar sus dos alforjas y ofrecer todo lo que traía a Flor, para que lo repartiera entre sus vecinas y así agradecer a todos su ayuda y su buena acogida. Parecía que todos estaban más interesados en las noticias que en los regalos, así que Cóyotl empezó a hablar.
            Venía del interior, de la ciudad de Tehuacan, que no había sufrido por el diluvio tanto como las ciudades costeras, pero estaba sufriendo otra plaga peor, la guerra. Cuando su padre y él volvían de uno de sus viajes, contemplaron destrucción y muerte. Decidieron marcharse, pero un grupo de guerreros los siguió y ahora su padre estaba muerto. él había escapado a duras penas, escondido tras unos grandes cactus, que los guerreros no se molestaron en revisar. No sabía cuántos días llevaba corriendo, aunque le parecían una eternidad.
            El Sacerdote calculó que habría pasado una luna completa, porque tenía una idea de dónde estaba situada la ciudad de Tehuacan. Había asistido con su padre a la reunión que celebraban los sacerdotes del Sol cada siete años en el edificio religioso más importante de la región. Preguntó a Cóyotl si sabía de dónde procedían los guerreros enemigos: eran del norte y del interior, llevaban tatuajes y los que parecían jefes, llevaban colgantes de plumas de colores, en las orejas y en el cuello.
            Ehecatl pensaba en un posible ataque y en cómo se defenderían y todos los presentes adivinaron sus pensamientos. Para relajar la tensión del ambiente, Cóyotl empezó a describir las cosas que había traído. Campanillas de cobre, que hicieron las delicias de los niños. En el comercio se usaban como moneda de cambio, igual que las semillas de cacao.
            Había semillas de algunas plantas, gracias a las que no había sufrido por el hambre en su viaje de escapada. Se trataba de semillas de algodón, yuca, fríjol y camote, una especie de batata muy nutritiva. Flor mostró su interés por las semillas y empezó a hablar con sus vecinos sobre el lugar en que sería más conveniente plantarlas. La tensión se había relajado cuando empezó a explicar cómo fabricaban la cerámica y los tejidos.
            Cuando Ehecatl se quedó solo, recordó el intento de invasión de su montaña cuando era un niño; su compromiso y su boda con Flor y el nacimiento de Beu Ribé. Todo podía perderse, si eran invadidos. Tenía que convocar a los otros poblados, como hizo su padre en otros tiempos y tomar una decisión conjunta.
            Enviaron corredores y una semana más tarde, estaban reunidos todos los habitantes de los poblados. Trajeron abundantes tortas de maíz con miel, cacao y varios guajolotes (pavos), para compartir. Enseguida prepararon los hornos bajo tierra, para asar los guajolotes y algunos venados. Cóyotl estaba asombrado por la buena organización de la reunión, en la que participaban hombres y mujeres por igual.
            Alrededor de las hogueras, Cóyotl iba respondiendo a cuantas preguntas le hacían. Sus ojos estaban fijos en la joven Metztli, hija del cazador Antún y su esposa Luna. Antún pensó que sería un buen esposo para su hija. Tras las diversas opiniones, decidieron que tendrían una guardia permanente en todas las primeras estribaciones del Cerro de las Mesas. Ningún guerrero podría filtrarse, sin ser detectado.
            También habló Cóyotl de las ceremonias religiosas y los edificios de su ciudad. Allí se hacían sacrificios humanos, algo que pocas veces se había permitido en los pueblos olmecas del Cerro de las Mesas. Más agradables eran los relatos sobre la fabricación de cerámica de arcilla y su decoración con figuras humanas; o sobre la fabricación de tejidos de algodón, también decorados con vivos colores.
            Acordaron la construcción de una zona fortificada en la cima de la montaña, junto a dos manantiales naturales. Sería un buen refugio, en caso de que fueran atacados, y no pudieran rechazar al enemigo. Conocían cada vereda y cada cueva, porque allí solían congelar sus reservas de carne. Aunque quizá las tribus enemigas también lo conocían, pero no era probable.
            Cóyotl pidió en matrimonio a la joven Metzli. Debían dar su permiso sus padres Antún y Luna, el Sacerdote Ehecatl y la Mujer Sabia Flor. Se celebró la boda, después de aceptar a Cóyotl como miembro de pleno derecho de la tribu. La que más disfrutó de la fiesta fue la pequeña Beu Ribé, que ya tenía 10 años, y hacía de ayudante de la Mujer Sabia, su madre. ella sería la siguiente Mujer Sabia.
            Hubo otras dos bodas: Nima, nieto de aquel Nima que se asentó en el Cerro de las Mesas, tras escapar del diluvio, con la joven Quiahuitl (Lluvia), que era huérfana y fue apadrinada por Flor y Ehecatl. Y la pareja formada por Haua, cazador y guerrero, con la joven Acatl (Caña).
Las casas de las nuevas parejas se construyeron lo más alto posible, cerca de la zona fortificada que estaban construyendo.
            Cóyotl ya no pensaba seguir con el comercio, porque sentía que ya tenía una verdadera familia y su conocimiento de diversos dialectos era muy útil al poblado. Seguía hablando sobre la cultura de Tehuacan, por si necesitaban alguna vez adaptarse a otro tipo de costumbres. Y todos iban tomando nota.
            Pasó un tiempo y no hubo avistamiento de guerreros. Daba la impresión de que las tribus del norte no conocían su existencia. Todo estaba tranquilo y algunos pensaban que ya no debían mantener la guardia en los alrededores. Pero Ehecatl seguía temiendo un nuevo cambio de ciclo y alguna catástrofe, aunque se guardaba sus temores para él.
            Nacieron cinco niños, todos varones, lo cual empezaba a preocupar a todos, porque tendrían que buscarles esposa fuera de la zona.  Los niños eran Nolik (Mar) y Ollin (Terremoto), hijos de Cóyotl y Metztli; Atlana, hijo de Nima y Quiahuitl; Xipe y Atlana (cazador de aves), hijos de Haua y Acatl.
            Seguían construyéndose cabañas junto a la zona fortificada, ya terminada. Y todos, excepto los más ancianos, abandonaron sus antiguas casas. Los tres poblados ya eran uno, lo cual facilitaba la comunicación entre todos los habitantes de la montaña. Así se sentían más seguros. Decidieron  nombrar un jefe común y la elección recayó en Cóyotl. Sus dotes de persuasión y su prudencia al tomar decisiones influyeron en este nombramiento.
            En la reunión mensual, Ehecatl planteó la conveniencia de contar con un grupo de cazadores, un grupo de guerreros y hacer una escuela para los niños. Allí se les enseñarían tres disciplinas principales:
-          historia de la religión, a la vez que la historia de su pueblo y las tres tribus de las que descendían: Coatzacualei, Coatlicamac y Culpico.
-          Uso de las plantas medicinales
-          Entrenamiento físico
Las clases serían igual para chicos que para chicas. Según las capacidades de cada uno, se dirigiría su futuro. También habría clases de escritura y lectura, dirigidas por Flor, la Mujer Sabia.
            Además, se quedó en que el Sacerdote tendría dos ayudantes-alumnos y la Mujer Sabia dos alumnas, de tal forma que a nadie le faltara la atención necesaria en caso de urgencia.
            Como siempre, las decisiones se pusieron en práctica rápidamente. Unos días después empezó a funcionar la escuela con 16 niños. Aunque sus edades eran distintas, todos asistían a todas las clases y los mayores ayudaban a los pequeños. Beu Ribé ya era una mujer de 13 años y era la mayor. No tendría por qué ir a la escuela, pero así ayudaba a su madre con la escritura y la lectura.
            Empezaron con los números y su representación gráfica:
-          la concha era el 0
-          la oma era el 2
-          el yeyi el 3
-          el chiquacen era el 6
-          la flor, nube gris o chicó era el 7
-          Matlacti era el 10
-          El número mágico era el 13
-          La bandera, el 20
-          El arbolito, el 100
También contaban con los dedos y hablaban de manos, en los números más altos. Siguieron con algunos jeroglíficos sencillos, hasta que aprendieron a leerlos y escribirlos con soltura.
            En la clase de plantas curativas, aprendían a distinguir las más necesarias, que tenían que ir a buscar, lo que representaba una verdadera fiesta para los niños. Las más comunes y que encontraban con facilidad entre los árboles eran:
-          el ocozotl, cuya goma se usaba como escayola
-          el barbasco, para atontar a los animales, que así se dejaban cazar o pescar
-          el veneno de serpiente de cascabel, para anestesiar los dientes que se tenían que extirpar
-          veintiunilla, veneno que provocaba sed, hasta que el moribundo acababa su vida sin dolores
-          el macacotal, que daba potencia sexual incontrolada
-          la rosa de brujas, afrodisíaco
-          el yoyotl, droga alucinógena
-          el peyotl, cactus que daba el yoyotli
-          el teunanacatl, hongo negro y amargo
-          la maleza coyote, planta que se fumaba y aliviaba los dolores
-          el teopatli, ungüento para levantar el ánimo, para cazadores y guerreros.
Las clases de entrenamiento físico eran dirigidas por el joven Ocelotl, que había demostrado en muchas ocasiones su velocidad, su agilidad y su resistencia.
            Ehecatl, ayudado por Nima, enseñaba las costumbres, los ritos religiosos y la historia. Los chicos de más de doce años fueron integrados en el grupo de cazadores, dirigidos por Haua, o en el grupo de guerreros, dirigidos por Totic, notable por su vista prodigiosa y su extraordinario sentido de la orientación.
            Cóyotl organizaba todas las actividades, lo que le ocupaba todo el día y parte de la noche y no le dejaba casi tiempo para disfrutar de sus hijos Nolik y Ollin. Los dos ayudantes de Ehecatl eran Nima y Tlani, y las dos ayudantes de Flor eran su hija Beu Ribé e Ikoki, aún una niña de 8 años.
            La población del Cerro de las Mesas había aumentado y la cultura y las costumbres estaban bien arraigadas. Cóyotl estaba orgulloso de ser el jefe y guía de todas aquellas buenas gentes, valientes, trabajadoras y honradas.
            Unos meses más tarde, el Consejo decidió hacer excursiones de reconocimiento en tierras interiores y superiores. Querían conocer a otras tribus y, sobre todo, enterarse de sus intenciones bélicas o pacíficas. Podrían así hacer pactos económicos y, si había posibilidad, pactos matrimoniales necesarios y provechosos.
            Por ello, prepararon una primera expedición al interior, a la ciudad de Puebla. El grupo estaba compuesto por un cazador, dos guerreros y dos mujeres. Llevaban algunas telas de algodón y algunas cerámicas, como regalo, y semillas de cacao, por si tenían que comprar algo en el camino. Dirigía el grupo Cóyotl, que conocía los caminos y los atajos.
            La ciudad de Puebla era próspera y populosa. Fueron al mercado y allí Cóyotl se encontró con la sorpresa de ver a un amigo de su infancia, Zyanya, que vendía camotes. Estaba con su hija Viricota, de dos años, a la que llevaba siempre consigo, porque la madre había muerto. El negocio iba mal, porque el camote tenía poca demandada, pero era su único recurso.
            Zyanya los invitó a comer a su casa y les contó que pocos se habían salvado en Tehuacan; sólo algunos jóvenes que habían logrado escapar antes de la masacre. Pensaba que Cóyotl había muerto como su padre. La charla se alargó hasta la madrugada, así que se quedaron a dormir. La casa de Zyanya era pobre, pero amplia. Pusieron las esteras en el suelo y, enseguida, la pequeña Viricota se acurrucó entre las dos mujeres.
            Al amanecer, Zyanya decidió aceptar la invitación de Cóyotl para visitar el Cerro de las Mesas y, posiblemente, quedarse, porque Puebla tenía para él recuerdos muy tristes. Ahora había encontrado un amigo y podría ejercer su oficio de tallador de piedra.
            Cuando llegaron de vuelta, Zyanya se quedó admirado de la organización del Cerro de las Mesas. Fueron acogidos en casa de Cóyotl y Metzli, hasta que se construyeran una casa para ellos. La pequeña Viricota fue aceptada en sus juegos por Nolik y Ollin. Estaba feliz, porque nunca había tenido juguetes, y su risa llenaba la casa de alegría. Zyanya estaba satisfecho por la decisión que había tomado.
            En las charlas alrededor de la hoguera nocturna, Zyanya contaba su llegada a Puebla. No tuvo oportunidad de trabajar como tallador de piedra, oficio que había aprendido de su padre y se instaló en una cabaña destartalada, que fue arreglando. Plantó camotes y de ello había vivido con su esposa, hasta que murió, poco después de dar a luz a su hija.
            Puebla tenía grandes edificios de hasta 40 metros de altura y estaba habitada desde el año 1000 a.c. estaba inmersa en una espesa selva. Por eso se había salvado de incursiones enemigas.
            Los que escuchaban se emocionaban con los relatos. Los más ancianos querrían ir allí, a pasar sus últimos días, aunque temían el viaje de, al menos, tres meses. Cóyotl y Ehecatl decidieron que le pedirían a Zyanya que tallara un calendario, que se pondría ante la casa del Sacerdote, para que todos fueran aprendiendo a descifrarlo. Todos se entusiasmaron con la idea, sobre todo Zyanya, que podría por fin dedicarse a lo que le gustaba.
            Entre todos sacaron un gran bloque de piedra de la montaña y lo colocaron frente a la casa de Ehecatl. Zyanya empezó a modelar un gran disco, donde grabaría el calendario. Le ayudaron dos jóvenes, que querían aprender el oficio. Tras varias semanas de trabajo, el disco estaba listo para grabar, según lo hacía la tribu quiché, de la que procedía Zyanya.
            Beu Ribé solía sentarse a la puerta de su casa, cuando tenía algún tiempo libre, y observaba cómo iba surgiendo la división de los meses y los días. Admiraba a Zyanya y, a pesar de la diferencia de edad, sentía algo especial cuando le veía.
            Flor se dio cuenta enseguida y lo comentó con su esposo. Zyanya era un buen hombre y no sería descabellado pensar en un matrimonio. Hasta ahora Beu Ribé no había mostrado interés por ningún otro chico.


 
4.- HAUA Y ACATL



Cada tres días se reunían los cuatro jefes de los poblados del Cerro de las Mesas. Ehecatl, como Gran Sacerdote; Cóyotl, como presidente; Haua, como jefe cazador; y Totic, el jefe de guerra. A las reuniones asistía casi siempre la Mujer Sabia, Flor, que tomaba nota de las decisiones más importantes. La escritura era pictográfica y casi todos entendían con precisión los pictogramas.

Una vez al mes, había asamblea general, a la que asistían hombres y mujeres entre los 14 y los 50 años. Los más ancianos asistían cuando su salud se lo permitía, y les servía de distracción y todos respetaban sus consejos, basados en la experiencia.





Una noche, al salir de la asamblea, Totic se dio cuenta de que Haua parecía preocupado. Le propuso dar un paseo, para charlar un rato, antes de acostarse. Eran amigos desde niños y siempre habían compartido penas y alegrías. Ambos tenían ya 25 años y seguían considerándose como hermanos.
Totic se había casado hacía dos años y acababa de ser padre de una niña. Ambos bromeaban con emparentar, a través del matrimonio de Atlana con la pequeña recién nacida, a la que habían impuesto el nombre de Chantico, diosa del hogar. La esposa de Totic, Xilonen se había hecho amiga de Acatl, siempre iban juntas e incluso, las dos familias comían juntas muchos días. Acatl siempre estaba alegre y ambas amigas compartían entre risas el trabajo y los ratos de descanso.
            Durante el paseo, Haua y Totic estuvieron recordando cómo se habían enamorado de sus respectivas esposas. Entre charlas y risas, se les hizo tarde y Totic ya no se atrevió a preguntar a su amigo por sus preocupaciones. Confiaba en que pronto se lo contaría.
Haua se había fijado en Acatl, cuando apenas tenía diez años. Le parecía preciosa e inteligente. Y, sobre todo, diferente a las otras niñas: su nariz recta y afilada, sus ojos negros y brillantes y su barbilla cuadrada parecían pregonar su carácter fuerte, decidido y emprendedor.
Efectivamente, Acatl era abierta, directa, práctica y llena de energía. Sabía muy bien lo que quería y solía conseguirlo. Era más alta que las demás niñas de su edad y casi tan alta como sus padres. Agua la pidió en matrimonio y ella estuvo encantada. Sus padres Michin y Azcatl aceptaron la petición, porque Acatl era su única hija y Haua era ya una promesa como cazador.
            El día de la boda, Acatl había recibido de su madre un cesto con todos los recuerdos de su infancia y las tradiciones de las mujeres de la familia. Era costumbre en todas las familias entregarlo a la hija mayor y, en este caso, a su única hija. El cesto estaba confeccionado con cañas entrelazadas, recubiertas con goma de hule, para impermeabilizarlo. La tapa era de hueso tallado a partir de un omóplato de un animal grande, cuyo nombre ya nadie conocía y que sólo se citaba en los relatos alrededor de las hogueras.
            Dentro del cesto había objetos curiosos y sorprendentes. Acatl se los había mostrado a su amiga Xilonen, pero ninguna de las dos se habían preguntado qué significaban. Había dos amuletos de jade, uno de ellos tallado en forma de rostro humano. Parecía un retrato de Acatl, por la forma de la nariz y de la barbilla. Las dos amigas se habían admirado de que el tallador hubiera captado tan bien el rostro de Acatl. El otro amuleto mostraba un gran ojo cerrado. No sabían su significado, quizá fuera el ojo de algún animal, como el jaguar. El ojo cerrado significaba la noche.
            También había una tela de color blanco marfil, donde estaban dibujadas un águila y una serpiente; un trozo de vitela de piel de venado, con caracteres ideográficos y cinco plumas de colores y colocadas en orden: una roja, señalando el este, otra negra señalando el norte, una blanca, señalando el oeste, una azul, señalando el sur y una última verde, señalando el centro. Los cinco puntos cardinales. A Acatl le gustaban tanto que pensaba coserlas en el traje que usaría el día en que se casaran sus hijos.
            A veces, Acatl y Xilonen abrían la cesta sólo para volver a contemplar las plumas. En cambio, la cesta de boda de Xilonen contenía cosas muy distintas: varias telas de colores, algunas cerámicas pequeñas, para guardar semillas o flores, dos amuletos con figuras de dioses, uno de jade y otro de obsidiana y lo que más apreciaba Xilonen, dos juguetes de madera, hechos por su abuelo, uno con forma de venado y otro con forma de boomerang. Suponía que con ellos habría jugado su madre y pensaba dárselos a su hija Chantico, en cuanto empezara a andar.
            El padre de Acatl, Michin, era pescador y bajaba de vez en cuando hasta la playa, aunque el viaje le costaba casi un día entero. La familia disfrutaba comiendo el pescado asado al vapor, porque su dieta se basaba, en general, en carne y cereales o batatas, todo aderezado con verduras. Cuando los pequeños Xipe y Atlana cumplieron los cinco y cuatro años respectivamente, Michin empezó a llevárselos con él a pescar y sus nietos tomaban la excursión como un día de fiesta, porque se libraban de la escuela y de las riñas de su madre por sus travesuras.
            Un día abrieron la cesta de su madre y se pusieron a jugar con las plumas de colores, cuando entró en la casa su padre. Haua los castigó a estar toda la tarde sentados, sin jugar, y sin salir a la calle, que era el peor castigo para ellos. Trató de hacerles entender que no se debían coger las cosas de los demás y menos, descubrir los secretos de una mujer, porque traía mala suerte.
            Era la primera vez que Haua veía las plumas y los amuletos y fue cuando empezó a preocuparse por su significado. Cuando llegó la noche, habló con Acatl, pero ella no sabía nada de lo que significaban sus tesoros; su madre no le había explicado nada. Así que Haua decidió hablar con Ehecatl. El sacerdote le escuchó atentamente y su cara iba poniéndose cada vez más seria. Intuía que se acercaba la catástrofe que esperaba hacía unos años.
            Explicó a Haua que los objetos eran aztecas, concretamente de Tlacopán. El amuleto con el retrato parecía ser de un hombre y el ojo cerrado significaba la vigilancia del jaguar de noche. Las plumas indicaban los cinco puntos cardinales de los aztecas. Con ellos se referían a su situación y a la extensión de sus conquistas. Eran las plumas de un gran guerrero. De hecho, Ehecatl sabía que los aztecas ya se habían extendido hasta las costas del otro océano.
            En cuanto al trozo de vitela, sus caracteres parecían una evolución de la escritura maya. Era un árbol genealógico, en cuya cima estaban los llamados Habitantes de las Siete Cuevas. Todo parecía explicado, excepto el hecho de que todo ello hubiera llegado a manos de Azcatl. Haua y Acatl decidieron hablar con sus padres.
            Fueron a casa de Ehecatl y Flor y se sentaron junto al fuego con un cuenco de cacao con menta. Acatl había dejado a sus hijos con Xilonen y las tres parejas esperaron a que Azcatl se explicara. Era una mujer callada y siempre sonriente, aunque ahora estaba seria y algo azorada. Por fin empezó a hablar.
            Pocos días después de su boda, ambos constataron la impotencia de Michin. Azcatl acudió a Flor, que le dio un afrodisíaco, rosa de brujas. Después de un tiempo, Azcatl volvió y Flor le dio macacotal. Pero tampoco resultó. Azcatl le pidió discreción y Flor se lo prometió. Flor asentía al escuchar el relato.
            Azcatl le hizo a la idea de no tener hijos. No quería abandonar a Michin, porque era un hombre bueno, amable y trabajador. Además, no quería avergonzarlo en público. Y entonces llegó el extranjero.
            Era un naualli, un hechicero. Llegó de noche y se acercó a la cabaña de Michin, que estaba fuera, respirando el aire nocturno. Sus ropas eran de calidad, aunque muy gastadas. Traía un morral a la espalda y pidió a Michin hospitalidad para reponer fuerzas, pues había hecho un largo viaje. Enseguida fue recibido en la casa.
            Los días siguientes fue contándoles su historia. Venía de Tlacopán y era un tecpaneca nómada. Su lengua era el nahuatl, aunque en sus viajes había aprendido otras lenguas. Su tribu era de guerreros que se alquilaban temporalmente a algún gran señor azteca. Su nombre era Chak y pronto se dio cuenta de que no le gustaba la guerra. Empezó a cultivar las artes que le había enseñado su abuelo, que era el hechicero de la tribu. Curaba a los enfermos y heridos y su mejor habilidad era convocar la lluvia. Lo consiguió en varias ocasiones y empezaron a llamarle Tlaloc, como el dios de la lluvia.
            Tras morir su padre y su abuelo en una batalla, empezó a pesarle la vida guerrera. Hasta que un día fue incapaz de salvar la vida de una pequeña, que había sido mordida por una serpiente, y empezó a notar la hostilidad de los miembros de la tribu. Por eso decidió emprender su propio camino en solitario, hasta encontrar una familia o una tribu. Recogió las pertenencias de su padre y de su abuelo y se marchó. Llevaba un año pasando de un lugar a otro y aún no había encontrado lo que buscaba.
            Tras su relato, permaneció aún algunos días y dijo que se marchaba. Entonces Michin y Azcatl le contaron su problema, pensando que podría ayudarlos como hechicero. Tlaloc dijo que no tenía ninguna habilidad en ese terreno y, al ver la desilusión en los rostros de la pareja, les propuso la única solución que se le ocurría: intentar él mismo dejar embarazada a Azcatl. Ella no quería, pero Michin consiguió convencerla.
            Y así fue concebida Acatl, de la que ambos estaban orgullosos. Pensaban guardar el secreto hasta la tumba. Tlaloc dejó como regalo para el futuro bebé sus amuletos, los trofeos de guerra de su padre (las plumas y la tela) y la vitela de su abuelo con la genealogía de su familia. Luego se despidió para siempre y no habían vuelto a verlo.
            Todos quedaron en silencio. Nadie se atrevía a interrumpir el llanto de Azcatl. Su hija Acatl estaba tan pálida que Haua la sacó al aire libre y entonces estalló en sollozos. Se sentía engañada por sus padres, a los que tanto amaba, y, sobre todo, se sentía extranjera entre su propia gente. Ahora entendía la diferencia de rasgos y de altura con las demás jóvenes. Era una azteca y todos temían a los aztecas. Nadie quería trato con ellos.

            No había consuelo para ella. Su vida de alegría y risas le parecía ahora infantil. La realidad era otra.

            Empezaba a hacer frío y Flor salió a buscarlos. Había que encontrar soluciones y dejar de lamentarse. Como siempre, su sentido práctico se impuso. Se había infringido gravemente la ley y Ehecatl tenía que poner en la balanza su sentido de la justicia frente al honor de su pueblo. Se tomó un tiempo para reflexionar. No quería perder a Haua, su jefe de cazadores y, además, consideraba que Acatl era una víctima, sin culpa alguna.
            Quien debía ser considerado culpable era Michin, pero cualquier decisión al respecto tendría que explicarla ante la asamblea y prefería mantener todo el asunto en secreto.
            La reunión se disolvió. Haua y Acatl fueron a casa de Totic y Xilonen a buscar a los niños. En realidad, para compartir su secreto con sus mejores amigos. A Acatl le vino bien el apoyo de la pareja. Estarían a su lado, pasara lo que pasara. Ehecatl y Flor se quedaron sopesando las posibilidades de una actuación justa para todos.
            Azcatl y Michin volvieron a casa sin hablar entre ellos. Poco después, Michin salió, bajó a la playa corriendo y se adentró en el mar, para no volver a salir. Él era culpable de todo y debía liberar a todos los demás de responsabilidades. Azcatl esperaba su reacción y no avisó a nadie hasta el día siguiente. Todos pensarían que había sido un accidente.
            Nadie sospechó nada. El corazón de Azcatl no pudo resistir más de un mes. Su hija la encontró dormida: había sufrido un infarto, sola, porque seguía viviendo en la casa donde había sido tan feliz con Michin.
            Ehecatl pensaba que si un tecpaneca había llegado hasta ellos sin llamar la atención, otros podrían hacerlo. Tendrían que reforzar las defensas y las guardias.
            Acatl quería deshacerse de su herencia, pero Haua la convenció de que nadie debía renunciar a su ascendencia y fueron a enterrar el cesto en el fondo de una cueva en lo alto del monte.
            Los que echaban mucho de menos a sus abuelos eran los niños, Xipe y Atlana, aunque les hicieron comprender que así era la ley de la vida: los mayores se iban marchando a reunirse con las estrellas. 



5.- EL SACERDOTE

            Durante dos años se habían reforzado las defensas en la fortaleza del Cerro de las Mesas. Incluso se había construido un muro alrededor de las casas particulares. Toda precaución era poca, según la opinión de Ehecatl y de su jefe de guerra Totic. También se habían ampliado y acondicionado las cuevas, para casos de emergencia. Varias de ellas tenían una salida al mar y allí almacenaban barcas, carne y pescado en salazón y semillas. Además, algunas mantas y pieles.
            Los dos ayudantes de Ehecatl, Nima y Tlani, estaban perfectamente formados, igual que las dos ayudantes de Flor, Beu Ribé e Ikoki. El oficio de Sacerdote y el de Mujer Sabia eran vitalicios, según las leyes, pero podían delegar la mayoría de sus funciones en sus ayudantes y así lo habían decidido ambos, para descansar una temporada.
            Pensando que sería una temporada larga, Beue Ribé y Zyanya se atrevieron a plantear su petición de boda. Beu Ribé intuía que algo había sucedido en la familia de Haua, pero no preguntó y esperó a que el tiempo fuera borrando la tristeza. Sus padres aceptaron el compromiso y se preparó la boda. La pequeña Viricota estaba encantada, porque quería a Beu Ribé como a una madre. Zyanya era apreciado por todos. Había acabado de tallar el disco del calendario y le llovían los encargos de tallas, discos y juguetes. Todos querían poseer una obra del maestro, como le llamaban.
            La casa era amplia y Beu Ribé solía llevar a otros niños para que jugaran con Viricota, después de la escuela. Uno de sus juegos favoritos era grabar los jeroglíficos que aprendía en la escuela en los trozos de piedra que le sobraban a su padre; luego intentaba formar palabras con ellas. Beu Ribé estaba muy orgullosa de ella.
            Nima ya estaba en plenas funciones como Sacerdote, con Tlani como ayudante. Igualmente sucedía con Beu Ribé como Mujer Sabia y su ayudante Ikoki. Ehecatl y Flor decidieron emprender un viaje y reunieron al Consejo, para comunicarlo y dejar todo bien atado. En el Consejo participaban Cóyotl, como jefe de la tribu, y su esposa Metzli; Haua, como jefe de caza y Zyany, su esposa Acatl;Totic, como jefe de guerra, y su esposa Xilonen; y Zyany y Beu Ribé.
            Expusieron cómo se regularía la tribu y las precauciones que deberían tener. Y por último su viaje. Habían hecho ya los preparativos, pero habían pensado que era mejor ir con otras dos parejas, para ir más seguros, por si les sucedía algo en el camino. Las dos parejas elegidas eran Haraxa y Chicome y Yoali y Tecum. Ambas parejas estaban ya en la treintena y no tenían hijos. Parecían los más adecuados, por su prudencia y valentía y Flor ya les había consultado.
            Todos estuvieron de acuerdo, aunque Nima estaba muy nervioso por su gran responsabilidad. Se le ocurrió realizar una ceremonia de despedida, durante la cual tuvo que reprimir las lágrimas, que pugnaban por salir. Al amanecer, esperaron la salida del sol y le hicieron ofrendas de cereales tostados y una copa de maguey. Luego despidieron a los seis viajeros. Nima volvió a casa, par poner en orden sus pensamientos. Su esposa Lluvia (Quiahuitl) y su hijo Atlana le observaban en silencio, esperando que dijera algo. Al fin habló.
            Les contó la planificación del viaje. Atlana estaba saltando de alegría, imaginándose que era él el viajero; en cambio, Lluvia sabía que algo preocupaba a su esposo: la enorme responsabilidad. Atlana salió corriendo a contar a sus amigos cómo haría él ese viaje y, entre todos, imaginaron excitantes aventuras. Nima compartió con Lluvia su preocupación por la salud física y espiritual de su gente y, poco a poco, la charla le fue tranquilizando. Todo estaba en orden y todo saldría bien.
            Los viajeros habían iniciado su andadura. Ehecatl y Flor habían escrito sobre un trozo de vitela el itinerario, por lo menos hasta Tlacopán, según les había relatado Zyanya. Irían apuntando más lugares y características según fueran avanzando. Su intención era llegar hasta el otro océano. Haraxa, Chicome, Yoali y Tecum se dejaban llevar, confiados en la sabiduría de Ehecatl y Flor.
            Como medida de precaución, llevaban en las mochilas los trajes ceremoniales, para ponérselos, al entrar en cualquier ciudad. Nadie se atrevería a atacar a un Gran Sacerdote, a una Mujer Sabia y a sus acólitos. Pasaron muchos días disfrutando de la naturaleza y llegaron a Tehuacan. Tras saludar al sol y bañarse en un riachuelo, se pusieron sus ropas ceremoniales y entraron en la ciudad. Una enorme pirámide escalonada, construida sobre una plataforma rectangular, parecía saludar a los visitantes. Estaba orientada hacia el este y recibía la luz del sol, que teñía sus piedras de color dorado.
            Gran afluencia de gente llenaba el mercado cercano y los vendedores ya empezaban a vocear ofreciendo todo tipo de mercancías. Decidieron acercarse y entonces les salió al paso un personaje con ropas doradas, seguido de una pequeña comitiva. Se presentó como el Gran Sacerdote, al que habían avisado sus vigías y habían reconocido la ropa ceremonial de Ehecatl. El Gran Sacerdote Calli les ofreció su hospitalidad y los invitó a las ceremonias religiosas del mediodía. Se trataba de ofrendas de tortas de maíz con miel, que se quemaban en el fuego ritual. El humo ascendía hasta las nubes y se mezclaba con ellas. Ehecatl respiró profundamente, porque había temido que se tratara de un sacrificio de sangre.
            Al terminar, Calli los llevó a su propia casa, donde les ofrecieron una comida ligera con cereales y frutos secos. Luego les mostraron la estancia preparada para invitados, para que descansaran. La comida principal era al atardecer y entonces intercambiarían sus historias y experiencias. Flor ofreció a Calli un pequeño disco-calendario, tallado por Zyanya, que admiró a todos por la perfección de sus detalles. Después regaló a Quecholli, la esposa de Calli, un chal de lino fino, tejido por Yócotl y dibujado por Metzli, con la cabeza de un jaguar. Era el símbolo de casi todas las tribus y gustaba a todos.
            Los días siguientes recorrieron la ciudad, cuyas casas sorprendieron a los seis amigos, por su solidez y su estructura. Algunas tenían en la entrada arcos apuntados de piedra. Rodeando la plaza central había tres edificios de dos pisos: dos eran religiosos y el tercero era el centro administrativo. Flor iba tomando nota de la organización. También el mercado les pareció espléndido. Los tenderetes estaban ordenados según los productos expuestos e incluso había peces de río, con tan buen aspecto, que compraron algunos para llevar como regalo a sus anfitriones.
            Al despedirse, Calli y Quecholli regalaron a las mujeres collares de plumas de colores y a los hombres un manuscrito, con la descripción de sus dioses y ritos. Tenían intención de volver a verse en el viaje de vuelta y Ehecatl los invitaría a visitar el Cerro de las Mesas.
            Siguieron su itinerario, felices por la experiencia vivida. No imaginaban que las siguientes etapas serían mucho más difíciles. Flor iba haciendo una señal en su disco-calendario, negra, si había sido un mal día, blanca, si había sido tranquilo. Así controlaban también los días que llevaban de viaje. Chicome y Tecum se encargaban de la comida, cuando tenían la suerte de cazar algún animal pequeño, o algún pez en los arroyos, muy abundantes en su camino.
            Así llegaron a Cholula, en la región de Tlaxcala. Plantaron su tienda en la ribera de un río, porque no se atrevían a entrar directamente en la ciudad de noche. Al amanecer vieron a tres niños, que se lanzaban al agua riendo. Los seguía una mujer joven, que también reía y que se paró asustada, al ver a los extranjeros. Flor trató de tranquilizarla. Hablaba nahuatl y aceptó una taza de cacao, tras llamar a los niños a su lado. Los niños los miraban con curiosidad, pero no decían nada, refugiándose detrás de su madre.
            Respondiendo a sus preguntas, la joven les dijo que el río era el Zahuapán, afluente del Atoyac, que recibía su caudal del deshielo de la Sierra Nevada. Miraron a la lejana Sierra y el panorama les pareció espectacular. Haraxa preguntó si podrían entrar en la ciudad, a lo que la joven contestó que no lo hicieran y les recomendó que se fueran cuanto antes, para evitarse problemas e incluso salvar la vida. Les explicó que la ciudad de Cholula era un importante centro sacerdotal, próspero y pacífico, por lo que los caciques de las regiones cercanas llevaban bastante tiempo intentando apoderarse de ella. Para evitarlo, los sacerdotes habían decretado que cualquier extranjero que se acercara fuera capturado y luego sacrificado al sol.
           La joven se despidió y el grupo recogió sus cosas y se puso en marcha hacia el bosque más cercano. Había árboles de varias clases, pinos, eucaliptos y encinas y, desde lo alto, se divisaban varios cerros volcánicos. Ehecatl suponía que habían entrado en una zona donde no sería fácil sobrevivir. Su itinerario escrito ya no tenía más datos, así que decidieron seguir su viaje hacia el sur, para alcanzar su meta: el mar occidental. Según sus cálculos llevaban ocho meses de viaje y el cansancio empezaba a hacer mella en su ánimo.
            Siguieron por territorio Nahua. Ahora se quedaba siempre de guardia uno de ellos, haciendo turnos por las noches. El tiempo era bueno y encontraban agua fresca en abundancia. Procuraban andar entre bosques y montañas, porque se sentían más seguros, aunque tardaran más tiempo. Flor seguía trazando el itinerario, señalando incluso los ríos. Y un día, divisaron entre las montañas un precioso valle y en él, la ciudad de Toluca. Estaba habitado por matlazincas, que cultivaban grandes extensiones de fríjol, maíz, nopal y tule. Ehecatl recordaba que tenían un centro ceremonial, en Huamango, dedicado al dios Tolotzin, dios del fuego y del sol. Su padre le había hablado de ello y de los sacrificios de enemigos y extranjeros. Utilizaban un calendario agrícola y veneraban al águila y al jaguar. Su origen era tolteca.
          Sin acercarse a Toluca, vieron las lagunas de Chiguahuapán, Chimalliapán y Chiconahuapán, alimentadas por el río Lerma. En sus riberas había redes para cazar aves acuáticas. Eso significaba que en cualquier momento aparecerían los pescadores, así que descansaron un par de noches en un bosque de coníferas y siguieron su camino por el cauce del río. Así alcanzaron el río Balsas y, siempre en dirección sur, llegaron a Toltoltepec, en territorio de los tlapanecas. Aquí se les añadiría la dificultad del idioma, a no ser que se pudieran entender con escritura jeroglífica. Flor, ayudada por Tecum, había preparado varias vitelas, a partir de la piel de algunos venados que habían cazado. Para escribir, se iban surtiendo de una tintura hecha con grasa animal y ocre, o cualquier mineral que encontraban.
           Los tlapanecas eran de origen otomí, y se habían mezclado con los toltecas. El grupo subió al Cerro de los Pájaros, que daba nombre a la ciudad. Había guajolotes y otros tipos de aves que no conocían. Desde arriba se veían los edificios religiosos y en el centro, el gran templo de Quetzalcoatl, con columnas de talantes y con un muro en el lado norte, formado por serpientes y un friso labrado en piedra.
           La vista era impresionante, aunque se quedaron sin palabras al divisar un tzompantli: un altar formado por cráneos de las víctimas sacrificadas. También vieron en la plaza central varias formaciones de guerreros. Pensando que quizá estuvieran en guerra, tomaron la decisión de no entrar en la ciudad y seguir hacia el río Lerna. Entonces apareció un hombre de mediana edad, vestido con ropas sacerdotales y gesto amistoso. Se presentó como Cipactli, Sumo Sacerdote de Quetzalcoatl. Hablaba otomanque, lengua derivada del nahuatl, y consiguieron entenderle. Ehecatl se presentó como sacerdote del sol. Se cogieron de los brazos, como señal de respeto universal e invitaron a Cipactli a un tazón de cacao recién molido.
           Respondió encantado a sus preguntas sobre la situación de la ciudad. Ellos no estaban en guerra, pero preveían un ataque inminente del norte y los mixtecas del este también amenazaban sus fronteras. Él, como Gran Sacerdote, iba a pedir ayuda a la ciudad de Zacatula, habitada por familias tlapanecas. No había cogido sus pertenencias, para no llamar la atención de los espías mixtecas. Y se había acercado al grupo, porque después de observarlos, le parecían gente de paz y así lo estaba confirmando, tras su charla.
        Les aseguró que Zacatula era una zona muy fértil, con una agricultura floreciente y un puerto natural en la desembocadura del río Armería. Ehecatl miró a sus compañeros y supo que pensaban lo mismo que él. viajarían con Cipactli hasta el mar. POR FIN, EL MAR. El camino era bien conocido por el Gran Sacerdote y serían bien recibidos en Zacatula. A su vez, ellos ayudarían y protegerían a Caipactli. Siguieron la ribera del río Balsas, hacia el noroeste. En el camino, Cipactli les iba señalando las minas de oro, que hacían a la ciudad rica y famosa por su labrada orfebrería.
            Efectivamente, los recibieron con grandes ceremonias y les ofrecieron alojamiento para todo el tiempo que quisieran descansar y estar con ellos. Allí tuvieron noticias de otras ciudades costeras, sobre todo de una ciudad, Aztlán, que iba extendiendo sus dominios hacia el sur y hacia el interior. Eran grupos que habían ido llegando por mar, de raza azteca, y se contaban barbaridades sobre ellos. Hacían sacrificios humanos y se comían a sus víctimas. Ehecatl no sabía si creer todo lo que oía y pensaba en su amiga Acatl, descendiente de aztecas. Pero no le preocupaba, de momento, porque ya estaba organizando la vuelta a casa. Habían pasado un mes en Zacatula, estaban descansados y contentos y habían recibido regalos de pulseras, collares y aros para las orejas, todos de oro finamente labrado.
            Calculaban que tardarían otro año en volver y ya les parecía demasiado tiempo fuera de casa. Habían aprendido muchas cosas, entre ellas, organización militar y defensiva. Cuando se estaban despidiendo, Cipactli apareció con su mochila y les pidió permiso para acompañarlos. Se había hecho muy amigo de los seis y sentía curiosidad por la cultura olmeca y la descripción de sus casas fortificadas, sus cuevas y sus reservas alimenticias y de otro tipo.

            Lo aceptaron encantados. E iniciaron el retorno.

6.- EL RETORNO
 
Siempre siguiendo el Río Balsas, se acercaron a los montes de Toltoltepec. Acamparon en el mismo lugar, donde habían conocido a Cipactli. Éste pensaba bajar a la ciudad y anunciar la ayuda que le habían prometido en Zacatula. Pero algo había sucedido. Se veía demasiado humo en la ciudad. Cipactli se disponía a ir, cuando vio un grupo pequeño de personas subiendo la montaña. Iban cargados con mochilas y, en cabeza del grupo, reconoció a dos de los sacerdotes. Había varios niños entre ellos. Se apresuró a salir a su encuentro.

Habían sido invadidos por los mixtecas de Oaxaca; los edificios y viviendas habían sido incendiados y saqueados, y habían muerto muchas personas, entre ellas, la madre de Cipactli. Él se quedó pálido. No le salían las palabras y el temblor le hizo tambalearse. Su madre era su única familia y se sentía perdido y vacío.

Cuando consiguió recuperarse, se apoyó en Ehecatl, que se había acercado, intuyendo lo que sucedía. Fue Ehecatl quien explicó la buena disposición de las gentes de Zacatula, entre los que los supervivientes tenían familiares, que los recibirían con los brazos abiertos. Los lazos familiares de estas tribus eran fuertes y para ellos era un deber moral mantenerlos y ayudarse mutuamente. Era la mejor solución que se les ocurría y aconsejaron tomar el mismo camino que ellos habían seguido, por la ribera del Río Balsas.

A pesar de que parecían agotados, no quisieron pararse a descansar y en sus rostros se leía todavía el terror de lo sucedido y el miedo a ser capturados por el enemigo. Cipactli dudaba entre las dos opciones que se le planteaban: volver a Zacatula con su gente, o seguir viaje con Ehecatl. Él no tenía ya familia en Zacatula y, por otra parte, quizá el viaje con sus nuevos amigos podría ir mitigando el dolor por la pérdida de su madre. se decidió por seguir con el grupo de Ehecatl, cuando los dos sacerdotes, que iban al frente de los fugitivos le aseguraron que conocían bien el camino a Zacatula. Se despidieron y el grupo de emigrantes inició su marcha.

También Ehecatl quería partir cuanto antes. Tenía que reunir a los suyos, para planear su ruta, evitando Toluca y Cholula. Deberían viajar entre bosques y montañas hasta la costa marina, lo más cerca posible del Cerro de las Mesas.

Al ver que no acudían Haraxa, Chicome y Flor, fue a la tienda de campaña. Haraxa estaba tumbado sobre su esterilla, mientras Chicome le enjugaba el sudor y Flor le preparaba una infusión con corteza de sauce. Todo parecía complicarse. Con Haraxa enfermo, no podrían viajar deprisa, o quizá, ni siquiera podrían viajar. Miró a Flor y la expresión de ella le respondió a su muda pregunta: Haraxa estaba grave, su respiración era entrecortada y ardía de fiebre. Chicome lloraba en silencio.

Ehecatl salió y se reunió con Yoali, Tecum y Cipactli. La situación era grave. Cipactli conocía bien la montaña y propuso que se refugiaran en unas cuevas, sólo conocidas por los sacerdotes, porque allí celebraban su reunión anual. Allí podrían esperar a que Haraxa mejorara, aunque ninguno abrigaba esperanzas de que se curara. Inmediatamente procedieron al traslado, que les llevó casi dos horas, por el cuidado que debían tener con el enfermo, para moverlo lo menos posible.

La cueva elegida era amplia y casi invisible para cualquier caminante que se adentrara en la espesura. Haraxa empeoraba y ya no reconocía a nadie, ni siquiera a su mujer. Murió tres días después. Flor estaba segura de que había sido por una neumonía mal curada. Ehecatl y Cipactli prepararon los ritos funerarios, mientras Flor, Tecum y Yoali limpiaban el cadáver y lo vestían con su mejor ropa; luego cavaron un hoyo cerca de la cueva y esperaron a los dos sacerdotes. Entonaron un canto a las estrellas, para que lo recibieran entre ellas y procedieron al enterramiento. Chicome estaba enajenada, incapaz de reaccionar y miraba a sus amigos con gesto neutro.

Pusieron el cadáver en el hoyo, de medio lado y mirando hacia el este, como era la costumbre de la familia de Chicome, para que el sol lo recibiera al amanecer. Como no tenían una cerámica grande, para meter los objetos funerarios, utilizaron una bolsa, tejida con cañas, en la que introdujeron trozos de cerámica negra y blanca, unas figurillas de jade, con la efigie del jaguar, protector de Haraxa, y Chicome añadió su espejo de magnetita. Lo colocaron todo sobre el cadáver y cerraron la tumba con tierra y rocas. Encima colocaron ramas y arbustos, para no dejar huellas. Flor derramó unas cuantas semillas de cacao, por si le hacían falta en su viaje al inframundo. Chicome quería quedarse allí con su esposo y Flor tuvo que darle una infusión de barbasco, para que se dejara llevar.

Iniciaron la marcha al amanecer. Quedaban aún unos cuantos meses para llegar a casa.

El Río Balsas se deslizaba entre barrancos y montañas y siguieron su curso caminando siempre por las alturas, sin perder de vista el cauce. A su paso, veían pequeñas aldeas con plantaciones de tabaco y azúcar, lo cual les resultaba curioso, porque no conocían estas plantas. Fue Cipactli quien les describió sus propiedades. El camino parecía más corto y más seguro que el viaje de ida y en poco más de tres meses llegaron a la ciudad de Orizaba.

 Chicome iba reaccionando, porque Flor y Tecum le encargaron la recolección de plantas medicinales, algo que solían hacer al amanecer; luego aprendió a clasificarlas y a meterlas en diferentes saquitos. Pronto supo conocer sus propiedades y se encargó de las infusiones. Todos pensaban que era mejor que se mantuviera siempre ocupada. Incluso supo cómo tratar el tobillo de Tecum, vendándolo con corteza de caucho, cuando resbaló y sufrió una leve torcedura.

  Orizaba era una ciudad de clima templado, de origen totonaca. El valle de Ahuilizipan estaba rodeado de plantaciones, que llegaban hasta la falda del Pico Orizaba y las cumbres de Acualzingo. Cipactli explicó que el Pico Orizaba era un volcán de erupción estromboliana, muy violento, de casi seis mil metros de altura sobre el nivel del mar. Se consideraba el más alto y peligroso de toda la zona. Sin entrar en la ciudad, aunque parecía tranquila, decidieron seguir hasta la cuenca del río Orizaba, el “lugar de aguas alegres”. El Orizaba era afluente del Río Blanco, afluente, a su vez, del Río Papaloapán.

  Cipactli parecía conocer bien las culturas de la zona central y del golfo. Cuando le preguntaron por qué sabía todos esos detalles, se echó a reír y empezó a contar su historia. Él era de origen totoneca, la “tierra de los tres corazones”. Sus tatarabuelos habían viajado hasta Toltoltepeec y habían llevado algunas de sus costumbres, como la fabricación de juguetes con ruedas, o los símbolos de animales de poder, como el águila, el jaguar y la serpiente. La tribu de sus antepasados era de Tlacotalpán, la tierra partida, de tradición pesquera, por la desembocadura del río Papaloapán. Tierra de altas mesetas, donde se cultivaban maíz y calabaza y donde se conocía ya la apicultura.

   Cipactli habló también del cambio en la religión. Los totonecas tenían veintidós dioses, divididos en categorías. Eso había cambiado, cuando decidieron adorar sólo a Quetzalcoatl, el dios blanco y rubio, que les había enseñado la escritura y la astronomía. Cipactli estaba emocionado, hablando de sus antepasados y describiendo la Pirámide de los Nichos, con relieves tallados en columnas y frisos, y el ritual de los Voladores.

   Nunca habían oído hablar de esta ceremonia y pidieron a Cipactli que se lo explicara. Se trataba de una danza asociada a la fertilidad, donde cuatro hombres, vestidos con trajes de colores, representando aves tropicales, daban trece giros en el aire, cada giro por uno de los trece cielos, completando así el ciclo de 52 años, del calendario oficial. Ehecatl escuchaba atentamente. Ahora comprendía mejor el calendario y los ritos ancestrales. Cuando cada uno de los voladores bajaba al suelo, representaba la lluvia fertilizante.

   Cuando Cipactli acabó su relato, ya habían llegado a la cuenca del río y acamparon en la ribera. Todo parecía desierto, por lo que temían que hubiera guerra. Pasaron tres días descansando y pescando y todo seguía tranquilo, así que reanudaron la marcha, porque estaban deseando llegar al mar.

   La ciudad más cercana a su destino era Chalchihuecán, el “Lugar de las faldas hermosas”, situada entre los ríos Huitzilapan y Jamaca. El asentamiento se había construido en honor de la diosa Chalchiuhtlicue, patrona del mar y las tempestades. En la franja marina se había situado el panteón de las deidades, que Chalchiuhtlicue compartía, a una distancia prudencia, con los gemelos Quetzalcoatl y Tezcatlipoca. Los dos hermanos se diferenciaron enseguida como el blanco y el oscuro. Tezclatipoca, el cielo oscuro nocturno, la destrucción, la luna y el fuego, exigía sacrificios humanos. Los dos gemelos lucharon y Queztalcoatl se dejó vencer y matar. Los zacatecas pensaban que de su sangre habían nacido los seres humanos. A él se le sacrificaba un esclavo al año, en el mes de Tezcatl. El esclavo debía ser joven y guapo, de pelo largo y piel clara, y sin defectos físicos. Cuando era elegido, se le asignaban cuatro sacerdotisas y doce escoltas, que atendían todos sus caprichos durante todo el año, y le acompañaban por las calles tocando la flauta, mientras la gente le echaba flores. El día del sacrificio, lo acompañaban, vestido con todo lujo. Iba drogado, para que no se diera cuenta de que perdía la vida.

  Al llegar a la costa, decidieron quedarse en el panteón de Quetzalcoatl, donde Cipactli vistió sus ropas ceremoniales, como Sumo Sacerdote del dios. Fueron recibidos en la casa sacerdotal y tratados como invitados de honor. Cipactli habló de sus intenciones de viajar por mar hasta la playa del Cerro de las Mesas y les regalaron una amplia canoa, además de saquitos con semillas de caña de azúcar y tabaco. Varios días después, iniciaron su aventura marina.

   Remaban durante el día, siempre pegados a la costa, y descansaban de noche, poniendo su tienda en la playa, para salir al amanecer. Vieron varias aldeas pequeñas, sólo de cuatro o cinco cabañas, que permanecían tranquilas. Ya muy cerca del Cerro de las Mesas, empezaron a verse grupos de canoas, amarradas junto a una pequeña bahía. Por precaución, no acamparon esa noche y se quedaron en su canoa. Pero Flor intuía algo y decidió acercarse sigilosamente, acompañada por Tecum. Su sorpresa fue mayúscula, cuando vio haciendo guardia a Totic, el jefe de guerra y buen amigo suyo. Se acordó del saludo que utilizaban desde niños, “Béezye” (jaguar), y lo llamó en voz baja, para no asustar a nadie.

  Totic no podía creer lo que veían sus ojos; se acercó corriendo y se fundieron en un gran abrazo. Llamó a Cóyotl y a Nima y Flor los llevó hasta su canoa, a la que guiaron para amarrarla junto a las suyas. La noticia se había propagado con gran rapidez y todos habían acudido a recibirlos, con lágrimas y abrazos. Aunque no estaban en casa, se sentían en casa.

   La mayor sorpresa para Ehecatl y Flor fue enterarse de que eran abuelos. Beu Ribé y Zyanya habían tenido un niño, al que habían llamado Matlacti, porque había nacido el día diez del mes de Izcalli, el mes de la resurrección de los dioses. El niño ya tenía algo más de un año. Cuando salieron de viaje, Beu Ribé ya estaba embarazada, pero no quiso preocupar a su madre, porque tenía la ayuda de Ikoki y de sus amigas. Había otras novedades, como bodas y nacimientos; pero lo más importante era reunir al Consejo, para decidir hacia adónde dirigirse. Ahora estaban todos juntos, aunque echaban de menos a Haraxa, por su carácter decidido y su buen humor.

   Cóyotl había decidido evacuar el Cerro de las Mesas, ante una inminente invasión. Aún esperaban la llegada de las últimas canoas. Ehecatl presentó a Cipactli como hombre de paz y de gran sabiduría, cuyo consejo se debería tener en cuenta.

   Se reunió el Consejo y se decidió por unanimidad viajar hacia el sur, hasta encontrar una zona pacífica y con posibilidades de formar una nueva ciudad fortificada. Luego se comunicaron los nuevos matrimonios: Ikoki con Wiyot; Tlani con Iczotl. Y los compromisos matrimoniales: Atlana, del hijo de Agua y Acatl, con Cántico, hija de Totic y Xilonnen; Xipe, hijo de Haua y Acatl, con Cócotl; Nolik, hijo de Cóyotl y Metzli con Zóyatl; Hollín, hijo de Cóyotl y Metzli, con Ixchel y Viricota, hija de Zyanya, con Vukub.

   Ya tendrían tiempo de contarse las experiencias del viaje y la evacuación de la ciudad fortificada. Era urgente trazar una ruta segura para la emigración. En Chalchihuecán les habían informado de que toda la costa estaba habitada por asentamientos mayas. Su meta sería alcanzar la Sierra de las Tuxtlas, una cordillera volcánica con roca basáltica y una selva tropical, en cuyo centro estaba la Laguna de Catemaco. La primera etapa sería la Boca del Río Jamapa. El río nacía en un glaciar, y gracias a ello tendrían agua fresca y abundante.

 Era difícil poner en marcha a tanta gente, pero Cöyotl demostró una vez más sus dotes de organización y mando. Las canoas iban en grupos de tres, con seis o siete personas en cada una, con sus reservas de comida y agua. Por las noches acampaban en las playas, muy juntos, para evitar algún ataque sorpresa. Hasta que un día divisaron un enorme bosque, que se elevaba no muy lejos de la orilla. Cóyotl envió varios exploradores, ante las numerosas peticiones de hacer un alto en el camino. Estaban al borde del agotamiento. Además, el fuerte olor a plantas medicinales hizo que Flor pidiera acompañar a los exploradores y a ella se uniera también su hija Beu Ribé.

  Tardaron un día entero en volver, pero volvían radiantes de alegría, porque en el bosque no había rastro sí había algunos claros, donde podrían acampar. Flor ya pensaba en reponer sus reservas de plantas. Esta vez la ascensión hasta el bosque no resultó tan penosa, porque la esperanza de asentarse por una larga temporada los animaba, a pesar de que había que cargar también con las canoas. Cuando todos llegaron, los cuatro sacerdotes, Ehecatl, Cipactli, Nima y Tlani, celebraron una ceremonia de agradecimiento al sol y, sin preparar tiendas ni refugio alguno, se echaron a dormir en el suelo sobre sus esterillas. A pesar de la humedad, hacía mucho tiempo que no dormían tan bien.

   Los días siguientes transcurrieron animadamente, mientras construían refugios adosados a árboles y cuevas. Cada noche se reunían alrededor de pequeñas hogueras que, por precaución, encendían en el interior de una enorme cueva, que el paso del agua había excavado. Allí se empezaron a contar todo lo sucedido en todo el tiempo que llevaban separados. Se habló de las bodas de Ikoki con Wiyot y de Tlani con Iczotl. Las celebraron a la vez, apadrinados por Nima y Beu Ribé, que también fueron testigos de los compromisos acordados entre los jóvenes casaderos.

   Contaron las experiencias del viaje, cómo habían conocido a Cipactli y la gran amistad con Calli y su esposa Quecholli en Tehuacan. La muerte por neumonía de Haraxa, y los regalos de oro labrado.

   Por fin se abordó el tema que todos procuraban evitar: la invasión y la obligada evacuación de la ciudad fortificada. Les había dado tiempo a refugiarse en las cuevas de lo alto del Cerro de las Mesas y organizar la huida hacia el mar, con sus canoas y las reservas de comida, mantas y pieles, que llevaban varios años preparando.

   Habían muerto once personas, por las heridas causadas por caídas desafortunadas y el anciano Antún, por infarto, ante tantas emociones y tener que abandonar su casa de siempre. Ni siquiera se habían podido detener a realizar los ritos funerarios.

   Fue Totic, el jefe de guerra, quien comenzó el relato sobre la invasión.




7.- LA INVASIÓN


Totic empezó a hablar, ante una gran expectación por parte de todos. La vida tranquila y feliz, que llevaban unos años disfrutando, había empezado a cambiar unos meses atrás, cuando los vigías de noche vieron varios grupos de hombres en la falda de la montaña. Al principio habían pensado que eran visitantes o viajeros y así se lo comunicó el mensajero a Cóyotl. Pero reflexionaron sobre el hecho de que fueran sólo hombres, porque, si hubieran sido viajeros, habría habido mujeres o incluso algunos niños.


Se reunió el Consejo general y se dio la alarma, aunque, de momento, los grupos eran pocos y parecían estar explorando la base de la montaña. Al ver que iban llegando más grupos, el Consejo decidió que se fueran trasladando todos a las cuevas, dejando en las casas una hoguera encendida, para no dar la impresión de abandono.

Un día vieron horrorizados cómo el ya numerosos grupo de invasores iba quemando el bosque que dejaban tras ellos y seguían ascendiendo hacia el Cerro. Parecían no tener prisa, mientras destruían la Naturaleza, que la tribu olmeca tanto amaba. El humo de los incendios ascendía implacable. Todavía tendrían tiempo suficiente para la evacuación, porque a los invasores les costaría mucho derribar los muros y la fortaleza.

Nima no podía contener las lágrimas, mientras comentaba con Cóyotl que, probablemente, éste era el cataclismo que anunciaba Ehecatl desde hacía unos años, el fuego que marcaría un nuevo ciclo y un cambio de cultura y de costumbres. Cóyotl estaba de acuerdo. Según decían las tradiciones, tras el diluvio vendría el fuego y el nuevo ciclo, que acabaría con la venida del jaguar.

Pero eso no lo verían ya ninguno de ellos, sólo alguno de sus niños, si conseguían esquivar a los invasores. Tendrían que pasar otros 52 años.

Todavía estaban los intrusos en la mitad del Cerro, cuando los últimos abandonaron sus casas. Se oían cercanas las risotadas, las danzas y la música de flauta. Todo daba a entender que estaban seguros de apoderarse del poblado y de la fortaleza. No podía entenderse lo que hablaban, por lo que no sabían a qué pueblo pertenecían.

Tlani se aventuró a acercarse y, como sacerdote, reconoció las flautas. Estaban fabricadas con huesos humanos. Enseguida supo Cóyotl de quiénes se trataba: eran Mames, del grupo maya de los Xocohochco. Su dios era Toantiú, el Sol. Confirmó sus sospechas, cuando oyó las caracolas y los tambores fabricados con calabazas. Sería mejor no tratar con ellos, porque tenían fama de crueles y sanguinarios. Su presencia significaba que las tribus mayas se estaban extendiendo y era mejor evitarlas, aunque ello conllevara la pérdida de su hogar.

Totic decidió tomar una última precaución, cuando ya estaban todos en las cuevas: tras comprobar que todas tenían la salida expedita, propuso que se taponaran las entradas con grandes rocas, haciendo el acceso prácticamente imposible. Así se sentían más seguros y se permitieron descansar durante una noche. Entonces se alegraron del acopio que habían hecho de mantas y pieles, pues el frío de las cuevas del Cerro de las Mesas era intenso.

Al amanecer, se pusieron en movimiento, atravesando galerías que confluían en su mayoría en su parte central. Las familias se ayudaban entre sí, sobre todo con el control de los niños, en los que hacía mella el cansancio y la falta de sueño. En total eran siete cuevas, a lo largo de las cuales habían repartido la comida congelada, que iban consumiendo en su trayecto. Sólo cargaban con sus posesiones más preciadas y la comida que iban recogiendo hasta llegar al siguiente punto de almacenamiento.

Todo estaba tan organizado, que los niños más pequeños empezaban a pensar que se trataba de una excursión y procuraban divertirse, bajo la mirada cómplice de sus padres. Beu Ribé e Ikoki habían repartido a cada grupo una bolsa con hierbas aromáticas y plantas medicinales, para aromatizar las comidas y preparar remedios e infusiones. Lo más difícil era calentar la comida y la bebida, porque tenían que encender fuego y el material para mantenerlo era escaso dentro de las cuevas; sólo algunas ramas y plantas que crecían entre las rocas y que siempre estaban húmedas.

Tenían que llevar las pieles puestas, para combatir el frío, y la falta de la luz y el calor del sol hacía temer a Beu Ribé la proliferación de enfermedades pulmonares. No hubo comunicación entre los diversos grupos hasta que, pasados quince días, las galerías empezaron a confluir. Cada grupo iba dirigido por un responsable. Totic había elegido a sus mejores guerreros para esta función.

La alegría de reencontrarse a mitad de camino fue tan grande, que decidieron celebrar una cena en común. La cueva central se ensanchaba de tal forma que permitía la marcha en grandes grupos. Además había un pequeño manantial, alimentado por el agua del deshielo, que se iba filtrando por las rocas.

Todavía quedaba la mitad del camino hasta el mar, según los cálculos de Cóyotl, que había recorrido las cuevas en varias ocasiones, para asegurarse el éxito de la evacuación. Tuvieron que detenerse dos días, antes de continuar, porque Ikoki dio a luz un niño, al que impusieron el nombre de su padre, Wiyot, recordando al primer hombre inmortal de la historia de la nación olmeca.

Y, aprovechando el descanso, Nima celebró la boda de Viricota (Tierra madre) con Vukub (el primer hombre mortal de la primera generación). Los novios habían insistido, argumentando que ellos querían empezar el nuevo ciclo con su nueva vida juntos.

También Tlani (Escorpión armado) y Iczotl (Palma) quisieron casarse, pero no se lo permitieron, porque Iczotl era demasiado pequeña. Las otras cuatro parejas comprometidas no se atrevieron a decir nada.

Finalmente, después de otras dos semanas, vieron la luz del sol. La caverna se estrechaba en la salida junto a la playa. De nuevo tuvieron que organizarse, para que cada seis o siete personas cogieran una canoa y la botaran al mar. En cabeza iba Haua, que las iba dirigiendo a una ensenada, oculta por el abundante follaje. Allí esperarían la llegada de toda la tribu. La última canoa iba dirigida por Cóyotl, que se ocupó de cegar la salida de la cueva general.

Se habían recogido todas las reservas de carne congelada. No sabían cuánto duraría su viaje por mar, pero confiaban en poder pescar. La mayor dificultad sería el no poder hacer fuego hasta el anocheces, cuando descansaran en las playas.

Aún no habían iniciado su periplo, cuando vieron cómo sus bosques se quemaban y sus casas y su fortaleza eran destruidas. Habían escapado por muy poco a la barbarie de los Mames. La tristeza por tanta pérdida se vio enseguida compensada por la alegría del reencuentro con el grupo de Ehecatl.

Cuando Totic acabó sus relatos, ya habían construido sus refugios y se sentían bastante seguros, aunque mantenían las guardias día y noche. Toda precaución les parecía poca y Cóyotl sabía que no estaban preparados para una nueva evacuación. Ehecatl y Nima (Consejero) prepararon los ritos religiosos para bendecir el lugar y dar las gracias al Sol. También Cipactli (Lagarto) quiso dar las gracias a Quetzalcoatl, para que les asegurara la paz para una larga temporada.

El dios blanco había huido por mar, cuando se enfrentó a su hermano gemelo, el dios negro Tezcatlipoca, que le había vencido. Cipactli, como otros muchos fieles del dios, esperaba su vuelta y creía que este nuevo ciclo sería una era de paz, protegida por el dios. De alguna forma le parecía que los acontecimientos repetían la historia del dios.

La vida transcurría para todos con tranquilidad y habían empezado a construir algunas casas. Zyanya estaba tallando un nuevo calendario, mucho menor que el que se había visto obligado a abandonar en el Cerro de las Mesas. Estaba seguro de que los invasores lo habrían destruido. Esta vez lo ayudaba Yoali (Viento de la noche), mientras el pequeño Matlacti (Diez) observaba entusiasmado a su padre. Beu Ribé sabía que su hijo seguiría los pasos de su padre y aprendería la profesión. Ella pensaba que los nombres tenían un significado mágico y el nombre de Zyanya significaba “Siempre”, “Eterno”, como su oficio y sus obras.

Sonreía para sí misma, cuando vio llegar a Virikota radiante de alegría. Venía a comunicar a sus padres que estaba embarazada. Sería el primer bebé que nacería en el nuevo asentamiento y quería consultar con Beu Ribé varios nombres con magia para su bebé. Barajaron varias posibilidades, que comentarían después con Zyanya y Vukub. También dependería del mes y del día en que naciera. Todavía faltaban siete lunas, que era como medían la duración de un embarazo sin problemas.

La noticia se extendió entre las familias con la rapidez del rayo. Y Virikota empezó a recibir regalos, para festejar al primer bebé, al que consideraban hijo de todos. Llegó el momento del nacimiento. Beu Ribé consultó a su madre Flor, porque le parecía que Virikota tenía demasiado peso y últimamente estaba agotada. Flor temía que fuera un bebé demasiado grande y que el parto fuera difícil. Pero comprobó con alivio que eran dos bebés. Niño y niña. El nacimiento de mellizos era considerado signo de buena suerte, porque se creía que estaban tocados por los dioses, que protegerían a toda la tribu.

La familia se reunió para decidir el nombre de los niños. De los nombres propuestos, Zyanya y Virikota eligieron Cuixin (Gavilán) y Chamilpa (Salvia), para acomodar sus vidas a su nueva tierra. Y entonces se dieron cuenta de que no habían puesto nombre a su nuevo hogar. Habían llegado allí en el mes 18 del calendario civil, Izcalli (Resurrección) y así nombraron a su pueblo, porque la tierra los había acogido y les había dado una nueva vida, como una resurrección.

El mes estaba consagrado a Xiuhtecuhtli, el dios de la hierba, el fuego y el calor. Era el señor del año y del tiempo y proporcionaba la fuerza vital a sus fieles. Se representaba como un anciano. Las ceremonias en honor del dios se celebraban con un festín de tamales rellenos de vegetales y se ofrecía comida al dios, cuya imagen se representaba hecha con pasta de amaranto y teñida de rojo.

La vida seguía como siempre había sido para ellos, con orden, trabajo y cordialidad. Flor seguía escribiendo una historia de todos los acontecimientos. Como era tradición había regalado un cesto de bodas a su nieta Virikota, donde había incluido todos sus tesoros y recuerdos, entre ellos las vitelas con la historia del Cerro de las Mesas, sus mapas de viaje y una relación de plantas medicinales y su utilidad.

Todos parecían contentos con su nuevo hogar, Izcalli, e incluso pensaban que sería el definitivo. Pero Ehecatl y Cipactli sabían que su meta era otra. Habían proyectado llegar hasta la Sierra de las Tuxtlas y allí llegarían. Había la posibilidad de dividirse y mantener también Izcalli. Quizá las personas de más edad no quisieran emprender un nuevo viaje. Todas las decisiones se tomarían en el Consejo general. Lo que echaban de menos era su escuela. Aunque seguían reuniendo a los niños y enseñándoles, sobre todo, el arte de sobrevivir.

Cipactli no había pensado nunca antes en casarse, hasta que conoció a Chicome (7 Flor). Le habían impresionado su belleza y su inteligencia, así como su gran capacidad de resistencia y readaptación, cuando se quedó viuda de Haraxa. Habían compartido numerosas charlas, en las que el tema principal eran las curaciones y las plantas. Chicome se había convertido en una verdadera experta en curar heridas, roturas y luxaciones, y le gustaba compartir sus ideas con Cipactli. También le encantaba escuchar los relatos del sacerdote sobre la mitología y los dioses, o el origen del mundo.

Un día anunciaron al Consejo lo que todos imaginaban: querían casarse. Y así lo hicieron. Flor y Tecum se alegraron por ella, porque llevaba demasiado tiempo sola. Chicome compartía con Cipactli su ilusión por llegar a la Sierra de las Tuxtlas, donde él pensaba construir un templo a Quetzalcoatl. Hablaban de ello como si ya fuera una realidad, aunque no podían saber si el lugar sería acogedor o inhóspito, si habría agua y terrenos para cultivar y, en definitiva, si no estaría ya ocupado por otra tribu. Pero había tiempo para prepararlo todo.

Un año más tarde se celebraron otras cuatro bodas:

  • Atlana, hijo de Haua (Cazador de aves) con Cántico (Lluvia)
  • Xipe (Siembra), también hijo de Haua, con Cócotl (Tórtola)
  • Los hijos de Cóyotl y Metzli: Nolik (Mar) con Zóyatl (Palmera), y Ollin (Terremoto) con Ixchel (Luna)

Como siempre sucedía en las bodas, se anunciaron otros cinco compromisos.

La idea de dividirse en dos pueblos fue ganando adeptos, porque la población ya superaba los dos mil habitantes, y el espacio se iba quedando pequeño. Cada familia elegiría quedarse o marcharse, según las circunstancias de cada uno. Los más jóvenes ya soñaban con aventuras y paisajes maravillosos. Los mayores sentían que ésta era su tierra y que era hora de descansar.

Ehecatl, después de pensarlo mucho, habló con Flor y ambos decidieron quedarse. En cambio Beu Ribé y Zyanya se irían con sus hijos Matlacti y Virikota, con su esposo Vukub y los mellizos Cuixin y Chamilpa. Ikoki se quedaría, como nueva mujer sabia, con su esposo y su hijo Wiyot, igual que Nima y su esposa Quiauitl, con su hijo Atlana.

Tlani se iba como ayudante de Cipactli, con su esposa Iczotl. También decidieron marcharse Cöyotl y Metzli, con sus hijos Nolik y Ollin y las esposa de éstos, Zóyatl e Ixchel.

Los que no acababan de decidirse eran Haua y Totic. Sabían que sus hijos se irían, pero ellos no querían separarse de Ehecatl. Al final, decidieron quedarse, mientras veían los preparativos de sus hijos.

Casi la mitad de la población se quedaba en Izcalli. Los demás prepararon la marcha, organizada, como siempre, por Cóyotl. Era importante llevarse sus posesiones, porque sospechaban que no volverían. También prepararon sacos de semillas, para poder plantarlas en su futuro hogar. Lo colocaron todo en diez canoas que se llevaron, por si necesitaban en algún momento atravesar algún río caudaloso.

El peso de las canoas parecía imposible de llevar. Y entonces, la imaginación artística de Zyanya demostró una vez más su valía. Construyeron unas enormes ruedas de madera, como las que solían tallar en los juguetes de los niños. Dos ruedas para cada canoa, de forma que pudieran deslizarse. Beu Ribé seguía asombrándose cada día de las habilidades de su esposo y se sintió orgullosa, cuando todos aplaudieron la solución que había dado al problema del transporte.

Pasaron varios meses antes de poder iniciar su aventura. Y al fin llegó la despedida. Todos sabían que no volverían a verse. Cipactli prometió mantener las tradiciones y los ritos y las tradiciones religiosas, mientras los más jóvenes prometían una visita, cuando ya estuvieran establecidos. Ehecatl sabía que no sería posible, pero mantuvo la serenidad, mientras Flor no podía contener las lágrimas.

Cuando los últimos viajeros se perdían en la distancia, Izcalli les parecía casi desierto. Ehecatl se reunió con Haua y Totic. Su siguiente objetivo sería fortificar Izcalli, como habían hecho en el Cerro de las Mesas, y acondicionar refugios en las cuevas del interior de la montaña. El trabajo les harían superar la nostalgia.

LA SIERRA DE LAS TUXTLAS

El camino no estaba siendo nada fácil. La bajada desde Izcalli había sido muy trabajosa. Las canoas se movían con una lentitud exasperante; se rompió una de ellas y tuvieron que repartir la carga entre las otras nueve, que ya iban sobrecargadas. La gente empezaba a ponerse nerviosa y a discutir por cualquier cosa. Y ésa no era la única preocupación de Cóyotl: se adentraban en el interior, entre bosques y montañas, siempre alerta, por si encontraban algún poblado, y para no ser cogidos por sorpresa por algún atacante.
No tenían a su jefe de guerra Totic, pero había buenos guerreros. Entre ellos Cóyotl nombró al que le parecía más fuerte y sensato y que gozaba de una vista de halcón, incluso en la noche. Se trataba de Xolotl (Lucero de la Tarde), que recibió con emoción su nombramiento de jefe de guerra. Tenía 20 años y estaba casado con Tizatl (Tierra Blanca)
Cóyotl formó un Consejo con Beu Ribé, Tlani y Cipactli, para ir eligiendo a los responsables de cada sector. En el lugar que había ocupado hasta entonces Haua, como jefe de caza, eligieron al joven Cuauhtli, diestro y rápido, que ya había conseguido cazar varios animales, sobre todo perdices, que abundaban entre la vegetación, aves acuáticas o anfibios, además de dos ejemplares de tapir, muy apreciado por su carne, aunque ellos no habían visto antes este tipo de animal. Los dos tapires proporcionaron un banquete a todo el grupo. Chac, la esposa de Cuauhtli, ayudada por otras jóvenes, los había preparado al fuego con la madera de ficus, encinas y pinos, que proliferaban por todas partes.
Encontraban numerosos riachuelos, lo que facilitaba la pesca, aunque el clima les parecía demasiado húmedo. Tampoco habían probado nunca las ancas de rana y les parecieron deliciosas. Había muchas, a veces demasiadas. Cipactli iba realizando un mapa del camino que seguían, siempre por valles y montañas y, cuando era posible, por ríos navegables, para hacer el camino más liviano con ayuda de las canoas.
Tras varios meses, llegaron por fin a las estribaciones de la Sierra de las Tuxtlas, una cordillera volcánica, formada por roca basáltica, con 1700 m. de altura. Al ver los enormes bloques de basalto, el pequeño Matlacti sugirió a su padre que podrían dejar un recuerdo de su paso con alguna figurilla tallada en la roca. Zyanya sonrió, aunque dijo que no podían detenerse tanto tiempo como para tallar una figura. Pero sí para construir un altar, idea que enseguida aceptó Cipactli.
Decidieron descansar unos días, animados por la espesa vegetación y la gran cantidad de conejos, que cazaban fácilmente, incluso los niños, y proporcionaban abundante comida a todos. El clima era templado, aunque demasiado húmedo, por lo que Beu Ribé y Viricota tuvieron que emplearse a fondo, para prevenir y curar catarros y afecciones pulmonares, sobre todo entre los niños.
El altar fue inaugurado por Cipactli y Tlani, dedicado al sol y a Quezalcoatl, a los que sacrificaron dos pájaros de plumaje amarillo, de los que conservaron dos plumas largas y brillantes, como símbolo de su pacto con los dioses. Iban a iniciar la marcha, cuando Beu Ribé se dio cuenta de que el pequeño Matlacti colocaba sobre el altar una figurita tallada en roca volcánica. Era la imagen de un pajarillo. Beu Ribé no pudo contener las lágrimas, cuando el niño explicó que la había hecho para mantener con vida a los dos pájaros sacrificados. También Zyanya se emocionó, al ver la perfección de la talla.
Ya casi en el centro de la Sierra, divisaron una enorme laguna, rodeada por densos bosques. La laguna recibía las aguas de los ríos Paploapán, Tecolapilla, Huewyapán, Zapoapán, Huatzinapán, Coxcoapán, Haua y Chumiapán. Acamparon, sin darse cuenta de que alguien los observaba. Era un solo hombre, vestido con una túnica negra y una larga barba blanca. El brillo de la luna se reflejó en su pelo blanco y ese reflejo alertó la aguda vista de Cuauhtli. Sin decir nada a nadie, con el silencio propio de un cazador, se acercó por detrás del anciano y lo inmovilizó con un lazo. El anciano ni siquiera demostró sorpresa y se dejó conducir dócilmente ante Cóyotl.
Todos mostraron su asombro, cuando Cuauhtli se presentó con su prisionero. Nadie había visto señales de que hubiera un asentamiento poblado, ni cabañas o refugios. ¿De dónde habría salido ese hombre?. El anciano se mantenía sereno y en silencio. Se adelantaron Cipactli y Zyanya, como conocedores de varias lenguas. Cipactli sospechaba que se trataba de un hechicero y se dirigió a él con el respeto que exigían las circunstancias.
El anciano habló en nauahtl, de modo que todos le entendieran. Dijo que era hechicero y que vivía solo, alejado del mundo y dedicado sólo a la meditación. Ya no ejercía como hechicero. Su nombre era Tititl, porque era más curandero que hechicero. Sonrió cuando se acercó Chicome y le ofreció una infusión, invitándole a cenar con ellos. Hablaron durante toda la noche. Tititl les aseguró que no había ninguna tribu asentada en todo el territorio de la Sierra de las Tuxtlas. Ensalzó la bondad del clima y de los recursos naturales: agua pura abundante, plantas nutritivas y medicinales y caza para alimentar a todos.
En la laguna había pesca suficiente. Y lo que más llamaba la atención eran los bosques frondosos, llenos de encinas, ficus y pinos. El anciano curandero se ofreció a acompañarlos y guiarlos hasta una alta meseta, apropiada para un amplio asentamiento. Les habló de los animales más comunes, que habitaban la zona, como el águila arpía, el murciélago, el oso hormiguero, el tapir, el manatí herbívoro, apreciado por su carne y su grasa, y el más curioso de todos, el martucha, un gracioso tipo de mono, ágil y pacífico. Tititl les entregó plantas de caña de azúcar y de maíz, para que las cultivaran en el lugar que eligieran para vivir.
La llegada a la meseta central de la Sierra de las Tuxtlas fue apoteósica. Todos se abrazaban, llorando de alegría, al contemplar lo que iba a ser su nuevo hogar. Unos días después, Tititl anunció que volvía a sus montañas y a su vida de eremita. No pudieron convencerle de lo contrario.
Celebraron una ceremonia religiosa, para inaugurar la nueva era: la era del Jaguar. Y empezaron a preparar sus refugios.
En los dos años que siguieron, ya habían construido casas para cada familia, empleando la roca basáltica, que los resguardaba de las lluvias y el viento. Para mantener el calor de las hogueras, habían recubierto el interior de las casas con pieles de animales, en las paredes y en el suelo y habían hecho chimeneas en cada hogar, para la salida del humo.
La población había aumentado, pues habían nacido barios bebés. Virikota y Vukub tuvieron otro niño, Quáchic, cuando los mellizos ya tenían cinco años. su casa estaba situada en el centro de la nueva ciudad, junto a la de Cipactli y Chicome. Entre ambas casas, ya habían colocado un nuevo calendario de basalto, de la altura de un hombre. En él seguían trabajando Zyanya y su hijo Matlacti, cuya casa estaba situada junto a la de Virikota. Allí había centrado Beu Ribé su actividad como Mujer Sabia.
En la plaza central habían construido un aula de gran amplitud, destinada a escuela, porque Beu Ribé no olvidaba nunca las enseñanzas de su madre Flor. Al otro lado de la casa de Cipactli estaba la casa de Tlani e Iczotl, que habían tenido dos hijos, Itzmana y Quéclol, y acababan de tener una niña, Tlanixtelotl. Tlani ejercía su sacerdocio junto a Cipactli y ambos habían construido un altar, destinado a varios dioses, cuya parte central estaba conectada con una cámara subterránea, excavada en la roca, donde se guardaban los símbolos sagrados, entre ellos las dos plumas amarillas de los pájaros que ofrecieron como símbolo de paz, al llegar a las tierras de Tuxtlas. También guardaba Cipactli las vitelas con la historia de su pueblo y las rutas que había compartido con Ehecatl.
Seguían escribiéndose unas crónicas de lo que iba sucediendo. De ello se encargaban Ixchel y su cuñada Zoyatl. Ixchel era le esposa de Ollin, hijo de Cóyotl y Meztli, y habían tenido tres hijos, dos niñas, Saeskin e Ixchel, y un niño, Anahuac. Nolik, el hermano de Ollin, y Zoyatl habían tenido un niño, Tecpatl, y una niña, Ahpernih. Las casas de las dos familias estaban situadas algo más lejos de la plaza central, junto a la de sus padres Cóyotl y Metzli. Los cinco primos estaban acostumbrados a convivir juntos y se llevaban francamente bien.
Cóyotl seguía siendo el jefe de la tribu y manteniendo el orden y la organización que le caracterizaban. La casa destinada al Consejo, que él dirigía, se había construido junto a la escuela, en la plaza. En su construcción, el ingenio de Zyanya brilló una vez más. El edificio tenía dos plantas: la primera era un gran salón con asientos de piedra caliza alrededor de una gran mesa de basalto. En las paredes se habían pintado cuatro frisos representando a los cuatro reyes de la vida en el mundo subterráneo maya. En las pinturas se había revelado la habilidad de Xipe y su esposa Cócotl, que fabricaban sus colores con ocre y grasa animal, llegando a conseguir colores rojos con el zumo de algunas bayas y negro con el carbón de la roca volcánica.
La segunda planta tenía dos torres, desde las que se divisaba toda la meseta. Allí dormían varios soldados, para hacer las guardias por relevos, dirigidos por Xolotl.
Mientras realizaban la decoración, Xipe y Cócotl dejaban a sus tres hijos, Ixtlític, Michin y Teoxihuitl, en casa de su hermano Atlana y su esposa Chantico, que también tenían tres hijos, Jalpa, Chac y Tonantzin. Por las mañanas, tras el desayuno, Chantico llevaba a los seis niños a la escuela, pues ella era una de las profesoras, junto a Beu Ribé y Virikota.
Un día, el jefe de caza Cuauhtli se internó con sus hombres en un espeso bosque, situado en una de las montañas más altas de la Sierra. Desde allí vieron asombrados una playa, que se formaba en un recodo de la laguna de Catemaco. La llamaron Sontecomapán, que significaba playa escondida. Se lo comunicaron a Cöyotl y Cipactli, por si había posibilidad de realizar alguna excursión con toda la tribu, pero, sobre todo, porque a Cuauhtli le parecía un lugar estratégico, para construir una fortaleza defensiva.
Cóyotl y Cipactli fueron enseguida a examinar el lugar y les pareció muy apropiado. Con ellos iba Cuauhtli, con su esposa Chac y sus hijos AhMun, Teteoinan y Papálotl. Y también su amigo íntimo, el jefe de guerra Xoltl, con su esposa Tizatl y sus hijos Omexóchitl, Iyac y Ahau. Los seis niños disfrutaron de la excursión e incluso descubrieron un torrente que se hundía en la montaña. El torrente recogía las aguas del deshielo y del río Bec. Llamaron al lugar Becán, que significaba “cavidad hecha por el agua”.
Siete años más tarde, inauguraron la fortaleza, a la que habían rodeado de un foso con siete entradas. Y se celebraron siete compromisos matrimoniales, el día siete del séptimo mes. Consideraban el 7 como número de la suerte y así seguiría siendo para la tribu. Siete habían sido las tribus olmecas y siete las cuevas, donde sus antepasados habían vivido los mil años antes.
Cóyotl estaba orgulloso de pertenecer a la tribu , que le había adoptado como hijo. Zyanya estaba también emocionado y su mente ya imaginaba nuevas construcciones, para que el asentamiento de la Sierra de las Tuxtlas fuera memorable para las generaciones futuras. Había formado a su propia cuadrilla de obreros y los reunió, para comunicarles sus planes, que luego plantearían al Consejo.
Los planes eran la construcción de un altar y un edificio, dentro del recinto de la fortaleza, con numerosas habitaciones. Todo dedicado a Itzmaná, el dios creador. El edificio estaría tallado en la roca y su entrada simularía la boca de una serpiente, Coatl, con glifos explicativos en el dintel. La llamarían Chicanná, la Boca de la Serpiente. Conectadas con las habitaciones habría galerías que desembocarían en las cuevas del interior de la montaña. Además de la belleza, también pensaba en la defensa.
Sería una obra colosal, y así opinó el Consejo. Aún así dieron su aprobación, aunque sabían que muchos de ellos no la verían acabada.
Pasaron los años. los asentamientos se fueron ampliando y se cultivaba el maíz y la caña de azúcar, además de otras plantas nutritivas y medicinales. Zyanya empezaba a sentir los síntomas de la artrosis. Un día se rompió un brazo, al sacar un bloque de basalto. Su hijo Matlacti estaba con él y lo llevó enseguida a casa. Beu Ribé le entablilló el brazo, sabiendo que la rotura tenía mal cariz. Suponía que su esposo perdería fuerza y movimiento y eso afectaría su buen ánimo natural.
Matlacti tenía ya 22 años y se haría cargo de las obras. Hacía dos años que Matlacti se había casado con Saeskin, hija de Ollin e Ixchel. Habían tenido una niña, a la que llamaron Beu, como su abuela, y que se convirtió en la mejor distracción para su abuelo Zyanya, mientras se veía obligado a permanecer inactivo. Pero su mente seguía activa y puso en marcha otro gran proyecto: la bajada hasta la playa escondido, que habían llamado Sontecomapán, empezaba a tener viviendas, construidas para las nuevas parejas jóvenes, que se iban casando. Zyanya propuso que hicieran terrazas para cultivo, de forma que toda la ladera se fue convirtiendo en un vergel.
Contaban con el agua de los arroyos que bajaban de la meseta. Cóyotl se sentía emocionado, aunque sabía que no lo vería realizado, porque su salud era ya muy precaria. El gran fundador del asentamiento de las Tuxtlas se iba apagando inexorablemente.
El día en que el fundador murió, asistieron a los funerales los más de dos mil habitantes de la tribu. Cipactli decidió enterrarlo en la Casa de la Boca de la Serpiente. Tras las ceremonias, Cipactli comunicó que dejaba su puesto de gran sacerdote a Tlani. El Gran Consejo nombró a Nolik, hijo de Cöyotl, como jefe supremo de las tribus. Metzli, abrumada por la tristeza y la soledad, se fue a vivir con su hijo Ollin, cuya esposa Ixchel había sido siempre como una hija para ella.
Aquel asentamiento continuó floreciendo hasta la llegada de los conquistadores españoles, un milenio después. Quedan para el recuerdo sus obras arquitectónicas, sus tallas y, sobre todo, su valor, su civilización y su afán emprendedor.
Solo tres parejas jóvenes se atrevieron a hacer el gran viaje de su vida, atravesando el interior hasta llegar hasta la costa del otro océano, el occidental, donde encontraron una cultura totalmente diferente: la azteca.
Se trataba de Iyac y Jalpa, hijos de Xolotl y Atlana. Chac y Papálotl, hijos de Atlana y Cuauhtli, y de Chamilpa y AhMun, hijos de Virickta y Cuauhtli. Las tres parejas estaban emparentadas y estaban decididas a iniciar una nueva civilización y un nuevo ciclo.

Pero ésta es otra historia. Pronto os la contaré.



SIGNIFICADO DE LOS NOMBRES PROPIOS


Acatl = Caña

Ahau = Sol

AhMun = Vegetación

Ahpernih = Estrella

Anahuac = Dios central

Antún = Dios de la vida

Atl = Agua

Atlana = Cazador de aves

Azcatl = Hormiga

Beu = Luna

Beu Ribé = Luna que espera

Calli = casa

Catemaco = Casa incensario

Chac = Lluvia (nombre femenino o masculino)

Chamilpa = Salvia

Chantico = Lluvia, diosa del hogar

Chicanná = Casa de la Boca de la Serpiente

Chicome = dios del Maíz

Cipactli = culebra, día 1, lagarto.

Coatl = Serpiente

Cócotl = Tórtola

Cöyotl = Coyote

Cuauhtli = Águila

Cuixin = Gavilán

Ehecatl = Viento

Haraxa = Hijo del dios del cielo nocturno. Origen de

                 nuevas razas.

Haua = Cazador de aves

Iczotl = Palma

Ikoki = Estrella del Atardecer

Itzmaná = Creador

Ixchel = Luna

Ixtlitic = Moreno

Iyac = Comandante

Izcalli = Resurrección

Jalpa = Sobre la Arena

Malinalli = Hierba Retorcida

Matlacti = Diez

Mazatl = Venado

Metzli = Luna

Metztli = Luna

Michin = Pez

Nima = Consejero

Nolik = Mar

Ocelotl = Jaguar

Ollin = Terremoto

Omexóchitl = Estrella Vespertina

Papalotl = Mariposa

Quachic = Maestro

Quéchol = Flamenco

Quecholli = Preciosa pluma

Quiahuitl = Lluvia

Saeskin = Corazón

Tangu = Amanecer

Tecpatl = Cuchillo de pedernal

Teo = Amor. Diosa del amor.

Teoxihuitl = Turquesa

Tepayólotl = Dios de la Montaña

Teteoinan = Madre de los dioses

Tititl = Curandero

Tizatl = Tierra Blanca

Tlani = Escorpión armado

Tlanixtelotl = Luz

Tonantzin = Diosa de la Ley

Totic = Dios de la Noche

Virikota = Tierra Madre

Vukub = El Primer Hombre

Wiyot = Hombre Inmortal. Dios de la vegetación

Xilonen = Diosa del Maíz

Xipa = Siembra

Xochiquétzal = Flor. Diosa del amor

Xochitl = Flor

Xolotl = Lucero de la Tarde

Yoali = Viento de la Noche

Zóyatl = Palmera

Zyanya = Eterno, siempre

Zýatl = Palmera


 
 CON ESTO DAMOS POR TERMINADA ESTA 1ª PARTE DE LA
TRILOGIA DE  AZTLAN.

                         Seguiremos próximamente con la 2ª parte.
 Tendrá lugar en los años 700 de nuestra era, en torno al desembarco de las
 primeras tribus Aztecas en el puerto de Xihutla (Puerto Vallarta), y su posterior
 desarrollo y expansión.
Pasamos del Atlántico al Pacífico, y entre una costa y otra suceden muchas cosas
que os iremos contando.           
                                             Feliz Verano



 


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